Sofia Buzali - Mi nombre es Lucía Joyce

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"Mi nombre es Lucía Joyce" es la novela de la novela, el testimonio íntimo detrás de la creación más compleja del gran escritor James Joyce, el retrato atormentado de Lucía, su hija, que a los 22 años fue diagnosticada esquizofrénica y posteriormente internada en el Hospital Psiquiátrico St Andrews, en Northampton, Inglaterra. Ahí, encerrada y loca de nostalgia, pasaría los siguientes treinta años de su vida, olvidada del mundo, ajena a la gloria creciente de su padre. Y gracias al excelente trabajo literario de Sofía Buzali, que desentraña hábilmente sus recuerdos y obsesiones, en este libro Lucía Joyce recupera la voz y la memoria para darnos la otra cara del mito, en el claroscuro de una historia familiar que trasciende los hechos y las letras. La narración sigue el hilo fragmentado de un diario que supuestamente escribe Lucía y en el que plasma vivamente algunos momentos significativos de su pasado, en particular los relacionados con su padre y con su proceso creativo. Cuenta su biografía y su visión particular de toda una época de radicales transformaciones culturales y políticas, enmarcada entre las dos guerras mundiales del siglo XX. Nacida en Trieste, en 1907, en los años más duros de la familia, Lucía padeció la miseria, emigró de un país a otro, aprendió italiano, alemán, francés y desde luego inglés; asimiló el mundo artístico de su padre y su tiempo -música, ópera, literatura, dibujo, teatro- y quiso ser bailarina, como Isadora Duncan y otras figuras importantes que proponían la renovación de la danza. También confiesa aquí sus relaciones amorosas, en particular con Samuel Beckett, un romance frustrado, a quien todavía añora, porque el amor es una locura incurable y definitiva. La novela confirma el diagnóstico oportuno de Carl Jung, quien la consideró como la femme inspiratrice de su famoso padre y percibió el fondo oscuro de su destino.

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Transcurre la mañana y Miss Lawry no logra encontrar a Lucía por ningún lado dentro del edificio. Impaciente, les pide a los enfermeros que la ayuden a buscarla. Ha faltado a la clase de tejido que tanto disfruta, por eso está preocupada. Buscan de un lado a otro, detrás del edificio, en la biblioteca, en la capilla, no hay rastro de ella... Le preguntan a Meredith si la ha visto, nada, por fin, uno de los hombres de blanco la encuentra profundamente dormida, en la banca debajo del olmo, al fondo del jardín.

—Lucía, Lucía —grita Miss Lawry al verla.

Ella se sobresalta, la mira con extrañeza y, asustada, echa a correr. La enfermera pide a los cuidadores que la alcancen y la sujeten con fuerza para que no escape. Lucía se tropieza. El cuaderno cae. Llora asustada. Pega. Da patadas. Se defiende.

—¡Desgraciados! ¡Ustedes fueron los culpables de mi encierro! ¡Largo! ¡No me toquen! Ustedes mataron al perro que apareció tirado sobre la playa de Sandycove. Stephen fue testigo cuando caminaba a orillas del mar —replica Lucía.

—¿Qué pasa, Lucía? ¿Qué pasa? —pregunta Miss Lawry.

—Es que, esos hombres, esos hombres me quieren hacer daño y mi padre no está para salvarme. Véalos, son horribles, tienen el pene de fuera. Giorgio se va a enojar conmigo. Aléjelos. Giorgio los va a matar —grita ella sin control.

—Tranquila, ya se fueron. Mira, no hay nadie.

—Sí ahí, tras el árbol —solloza.

—Vamos. Es mejor alejarnos de ellos, entremos —le dice la enfermera tomándola del brazo y llevándola a su habitación.

La recuesta y de inmediato le coloca la pastilla azul debajo de la lengua.

—Mi cuaderno. Mi cuaderno. ¿Dónde está? Los hombres lo robaron.

—No, Lucía, cálmate, aquí lo tengo.

—Ellos se lo quieren robar. No los dejaré. No los dejaré. Es mío. ¿Los vio, Miss Lawry? Querían violarme, quitarme lo único que es mío.

Lucía se queda dormida, la crisis pudo haber sido peor. En tanto duerme, la enfermera mira los dibujos que ella realiza desde siempre y deja sobre la mesa. Dibujar lettrines , una más de sus obsesiones. A. B. C. D... Traza los signos del abecedario y, en el interior de cada letra, delinea rasgos y formas coloreadas que la hacen pensar en las ilustraciones de los manuscritos del libro de Kells . Seguramente Lucía los conoce por su ascendencia irlandesa. La enfermera Lawry toma del estante un libro al azar. Lo abre en la página donde está el separador y descubre las letras parecidas a los dibujos sobre el escritorio. Lee uno de los poemas: A Flower Given to my Daughter , 1913.

Frail the white rose and frail are/

Her hands that gave/

Whose soul is sere and paler/

Than time’s wan wave. Rosefrail and fair -- yet

frailest/

A wonder wild/

In gentle eyes thou veilest,

My blueveined child.

La primera página del libro dice: Pomes Penyeach / / Initial Letters Designed and Illuminated by / Lucia Joyce . 1931. Son trece poemas escritos por su padre, uno de los cuales es un facsímil con la letra cursiva del propio autor. Los demás en tinta verde como el color de las manzanas, en relación con el título del libro, Manzanas a un centavo cada una . Francés, inglés, palabras unidas. ¡Qué extraña forma de escribir!

Miss Lawry medita sobre la personalidad de Lucía. No es como otros pacientes, ella es especial. Cultura amplia, interés por la lectura, conocimientos de música, toca el piano, sabe tantos idiomas... Se pregunta qué sería de Lucía sin sus lecturas. La mira sentada en la biblioteca, leyendo durante horas muchas veces el mismo libro por segunda ocasión. Eso le parece extraño. ¿Leer dos veces el mismo libro? Lucía dice que su padre hacía lo mismo. En otras la escucha cantar o tocar el piano, mientras Meredith bailotea.

La fuerza del viento se escucha a través de los cristales. Miss Lawry no se dio cuenta de en qué momento el sol se ocultó. Mientras Lucía duerme, ella recorre la habitación con la mirada. Cama individual, mesa de noche, un pequeño escritorio, el librero, lavabo, calefactor y la ventana con vista a los jardines del St. Andrew’s. Observa la fotografía familiar, el padre con gafas gruesas, sombrero y corbata de moño. Qué personalidad, piensa al ver la imagen craquelada por el paso del tiempo. Recuerda cuando Lucía fue trasladada a esta residencia, hace más de diez años y ella, asignada desde entonces, como su enfermera. La mira dormir. Regresa a su memoria la fotografía del hospital bombardeado durante la guerra; dicha fotografía se encuentra en la entrada principal del St. Andrew’s donde se ve claramente el muro con el boquete. Si no hubiera sido reconstruido, no tendrían los pacientes estos espacios, se dice Miss Lawry. Camina alrededor. La deja descansar.

Lucía despierta, siente dolor en los antebrazos; entiende que tuvo un brote psicótico porque los hombres de blanco la aprietan demasiado fuerte cuando eso sucede. Está inquieta. Recuerda su sueño: Un volcán hacía erupción, la llamarada pintaba el cielo de rojo. Lava y espuma recorrían colinas, bañaban los sembradíos. El mar enfurecido rompía contra las piedras del acantilado. Ella corría, no deseaba que la tierra arenosa la alcanzara. Dionisio, el dios griego del vino, la rescataba y la hacía subir a un barco, le daba de beber vino y la hacía bailar frenéticamente hasta el delirio. Danzaba. El viento golpeaba su rostro. Su cabello era largo, se enredaba en su cuerpo. Entonces se miró sola. Los hombres se habían hecho a la mar en ese juego infinito: Partir. Volver. Esperar el regreso... Y de pronto, sintió la lengua de Sam en su boca. Juguetearon largamente. Se excitó, sus pezones se irguieron. Sam levantaba su blusa. Acariciaba su espalda, la apretaba contra él, recorría su cuerpo. Ella lo acariciaba también sin dejar de besarlo. Sentía la erección de Sam. Bajó su mano, lo tocó mientras él jugaba con sus senos. Los besaba. Mejor detente, le dijo, no vaya a entrar papá, no vaya a entrar Miss Lawry y me reprenda.

Se levanta, mira por la ventana. Los prados están verdes. Llovió. Se toca la frente. Ha sudado. Meredith entra a su habitación:

—¿Dónde has estado? Te esperé en la clase de tejido.

—Las voces, los hombres. Ahora estoy bien —contesta Lucía sacudiendo su falda como si acabara de hacer algo. —Vamos, es la hora del té, tengo antojo de las galletas de mantequilla que prepara Miss Emily. —Meredith, ¿has pensado en alguna alternativa para escapar?

—La mejor manera sería en la madrugada.

—Pero, ¿cuándo? ¿Cuándo será el día apropiado? ¿Cuándo? —replica Lucía con desesperación.

Domingo 21, octubre

11:30 a.m .

Doctor McArthur, hasta hoy retomo el cuaderno porque en días pasados me entró una especie de aturdimiento. Quizá fue por los nuevos medicamentos .

No entiendo la necedad de los doctores de probar en mí cosas nuevas. Bastante he tenido ya con todo lo que me han dado desde que esta locura comenzó. Cuando mi estado de ánimo es así, me desconecto, no tengo deseos de nada. Estoy perdida en el bosque de la nada. Es esa sensación de inexistencia, de abandono, como si fuera el comienzo de la muerte... Pasan los días en blanco y solo me percato del paso del viento entre las hojas de los árboles. Regreso. Aquí estoy, vuelvo a Trieste y recuerdo a papá recibiendo envoltorios y paquetes de libros, los extendía por el suelo, los hojeaba, pero prefería irse al café a leer durante horas para no escuchar los eternos reproches de mamá .

Nací con los ojos encontrados. El estrabismo empezó a ser más evidente cuando cumplí tres años, veía hacía adentro para intentar enfocar correctamente. Al verme en el espejo deduje que todas las niñas los tenían como yo, pero cuando empecé a ir a la escuela me di cuenta de que era diferente. He pensado siempre que por ese defecto en los ojos mis novios se alejaron, excepto Sam, él decía que mi mirada era misteriosa. Sam... El problema lo heredé de mamá, pero mio papà sufrió también mucho de la vista, dolores en un ojo, fuertes migrañas. Cuando se exponía a la luz la dolencia era insoportable y, por eso, casi siempre tenía cubierto el lado derecho de la cara. Recurrió a muchos médicos, le hicieron varias operaciones. ¡Cuánto sufrió! La iritis casi lo llevó a la ceguera. Él terminó visitando oftalmólogos todo el tiempo y yo, haciendo antesala en los consultorios de los médicos para lunáticos .

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