Sobre la conquista del Darién a partir de 1511 —Balboa sería designado gobernador interino del territorio por Fernando el Católico el 23 de diciembre de dicho año—, el padre Las Casas reseñó cómo
la costumbre de Vasco Núñez y compañía era dar tormentos a los indios que prendían, para que descubriesen los pueblos de los señores que más oro tenían y mayor abundancia de comida; iban de noche a dar sobre ellos a fuego y sangre, si no estaban proveídos de espías y sobre aviso.
Pero es asimismo interesante constatar cómo, en su caso, la falta de efectivos hispanos obligaba a endurecer la política de uso del terror indiscriminado por imperativo militar. Para la historiadora Bethany Aram, la política indígena de Núñez de Balboa fue «una mezcla de cooperación, intimidación y brutalidad», en la que este no dudó en torturar, ahorcar o echar a los perros a todos aquellos nativos que se negasen a proporcionar oro. Y de forma inteligente señala: «Tales acciones, aunque crueles, reforzaban la lealtad de sus aliados nativos y españoles. Es posible que incluso hubieran aumentado el interés por conservar su amistad» (Aram, 2008: 51-55). Lógico, era justamente eso lo que se pretendía. Asimismo, Carmen Mena reconoce cómo el método de actuación habitual de Núñez de Balboa consistía, una vez habían sido convenientemente aterrorizados los caciques invadidos «con un gran despliegue de fuerzas y con prácticas muy crueles», en ofrecerles su amistad y protección, que podía alcanzar hasta la cooperación militar para enfrentarse a otros caciques enemigos de los primeros (Mena, 2011: 155-157). Así, mientras Núñez de Balboa se veía obligado a operar con ciento treinta hombres contra Chima, el cacique de Careta —aunque Francisco Pizarro y seis de los suyos se enfrentaron a cuatrocientos indios, matando ciento cincuenta, según el padre Las Casas, circunstancia muy poco creíble—, y con ochenta para hacer lo propio contra el cacique de Ponca, lo cierto es que demandaría a Diego Colón hijo ( c. 1482-1526), por entonces virrey y gobernador de las Indias, hasta mil efectivos para proseguir su conquista. Sin ningún rubor, Núñez de Balboa le señaló a este cómo había ahorcado ya a treinta caciques y habría de ejecutar de la misma manera «cuantos prendiese, alegando que porque eran pocos no tenían otro remedio hasta que les enviase mucho socorro de gente» (Las Casas, 1981, II: 576). En la provincia de Dabaibe, por ejemplo, tras llegar a oídos de Núñez de Balboa la existencia de un complot para acabar con todos ellos, consiguió adelantárseles y, dividiendo a sus hombres en dos grupos, tras hacer prisioneros a numerosos caciques, mandó colgarlos sin excepción
delante [de] todos los captivos, porque esta fue y es regla general de todos los españoles en estas Indias, observantísima, que nunca dan vida a ningún señor o cacique o principal que a las manos les venga, por quedar, sin sospecha, señores de la gente y de la tierra (Las Casas, 1981, II: 584).
Pedro Mártir de Anglería asegura que Rodrigo de Colmenares, al mando del segundo grupo, actuó de forma parecida: tras atrapar a algunos caciques, ahorcó al principal de un árbol y lo hizo asaetear a la vista de los indios de su pueblo, mientras terminaba por colgar al resto tras fabricar un patíbulo. El resultado fue el esperado: «Impuesta esta pena a los conjurados, infundió tanto miedo en toda la provincia, que ya no hay uno que se atreva ni siquiera a levantar el dedo contra el torrente de ira de los nuestros» (Mártir de Anglería, 1989: 130). Antonio de Herrera repite casi las mismas palabras, pero introduce, una vez aprovechadas las operaciones narradas, la idea de la sagacidad militar, en la que como es obvio destacaba Balboa, siendo este promocionado a excelente soldado: entre otras cosas, dirá Herrera de él que «siempre peleó más con el consejo y buen gobierno, que con las armas, y fortaleza», y, al mismo tiempo, «en todos los trabajos llevaba la delantera, como imitador de los antiguos Capitanes Romanos» (Herrera, 1601, I, X: 304 y Herrera, 1601, II, II: 49). Francisco López de Gómara relata cómo un soldado de Núñez de Balboa, herido en una reyerta con indios del cacique Abenamaque, una vez cautivo este «le cortó un brazo después de preso, sin que nadie lo pudiera estorbar: cosa fea y no de español» (López de Gómara, 1991: cap. LXI).
Otra de las técnicas coactivas consistía en tomar rehenes entre los caciques y sus familias para terminar de domeñar la resistencia de un territorio. Como nos recuerda Carmen Mena, «los españoles lo habían practicado con los musulmanes durante los siglos de la Reconquista. No inventaban nada nuevo» (Mena, 2011: 158).
Siguiendo el relato del padre Bartolomé de las Casas, el uso de los perros de presa —que también fueron muy importantes en la conquista de Puerto Rico y previa a ella en La Española y Canarias— lo asocia en especial con la expedición que culminaría con el hallazgo del Mar del Sur en septiembre de 1513. Portando consigo unos ciento noventa hispanos y ochocientos indios de apoyo, Núñez de Balboa sojuzgó al cacique Quareca, en cuya tierra murieron en batalla unos seiscientos indios, siendo otros ajusticiados mediante aperreamiento: los famosos cuarenta sodomitas, aunque la justificación de dicha crueldad, sin duda, estuvo mediatizada por los prejuicios de la época; casi cincuenta sodomitas ejecutados señala Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, como sabemos, alaba en especial la trayectoria como caudillo de Núñez de Balboa: «Y de aquella escuela de Vasco Núñez salieron señalados hombres y capitanes […]», para otras conquistas (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. V). Pedro Mártir de Anglería añade que la batalla duró poco rato, habida cuenta de la diferencia del armamento, si bien la matanza se extendió, al dar pronto la espalda los indios, un buen trecho de terreno. «Como en los mataderos cortan a pedazos las carnes de buey o de carnero, así los nuestros de un golpe quitaban a este las nalgas, o a aquel el muslo, a otros los hombros; como animales brutos perecieron seiscientos de ellos, junto con el cacique» (Mártir de Anglería, 1989: 165).
Desde entonces, tanto en la tierra del señor de Chiapes como en la de Pacra, se aterrorizaba a los indios con la perspectiva de ser ejecutados de manera tan terrible. La fama les precedía, a decir del padre Las Casas. De esta forma, los indios huidos para evitar tener que servir al amo hispano eran obligados a ponerse a su disposición. La negativa del cacique Pacra en señalar las fuentes del oro, escaso, que poseía su gente se saldó con su ajusticiamiento y el de otros tres indios principales mediante aperreamiento —«Hízolo, en fin, echar a los perros con los otros tres señores que habían venido a acompañallo, que los hicieron pedazos, y después de muertos por los perros, hízolos quemar»— (Las Casas, 1981, II: 602). En la versión de estos hechos de Francisco López de Gómara, el cacique Pacra fue aperreado no solo por su negativa a ceder información sobre el oro, sino por algunas acusaciones de tiranía vertidas contra él por sus súbditos. Así, Balboa se transforma en fuente de justicia para los aborígenes (López de Gómara, 1991: cap. LXIV). Como nos recuerda Carmen Mena, Gonzalo Fernández de Oviedo también hizo mención de las crueldades de Balboa para con los indios, a quienes, como se ha señalado, no dudaba en torturar para conseguir su oro arrojándolos a los perros de presa, además de apoderarse de sus mujeres, una práctica que sus hombres seguirían sin ninguna cortapisa. Por todo ello, no se puede dudar que la expedición descubridora del Mar del Sur degeneró en una invasión del territorio «en toda regla y estaba animada por la mayor crueldad» (Mena, 2011: 186-187).
En cuanto los indios exhibían una cierta disciplina y un cierto nivel táctico, además de su arrojo, los problemas para la hueste conquistadora se incrementaban. Cuando no era así, la victoria no solía estar comprometida, sobre todo si no tenían que vérselas con la flecha envenenada. En particular, en el Darién, en 1511, parte de la hueste de Núñez de Balboa se enfrentó a quinientos hombres de los caciques Abibaibe y Abraibe. La táctica hispana consistió, una vez embistieron los aborígenes, en lanzarles saetas con sus ballestas para, inmediatamente después, desbaratarlos utilizando las picas; una vez roto el frente de los indios, entraron en ellos espada en mano. La mortandad fue enorme. Los supervivientes serían esclavizados. Su mayor lastre fue carecer de la flecha envenenada. Como asegura Pedro Mártir de Anglería, sus armas eran espadas de madera, palos chamuscados y lanzas, «mas no con saetas, pues la gente de los golfos occidentales no pelean con arcos», a diferencia de los indios del golfo de Urabá. Los españoles no parece que dispusieran de armas de fuego portátiles entonces (al menos no se citan en las crónicas). En cambio, sí las tenían en 1513. Tras descubrir el Mar del Sur (océano Pacífico), Núñez de Balboa derrotó a los hombres de Chiapes: la táctica consistió en dispararles primero y, seguidamente, soltar la jauría de perros de combate contra ellos. Luego, se les atacó «en escuadrón cerrado, y guardando las filas al principio; después sueltos alcanzan a muchos, matan a pocos y prenden al mayor número, pues se habían propuesto conducirse amigablemente y explorar aquellas tierras en paz» (Mártir de Anglería, 1989: 124, 128, 166-167). López de Gómara coincide en señalar la actitud clemente de Núñez de Balboa, quien buscaba «ganar crédito de piadoso». Los indios no aguantaron el empuje hispano, huyendo «de miedo de los perros, a lo que dijeron, y principalmente por el trueno, humo y olor de la pólvora, que les daba en las narices». Chiapes fue advertido de que se le haría guerra a sangre y fuego si no aceptaba la paz ofrecida y hubo de claudicar (López de Gómara, 1991: cap. LXII).
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