Mar Picó Seijo - Fadila

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Fadila – En el año mil cuatrocientos setenta, DGC, en el emirato de Khalea, el emir Al-Xec se dispone a tomar a su sexta esposa, la joven y virtuosa pintora Aelawni, en el trascurso de unas fastuosas celebraciones. Lo que nadie sospecha en ese instante es el secreto que rodea a la bella pretendiente, una muchacha cuyo origen está lejos del que todos imaginan… Mientras tanto, la Pantera Habif, consejero del emir, planea hacerse con el poder a través de métodos oscuros que trascienden toda lógica y moralidad. «Fadila» es una novela de intrigas, traiciones y disputas ubicada en un imaginario reino oriental donde la maldad y el despotismo se imponen a los buenos sentimientos que anidan en los corazones más puros.

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—¡Bueno, hermano; primer día superado! —exclamó Adnan, mientras regresaban a las celdas de los guardias tras la larga jornada de servicio. Kahir se zafó del casco y la coraza, arrojándolos al suelo; e inmediatamente se dejó caer sobre el mismo, aliviado.

—Pensé que no iba a acabar nunca.

El resto de guardas comenzaron a entrar, desvistiéndose y aseándose mientras charlaban animadamente.

—La barriga me ruge como nunca.

—Me ha dicho Raissa que en cinco minutos podemos ir a las cocinas a comer.

—¿Habéis visto qué pandilla de impresentables? Cada cual más emperifollado y engreído, daban ganas de escupir en sus caras perfumadas.

—Y la familia de la novia…, qué gente más extraña.

—Por cierto, ¿visteis la cara de la muchacha cuando anunciaron el encamamiento? Parecía totalmente aterrada.

—Tan solo puedo imaginar por lo que debe de estar pasando en estos momentos… Debe de ser horrible, un hombre tan viejo y gordo, para una chica tan joven e inocente… Casi siento compasión por ella.

—¿Visteis las pinturas que transportaban sus sirvientes?

—Yo no pude contemplarlas desde mi posición…

—Yo sí; ¡eran maravillosas!

—Oí que eran obra suya.

—¿De la muchacha? ¡Tan joven, y tan habilidosa!

—Al parecer, nuestro adorado emir siente predilección por las mujeres con talento…

—¿A qué te refieres? —intervino Kahir. El guardia que había hablado le miró.

—¿No te has fijado? —replicó—. Cada una de las esposas tiene algún don, una habilidad que la hace destacar sobre los demás. Por ejemplo, Heeba y Sylah. Jamás he visto a nadie moverse como la primera, ni he oído un sonido más bello que el que producen los labios y dedos de la segunda.

—Y luego está Loora —añadió otro—, que tiene la voz de un profeta, y sabe leer y hablar cientos de idiomas distintos. Estoy seguro de que, con sus palabras, sería capaz de persuadir al más cínico de los hombres de que los camellos vuelan.

—Ghaala lee el futuro en las estrellas —continuó el primero—, y formula predicciones y profecías a través de ellas. Y Aurella…

—Aurella puede controlar a los animales —concluyó Adnan, que había estado escuchando—. Y a las plantas. O, al menos, eso dicen. —Se encogió de hombros—. Bobadas, en mi opinión.

—Te parecerán bobadas —repuso el que había hablado de Loora—. Pero no puedes negar que ella, igual que las demás, tiene algo especial.

—Está claro —asintió Adnan—. En caso contrario, ninguna de ellas sería digna para nuestro adorado emir. —Le hizo un gesto a Kahir—. Vamos, a comer. Te lo has ganado.

Shafardha Shaf era una de aquellas criadas que llevaba tantos años en palacio - фото 2

Shaf’ardha

Shaf era una de aquellas criadas que llevaba tantos años en palacio que hacía otros tantos que había dejado de contar. Jamás revelaba su edad (no era digno de una señorita), aunque no desperdiciaba ocasión de afirmar, orgullosa, que había visto nacer, crecer y morir al emir Al-Xec, así como a su difunto padre, que en brazos de Üm ahora descansaba. Su madre había trabajado allí antes que ella, al igual que la madre de su madre; y Shaf prácticamente se había criado en la corte. Eran contadas las ocasiones que se había molestado Shaf’ardha en abandonar la comodidad de las cuatro paredes del palacio (excepto para acatar su obligación social semanal en el mercado de la ciudad). Para qué, pensaba ella, si fuera solo la aguardaban el polvo, el ruido y la miseria.

Como honrada y humilde sierva que era, Shaf dedicaba un poco de su día a día a trabajar; y otro poco (que no era tan poco) lo dedicaba a escuchar, observar y enterarse de los escándalos más frescos y picantes que ocurrían en el palacio. Ricos o pobres, nobles o sirvientes: nadie estaba a salvo de las narices husmeadoras de Shaf. Tantos años (jamás revelaría cuántos) le habían enseñado que siempre era práctico tener unos cuantos secretos escandalosos guardados en la manga; y también le habían permitido establecer una red de contactos que le permitía tener ojos y oídos dentro y fuera de la corte, en todas partes y en todo momento, para no perderse un solo chisme. Cuando Shaf estaba atareada o se sentía bondadosa, solía guardarse los chismes para sí misma, tal vez para sacarles algún provecho más adelante. Pero, si las cosas estaban demasiado paradas o el chisme era demasiado escandaloso, su pasatiempo favorito era darlos a conocer en forma de discretos rumores, que se esparcían como la pólvora dentro y fuera de palacio.

Nada ocurría sin que Shaf eventualmente lo supiera. Afirmar aquello, también la enorgullecía.

Aunque, sin duda, el mayor mérito que Shaf se atribuía, era el de las embelesadoras esposas del emir. No le faltaban motivos para pensarlo: cada vez que la orejilla indiscreta de Shaf había tropezado con una conversación en confidencia del emir y su Pantera, en la cual el primero expresaba su deseo de tomar matrimonio con una nueva joven con tales o cuales características, Shaf se había ocupado de hacerlo saber en la ciudad. La noticia corría entonces como el polvo del desierto; y, a las pocas semanas, decenas de candidatas se presentaban a las puertas de palacio.

Shaf sabía que, gracias a sus habilidades, se había labrado un gran respeto, e incluso cierto temor, en la corte; y que aquella era la causa de que pudiera tomarse ciertas libertades que a otros en su mismo rango ni se les pasarían por la cabeza. Ningún siervo ni empleado osaba recriminarle nada jamás; y ningún cortesano osaba expulsarla de la corte (ni mucho menos comentarlo en voz alta, por si acaso).

Aquel día amanecía prometedor. La mañana después de un convite real siempre prometía nuevos rumores jugosos para su deleite. Nada más despertarse, ya había un par de sirvientes jovenzuelos esperando a Shaf a la puerta de su alcoba. Mientras se vestía, le explicaron el escándalo incestuoso entre dos de los invitados, parientes de la novia.

—Afirmaban ser hermanos —le susurraron, apenas pudiendo contener la emoción—, pero les vimos cuando creían estar a solas cometiendo actos indignos tras unos arbustos del Jardín Oeste.

Al acabar de desayunar, una nueva decena de escándalos le habían sido revelados: infidelidades entre invitados casados, pequeños hurtos de cubertería de oro cuando creían no ser vistos, gestos y miradas de desprecio, gente refinada que disimuladamente se metía el dedo en la nariz o realizaba otros pequeños actos groseros impropios de alguien de su categoría…

Saciados por el momento tanto su apetito físico como su hambre de chismorreos, Shaf’ardha se dispuso a trabajar un poco. Se dirigió a la lavandería, donde otras criadas atareadas lavaban y tendían al sol los manteles y cojines usados en el banquete del día anterior. Al llegar, todas se volvieron para saludarla. Shaf paseaba perezosamente entre ellas, tomando de vez en cuando alguna sábana mal colgada para sacudirla y volverla a colgar; recogiendo alguna cesta de mimbre vacía para llenarla de ropa sucia, y ocasionalmente pelearse jabón en mano con una mancha rebelde en alguna tela que no quería desaparecer. Con todo el ajetreo, las mujeres hacían pequeños descansos entre tareas para charlar. Shaf sonrió para sus adentros al comprobar que comentaban entre cuchicheos y risitas los chismes que ella misma se había encargado de esparcir.

Se escucharon de pronto unas risas que se acercaban desde el interior del palacio, y todas las sirvientas de la lavandería enmudecieron de inmediato, regresando a sus tareas con la cabeza gacha. Shaf agarró lo que tenía más a mano y comenzó a frotarlo en círculos instantes antes de que las tres esposas más jóvenes del emir entraran en la lavandería, acompañadas por sus esclavas.

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