Antonio Espino - La invasión de América

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¿Por qué la sociedad española siempre ha creído en las bondades de la llamada conquista de América? ¿Fue en realidad un proceso civilizador, altruista y liberador? ¿Es justo considerar el imperialismo propio como un acto cualitativamente diferente al de otras naciones? ¿Debemos calificar a los conquistadores como héroes desde la óptica actual? Tras el desembarco de Cristóbal Colón en las Indias se inició la explotación de un vasto continente habitado por millones de personas. Durante varios siglos, las fuerzas hispanas desplegaron toda una serie de estrategias militares para derrocar a los imperios precolombinos y oprimir a las sociedades amerindias, usando con profusión el terror, la crueldad y la violencia extrema. Tácticas de combate fríamente calculadas que desencadenaron uno de los hechos más sangrientos de la historia moderna y cuyas consecuencias todavía hoy padecemos. El catedrático Antonio Espino ofrece en este libro una brillante crónica de la Conquista y analiza la historia militar y sus aspectos más brutales y sanguinarios. Una extraordinaria y documentada narración que permite observar bajo una nueva luz el brutal pasado del continente americano. Una luz que despoja los hechos de cualquier desviación mitificadora y de los reiterados intentos de buena parte de la historiografía conservadora hispánica de justificar la colonización, alegando una inequívoca intención civilizadora.

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Tras la llegada de Pedrarias Dávila ( c. 1440-1531) como gobernador general al territorio en 1514 —veterano de la guerra de Granada, Dávila, entre 1508 y 1511 participó también en las campañas norteafricanas promocionadas por el cardenal Cisneros—, acompañado oficialmente por mil doscientos cincuenta hombres de los que morirían muchos al poco tiempo, la ineficaz política hispana del momento, con el nombramiento de adelantado del Mar del Sur y gobernador de Panamá y Coiba para Vasco Núñez de Balboa en 1515, solo conduciría al enfrentamiento entre ambos, saldado por último en 1519 con el ajusticiamiento del segundo (Aram, 2008: 132 y ss.). La competencia, en cualquier caso, se instaló entre ambos caudillos. Y a partir de 1515, cuando se intentó controlar la costa de Nueva Andalucía y las pequeñas Antillas, territorio de los caribes, las cosas no marcharon tan bien. Diversas expediciones enviadas por Pedrarias Dávila fueron quebrantadas: Juan Solís fue muerto junto con todos los hombres que desembarcaron con una chalupa en la isla de Guadalupe. Juan Ponce fue rechazado cuando intentó desembarcar asimismo en Guadalupe. El terror a la flecha envenenada era muy grande. Desde el Darién, Pedrarias Dávila envió a Francisco Becerra —decía de él Gonzalo Fernández de Oviedo que era un veterano (baquiano) «e hizo más crueldades que ninguno», trayendo siete mil pesos de oro y trescientos esclavos en su primera entrada. Más tarde fue enviado hacia Urabá con doscientos hombres (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X)— con ciento cincuenta hombres —ciento ochenta dice Las Casas— bien pertrechados hacia territorio de Turufey, donde había operado Alonso de Ojeda: llevaban consigo tres bombardas, cuarenta ballesteros —arqueros dice P. Mártir de Anglería— y veinticinco escopeteros «[…] para que desde lejos puedan herir a los caribes, que pelean con flechas envenedadas». Otro capitán, Francisco de Vallejo, actuó en Urabá, pero por una zona distinta a la asignada a Francisco Becerra. Tuvo peor suerte: de setenta hombres los caribes le mataron cuarenta y ocho. En vista de tales peligros, no es de extrañar que, en su momento, Núñez de Balboa hubiese demandado permiso a Fernando el Católico para exterminarlos en la hoguera: «[…] estos indios del Caribana tienen merecido mil veces la muerte, porque es muy mala gente y han muerto en otras veces muchos cristianos […] y no digo darlos por esclavos según es mala casta, más aún mandarlos quemar a todos chicos y grandes, porque no quedase memoria de tan mala gente» (citado en Pereña, 1992b: 42).

Necesitando explorar mejor el occidente del Darién, el incansable gobernador Pedrarias Dávila enviará diversos contingentes con tal propósito: Gonzalo de Badajoz llevaba ochenta hombres, Luis Mercado cincuenta. Tras devastar al menos un poblado, el del cacique Pananomé, del resto de la tierra consiguieron acumular hasta ochenta mil castellanos en oro mediante el trueque y la violencia. Pero, confiados, se dejaron rodear en territorio del cacique Pariza: este mató a unos setenta hombres y el resto pudo huir sin oro y sin sus esclavos —llevaban cuatrocientos—. Muy pocos regresaron. Dicha circunstancia exigió la obligatoria respuesta militar, que consistió en devastar las comarcas que atravesaron en su retorno al Darién (Mártir de Anglería, 1989: 241 y ss. Las Casas, 1981, III: 64-70).

Asimismo, Tello de Guzmán fue despachado hacia el poniente del Mar del Sur para explorar sus posibilidades. Tras entrar en el pueblo de Tubanamá, ya arrasado por Juan de Ayora —tiempo atrás, Ayora, con cuatrocientos hombres, atacó las provincias de Ponca, Comagre y Tubanamá, territorio de los indios Cuevas. Carmen Mena afirma: «Se torturaba a los indios para que hablasen y luego los asesinaban con una crueldad despiadada, ya fuera ahorcándolos en los árboles, echándoles a los perros para que los despedazaran o lanceándolos desde sus caballos» (Mena, 1992: 61)—, el grupo de Guzmán avanzó hacia Chepo y Chepancre «quemando y abrasando, matando y robando cuanto vivo hallaban; decían que por hacer venganza de un español que le mataron a la entrada». Pero a la postre regresaron al Darién sin conseguir gran cosa. En cualquier caso, la crítica de Gonzalo Fernández de Oviedo recaía, inmisericorde, sobre los hombres del rey en el territorio, Pedrarias Dávila y compañía, quienes recibían parte de los botines obtenidos sin castigar los excesos de ninguno de sus capitanes.

Por su parte, Gaspar de Morales viajaría con ochenta hombres en dirección al Mar del Sur con la intención de obtener perlas. Alcanzó la tierra de Tutibrá, entrando a saco en una zona previamente arrasada por la expedición de Francisco Becerra, y, seguidamente, la de Tunaca, cuyos habitantes se defendieron a causa de la mala fama que ya tenían los castellanos. Solo la intervención de algunos indios de apoyo logró que se hiciese la paz. Tras obtener un buen botín, el intento de los caciques de Tutibrá de organizar una conjura contra Gaspar de Morales se desarticuló con un ataque preventivo, diríamos, dirigido por Francisco Pizarro, que se saldó con setecientos muertos del lado aborigen. Diecinueve caciques del territorio fueron aperreados «[…] para diz que meter miedo en toda la tierra». El ataque sería preventivo, pero la solución se buscaba que fuese definitiva. Según el padre Las Casas, lo habitual en aquellas regiones era quemar los poblados, que ardían fácilmente al ser de paja, y tomar desprevenidos a sus habitantes. Una vez extinguido el fuego se escarbaba entre las cenizas para recuperar el oro que hubiese (Las Casas, 1981, III: 46 y ss.). En su retirada, Gaspar de Morales perdió veinticinco hombres, pero cuando la situación degeneró, «Morales no tuvo otra idea que la de ordenar pasar a cuchillo, de trecho en trecho, a todos los prisioneros que llevaba encadenados». Los indios, espantados, quedaron inertes, permitiendo la huida del grupo hispano. Noventa o cien indios fueron muertos tan cruelmente (Mena, 1992: 88. Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X).

Tras muchos meses sin noticias de Francisco Becerra, el propio Pedrarias Dávila se puso, a finales de noviembre de 1515, al frente de una expedición de doscientos cincuenta hombres y doce caballos en dirección a las peligrosas tierras de Urabá y Cenú donde, además, apenas si se habían hallado buenos botines. Poco después, Dávila fundaba el puerto de Acla situado a veinte leguas de Santa María la Antigua y, en línea recta atravesando el istmo, justo enfrente de las islas de las Perlas ya en el Pacífico. Enfermo, Pedrarias Dávila se retiró a Santa María, no sin dejar un reducido contingente de quince hombres para levantar un fortín en Acla, mientras confiaba a Gaspar de Espinosa la continuación de la expedición.

La entrada de Gaspar de Espinosa en tierras de Comogre, Pocorosa y Chimán, que duró dos años, fue muy dura. Con doscientos infantes y diez caballos —trescientos infantes según Las Casas—, Espinosa se enfrentó a tres mil indios, que desmayaron al ver actuar los caballos. Una vez rota su formación, los infantes los diezmaron con sus espadas, escapando pocos del cautiverio. Como era habitual, Espinosa ordenó dar un escarmiento aperreando a unos, ahorcando a otros, cortando narices y manos. El franciscano Francisco de San Román fue testigo de los hechos, a partir del cual los conoció el padre Las Casas. En tierras de Comogre había quedado Benito Hurtado —Fernández de Oviedo lo calificó como «maltratador de indios y vicioso […] pues todo su intento era lujuriar y tomar a los indios sus mujeres e indias» (citado en Mena, 2011: 284)— con ochenta hombres en la localidad de Santa Cruz, una fundación del capitán Ayora. Estimulados por los consabidos excesos padecidos por los autóctonos, los caciques de Comogre y Pocorosa unieron sus fuerzas, devastaron el asentamiento hispano y «no dejaron con vida a hombre chico ni grande de todos aquellos del asiento». El licenciado Gaspar de Espinosa tomó cartas en el asunto tiempo después y, según su propia declaración, mandó quemar cinco caciques de la zona acusados de asolar el asentamiento de Santa Cruz (Mena, 2011: 200).

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