María López Ribelles - Torre blanca, rey negro
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Le había pedido que se quedara, tenía miedo. Se había sentido bien, hasta que la escuchó en su dormitorio deslizar un pestillo que no sabía que existiera. Sigue sin confiar en él.
—Ayer no te pregunté por la llamada, ¿otro niño?
Guarda silencio unos segundos, sin saber a qué se refiere.
—La llamada de ayer cuando estábamos juntos.
Abre los ojos y arquea las cejas en reconocimiento.
—Gente muy lista que se aprovecha del sufrimiento ajeno para obtener tajada. Una pista falsa —añade con tristeza—. Pobres padres.
Ninguno de los dos dice nada y desayunan muy conscientes de la olla frente a ellos, que entorpece el paso para coger las magdalenas. Los sobres, como una herida abierta, dejan ver las esquinas de las fotografías que contienen. A Teresa le da repulsión tocarlas.
—¿Qué vamos a hacer con todo esto?
—¿Qué has pensado? —pregunta ella—. Eres el policía.
Medita sus palabras con cuidado, sin precipitarse.
—Quiero saber qué es lo que quieres hacer por ti misma, para ti.
—No te entiendo.
—Me interesa saber si quieres ayudarme porque quieres o te sientes obligada a hacerlo. Es un caso complicado, mucho —recalca—, de verdad que necesito tu ayuda.
—A Natalia no le puede pasar nada —señala preocupada.
—Desde el accidente tengo a un agente que la vigila cuando sale del hotel. No puedo prometerte nada estando dentro de él porque tu familia política no nos deja entrar.
—¿Y Miguel Ángel?
—No va a quedar indemne.
—Te ayudaré.
Lo primero que hace Joan es guardar la olla en el mismo lugar de donde fue sacada bajo la atenta mirada de Teresa. Coge los sobres y los cierra cuidadosamente para dejarlos a un lado. Despeja la mesa y se sienta frente a ella. Del suelo recoge un maletín del que la noche anterior no reparó de su existencia y saca unas carpetas de aspecto oficial.
—De perdidos al río —suspira Joan, dejando las carpetas a su alcance—. Lo que vayas a ver a continuación sobra decir que no se lo puedes contar a nadie. Es altamente confidencial. Puedo perder mi puesto de trabajo y no podría ayudarte en nada aunque quisiera. Insisto en que lo que se hable en esta cocina a partir de ahora no puede salir de aquí.
Teresa asiente y traga saliva al abrir una de las carpetas. En ella aparece una niña morena de sonrisa reservada y ojos de avellana, viste pantalones vaqueros y un jersey añil. Está sentada bebiendo un refresco de limón en la terraza de un bar.
—¿No le ves un parecido a Raquel? A lo mejor me estoy obcecando, pero ese color de ojos…
—Es un factor que debemos tener en cuenta de ahora en adelante, pero no dejes que eso —dice señalando los sobres marrones— empañe tu juicio.
Echa un vistazo a los otros documentos que hay en la carpeta. Informes del momento en que desapareció, fecha, cómo iba vestida, declaraciones.
—Quiero que los leas y que cuando estés allí seas mis ojos. Todo lo que te llame la atención, hasta lo más pequeño, cuéntamelo. Si puedes fotografiarlo y enviármelo, mucho mejor.
—¿Cómo vas a hacer que esas pruebas sean válidas delante de un jurado?
—Si vamos dos pasos por delante de ellos, nos dará tiempo a prever sus movimientos y actuar antes de que oculten las pruebas. Con la excusa de tu vuelta, ya tengo un motivo para estar allí y abrir una investigación. En lugar de investigarte a ti, los investigaré a ellos. ¿Pasarías a mi casa? —vacila un instante—. Será más fácil para mí explicarte ciertas cosas allí.
Se remueve inquieta en la silla de la cocina, pero entiende su petición y le sigue sin oponerse. La casa de Joan le transmite paz y comodidad. No tiene nada que ver con su piso de paredes mohosas. Le resulta familiar, ella ha estado allí antes. Con disimulo mira cada rincón del salón. La disposición de las habitaciones está a la inversa que las suyas. Y el aroma es tan agradable y tan personal, tan él, que Teresa se siente una intrusa. Se asusta al ver una mancha gris moverse en el sofá.
—Esa es Bonnie y este —dice señalando a un gato pelirrojo que se restriega contra sus piernas— es Clyde, ¿los recuerdas?
No los recuerda, pero se guarda su respuesta. Con el gato pisándoles los talones, la lleva a su estudio. La habitación está casi vacía, únicamente está amueblada con un escritorio frente a una enorme pizarra magnética. En ella, sujetas por imanes, hay fotografías de la familia Beltrán, anotaciones y líneas que se entrelazan unas con otras.
—¡Vaya! —exclama tras un silbido de admiración—, como en las pelis. ¿Esta es tu batcueva?, ¿desde aquí combates el crimen?
Sonríe y le señala la pizarra para que se acerque. Reconoce a Raquel saliendo del colegio, a su cuñado Álvaro cerca de su coche en el parking de la plaza de la Reina, a sus suegros y a Tadeo empujando la silla de ruedas de Francisco, a ella misma con Natalia en los viveros jugando en el césped y a Miguel Ángel hablando por teléfono. En los bordes de la pizarra, las fotos de los niños desaparecidos los rodean. «Demasiados niños», piensa con tristeza. Se detiene en cada una de ellas, esperando que alguna le sea familiar. Todo en vano. Apesadumbrada, espera las instrucciones de Joan, quien se ha apartado para dejarle espacio. Le señala la silla para que tome asiento y Clyde no pierde el tiempo en acomodarse sobre sus rodillas. Ronronea como un extractor de cocina, ruidoso e hipnótico. Invita a acariciarlo y Teresa no se resiste.
—El secuestrador es muy hábil, sabe lo que se hace. No ha dejado pista alguna en nueve desapariciones, si no fuera por la gorra que encontraste… Y ahora algo le está pasando —apunta frunciendo el ceño concentrado—. Te lo dije ayer, está siendo descuidado. Debemos aprovechar.
—¿Cómo estás tan seguro de que es alguien de los Beltrán y no del personal que trabaja en el hotel?
—Desde que encontraste la gorra, estuve estudiando cada desaparición minuciosamente. Investigué el recorrido que iban a hacer horas antes y horas después de que se esfumaran. Diferentes puntos de visión a las mismas horas.
—¿Y?
Se lleva una mano a su cabello despeinado para dejarlo más revuelto si cabe y bufa disgustado.
—En cuatro casos no vi a nadie; en dos vi a Tadeo cerca —enumera, y Teresa mira su foto e intenta imaginar al gorila secuestrando una niña—; en uno vi a tu cuñado, que se cruzó con la víctima un par de veces; en otro vi a Raquel paseando a un cachorro por el mismo parque en el que desapareció el crío, y en el último… en el último vi a Miguel Ángel hablando con la niña.
Teresa deja de acariciar a Clyde, como si esto le impidiera escuchar a Joan. Silenciosamente, le pide que repita la última parte, pero este le pide que no lo señale como culpable por mucho que lo desee.
—Cuando regreses al hotel, me gustaría que me dieras los nombres de los trabajadores para poder descartarlos. Háblame de Tadeo —pide Joan.
Piensa en él, no le es difícil imaginarlo, enfundado en sus pantalones negros y sus camisas de rayas recién planchadas, pero de cuellos ennegrecidos. Es un hombre grande, fuerte, muy fuerte. Ese había sido uno de los requisitos que demandó Francisco para el trabajo de acompañarle. Está casado desde hace muchos años y tiene una hija mayor que estudia en la universidad. Le gustan las mujeres y lo demuestra siempre que puede. Las piropea con halagos sin gracia aprendidos de su época de albañil, lanza unas miradas de arriba abajo que incomodan a cualquiera y alguna vez se había ganado insultos por ello. Pero su tipo de mujer no es como la adolescente de Raquel o su hermana. Le gustan las féminas voluptuosas y llenas de curvas, si están entraditas en carne, mucho mejor.
—¿Y si estuviera trabajando para Francisco? Se me ocurren muchas cosas malas si mezclamos los ingredientes de dinero negro, niños secuestrados y un hotel.
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