Mi nombre es
LUCIA JOYCE
Título Original: Mi nombre es Lucia Joyce.
© Sofía G. Buzali
Primera edición 2021.
© Editorial Dos Líneas, S.A. de C.V.
sofiabuzali8@aol.com
Fotografía portada
Imagen de la UB James Joyce Collection courtesy of the Poetry Collection of the University Libraries, University at Buffalo, The State University of New York.
Diseño de portada .
Editorial Dos Líneas
Corrección de estilo .
Ligia M. Oliver
ISBN: 978 607 7884 05 7
Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro—óptico, por fotocopia o cualquier otro, existente o por existir, sin el permiso previo por escrito del titular de los derechos correspondientes.
Mi nombre es
Sofía G. Buzali
a
mis nietos:
michelle, isaac, daniela .
a carlos, jimmy y sofía ,
quienes amorosamente
abrazan mi corazón .
Encerrada en un hospital psiquiátrico, escribo .
Las palabras llenan el vacío de bullicios familiares .
Deseo cruzar la isla y llegar a ti .
Los barcos se hunden, desaparecen ,
no pasa nada ...
Tabla de contenido
Parte 1 I
Parte 2 II
Parte 3
Mi nombre es Lucía Joyce y fui diagnosticada con esquizofrenia. Las primeras crisis las tuve a los veinticinco años y ha pasado mucho tiempo desde entonces. Estoy internada en el Hospital Psiquiátrico St. Andrew’s, en Northampton, Inglaterra. Hace poco conté las clínicas psiquiátricas por las que he pasado: nueve. ¡Nueve encierros distintos!
Francia, Zúrich, Londres.
Ahora estoy mejor que tiempo atrás. Mi agresividad está controlada, aunque no he superado por completo el discurso delirante de mis pensamientos. Cuando escucho voces o noto alguna alteración me digo que no pasa nada, que todo es mentira. El doctor McArthur me pidió que relatara mi vida. Las palabras, comentó, son una medicina para el alma que sufre. Lo obedecí, no tenía nada más interesante que hacer, además, me agrada contar historias, igual que a mi padre. Hace tiempo escribí una novela... si Sam Beckett estuviera aquí la recordaría, pero casi nadie me visita. Eso suele ocurrir con enfermos como yo, los familiares se alejan.
Rabia. Frustración. Soledad.
I
Muchas veces Lucía se siente infinitamente triste, siempre cerca de las sombras. A quien más echa de menos es a su padre, quien murió exiliado en Zúrich recién comenzada la Guerra. Ella no acepta su muerte, nunca la aceptará, él no habría sido capaz de abandonarla como los demás. Por eso, ante la desesperación de la soledad, obedece las reglas del hospital para que nadie sospeche de su plan: escapar.
Ni médicos, ni enfermeras, ni la directora o sus compañeras de tantos años deben enterarse.
Huir. Llegar a Zúrich, mirar la tumba de su padre...
Él fue el único que veló por ella. Nora, su madre, jamás comprendió. Lucía piensa que tuvo celos de la relación. Giorgio, su hermano, tampoco toleró la adoración que se profesaban. Ellos se entendían con la mirada. Suele suceder, y para él, Lucía era la niña de sus ojos y dicen que su inspiración. Sí, fue la musa del escritor más afamado y controvertido de su época.
Lucía bailaba con elegancia. Alta, delgada, de gestos distinguidos. Cabello lacio, obscuro. De su madre heredó el estrabismo y los ojos azules, casi negros, mirando hacia adentro. En su juventud fue una joven alegre, sin embargo, la luz interna que pudo haber tenido algún día, se apagó.
No recuerda cómo empezó todo, solo sabe que los distintos tratamientos la alejaron de su alma. Hoy tiene claridad; mañana, no sabe cómo actuará. Es tan distinta ahora...
De aquella figura esbelta de bailarina nada queda. Su aspecto físico ha experimentado numerosos cambios y ha pasado del sobrepeso con cuerpo deteriorado a un estado más sano, gracias al cambio de alimentación aquí en el St. Andrew’s. Hoy en día su cabello es totalmente blanco a consecuencia de los medicamentos. En alguna época las enfermeras del hospital la ayudaban a teñirlo, pero ha dejado de hacerlo, ¿por qué no?
Debido a su estatura aprendió a mirar desde lo alto, aunque en ocasiones se siente pequeña como una lagartija arrastrándose por el camino de la vida. Se acostumbró al diario vivir en este hospital. Si le pidieran que saliera al mundo ya no sabría qué hacer en lo cotidiano. Aborrece la celda de aislamiento donde, cuando la encierran, permanece veinticuatro horas entre cuatro paredes, amarrada con una camisa de fuerza. El silencio es tal que siente como si estuviera encerrada en un sarcófago. Piensa en su padre bajo tierra: “¿acaso sufre como yo, a las puertas del infierno?”
Per me si va ne la città dolente ,
per me si va ne l’etterno dolore ,
per me si va tra la perduta gente .
Giustizia mosse il mio alto fattore;
fecemi la divina podestate ,
la somma sapïenza e ’l primo amore .
Dinanzi a me non fuor cose create
se non etterne, e io etterno duro .
Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate’1
Habla italiano, alemán, francés e inglés, pero en su casa siempre el italiano. Por eso a su padre lo llama Babbo , como en La Toscana, en vez de Paparino , que le suena a ópera de Rossini. Nació en Trieste igual que su hermano Giorgio. Su infancia transcurrió en ese puerto de vida tranquila, clima suave y tardes soleadas de largos veranos. Hay meses en los que sopla el Bora, un viento que llega desde el Adriático, frío y seco, cuyo nombre deriva de la figura de Bóreas, Dios del frío viento del norte encargado de traer al invierno. Con las ráfagas, Lucía sentía que en cualquier momento se elevaría como una hoja de papel, que el viento la lanzaría a la nada, al desamparo y a la soledad de su destino. El viento, le comentó al doctor McArthur, es el aullido de la tierra, el soplo infinito del miedo y la angustia existencial.
Después de Trieste,
Zúrich,
Francia.
En ocasiones, Lucía cree escuchar el estallido de bombas, el sonido de alarmas y aviones alemanes sobrevolando la ciudad. Años atrás, durante la ocupación de París, la situación empeoró y el edificio de la clínica psiquiátrica en Ivry, donde estaba internada, se sacudió por los bombardeos. Muros craquelados, kilos de polvo salían de las paredes y debido al ruido de las explosiones, se escondió debajo de la cama. Tuvo miedo de morir. Nadie iría a su rescate. Quedaría sepultada bajo los escombros del hospital. Pareciera que eso marcaría su destino: ir corriente abajo, como el río Liffey, sumergirse en aguas profundas y vivir en la oscuridad.
Ante el peligro de los bombardeos, el gobierno decidió evacuar el hospital. Cierta madrugada, en medio del ruido de las alarmas, subieron a los enfermos a un camión y fueron trasladados al Hospital Psiquiátrico de Charmettes, en Pornichet. Lucía, con sus treinta y tres años, lloraba acurrucada en uno de los asientos como niña asustada. Otros enfermos, horrorizados, miraban fijamente por la ventanilla.
Mientras tanto, el escritor alistaba permisos de salida para trasladar a la familia a Zúrich. Desesperado, averiguaba a dónde transfirieron a los enfermos. Logró localizar a Lucía a través de la Fundación Rockefeller. Él prometió sacarla de ahí, sin embargo, ella se sintió más sola que nunca. Vivía aterrada, en Charmettes prohibían las visitas y en alguna ocasión comentó que en la clínica en Pornichet le hicieron cosas tan terribles que no deseaba recordar.
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