Para Nino siempre fui un obstáculo, por eso nunca me quiso a su lado cuando podría haber aprovechado mi experiencia y mis conocimientos. Me ha apartado deliberadamente, pero hay que saber esperar porque, cuando menos se piensa, a todos nos llega nuestro momento. La vida nos pone a cada uno en su sitio y Nino tiene muchas facturas pendientes.
***
El viejo se ha detenido en medio del bosque, la irritación que siente le ha llevado a mantener consigo un diálogo en voz alta. Al darse cuenta, se calla bruscamente y trata de calmarse. Eleva la vista hacia el cielo y contempla con el mismo placer de siempre la luz que se filtra entre las ramas de las hayas que forman un entramado semejante al plomado de las vidrieras de una catedral gótica. Irati le inspira un fervor y una paz que no encuentra en ninguna otra parte. Se pasa la mano huesuda por el cabello aún bastante tupido y totalmente blanco, en un gesto que suele repetir cuando quiere alejar algún mal pensamiento que lo contraría, como el hecho de constatar que no solo ha perdido fortaleza física, sino también buena parte de la influencia y el poder que ejerció sobre su entorno, sus negocios y las personas que de él dependían. Se siente como un árbol viejo que cualquier día puede abatir una tormenta.
Amaia se ha asomado al portón a esperar al señor. Siempre lo hace porque no le gusta que vaya solo al monte y respira aliviada cuando ve aparecer por el camino su figura alargada, que aún conserva las trazas del hombrón que fue hasta no hace muchos años. La muerte de la señora fue para él como un hachazo del que, sin embargo, se repuso pronto; peor fue lo de la hija. Desde entonces el señor anda más encorvado, se ha vuelto taciturno y se encierra durante horas en el despacho haciendo que se interesa por alguno de los asuntos que despacha cada día con Jon después de la siesta. Amaia observa su mirada ausente cuando le lleva el café a media tarde y se da cuenta de que está muy lejos, hasta el punto de que no se entera de que sin su permiso lleva un tiempo sirviéndole descafeinados, porque con tantas tazas como bebe a lo largo del día no quiere que la cafeína le haga daño ni le altere el sueño.
Ya en el portón, el anciano mira a Amaia con reproche.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
Es la pregunta de siempre y Amaia no se inmuta al escucharle ni tampoco se lo toma a mal. El señor es así, brusco, como todos los señores que ella ha conocido, porque hay cosas que nunca cambian y Amaia lleva tantos años en la casa que conoce mejor que nadie el humor y las rutinas diarias de los que la habitan. En Saldisetxea se madruga siempre. A las siete y media ya tiene preparado un desayuno que el anciano toma antes de salir al bosque. Cuando no llueve, Iluminado Arlaiz aprovecha y se interna en él hasta media mañana para regresar a casa a la hora de almorzar. Esta costumbre de andar la practica desde joven cuando vivía en Neguri. Allí era un vecino que todos conocían de verle realizar cada mañana el mismo recorrido desde su casa por todo Getxo, incluso hubo un tiempo en que por el puente colgante llegaba hasta Portugalete. De eso hace años porque ya le van fallando las fuerzas; lo que le extraña a Amaia es que todavía se pueda adentrar en Irati como lo hace, aunque cuando quiere acercarse hasta el lago Jon tiene que llevarlo y volver unas horas más tarde a recogerlo. El señor es arrogante y, cuando eso ocurre, se baja un kilómetro antes de llegar a Saldisetxea porque, aunque no lo dice, no le gusta que le vean regresar en coche como si ya no pudiera andar. Por las tardes habla del ganado y de las cuentas con Jon, antes de pasar a comentar la prensa económica que llega a media mañana al caserío. Después Amaia le sirve su último café del día y permanece encerrado en el despacho ensimismado en sus recuerdos hasta la hora de la cena. Amaia piensa que es una lástima que Ignacio Monreal ande tan delicado de salud, a pesar de ser bastante más joven que el señor. Siempre se entendieron bien y fue el primero que empezó a controlar el negocio del caserío, una responsabilidad que desde hace dos años ha recaído en su hijo Jon, el mediano de los tres que tuvo Ignacio y el único que, a juicio de Amaia, le ha salido bien.
Cómo ha cambiado todo en Saldisetxea donde desde hace más de un siglo viven los Saldise y los Monreal, los señores en el caserío y los pastores devenidos en administradores en una casa también dentro de la finca, en la que los abuelos de Ignacio y su familia ya vivían en el siglo XIX cuando el padre de la señora, Pedro Saldise, heredó el caserío. Los antiguos propietarios habían muerto sin descendencia y su sobrino Pedro era el pariente vivo más directo. Al principio tuvo que superar algún que otro conflicto que resolvió con habilidad, pues a diferencia de los antiguos dueños, que vivían en Pamplona y apenas pisaban la propiedad más que para recoger beneficios, el padre de la señora quiso tomar las riendas del caserío. Lo primero que hizo fue ponerle el nombre de Saldisetxea para que quedase claro quién era el amo, un gesto que los Monreal consideraron una amenaza a su futuro en aquellas tierras. Para aplacar las hostilidades, Pedro Saldise mandó restaurar la casa grande e hizo reparaciones en la más pequeña, que perdió su primigenio aspecto de choza; para terminar de contentarlos garantizó a la familia Monreal que seguirían siendo los encargados de cuidar la finca y los ganados. El bisabuelo Pedro también se ocupó de que Ignacio Monreal, que entonces era un niño seis años mayor que su nieta Rosa de los Ángeles, fuera a la escuela en Pamplona para hacer el bachillerato. Lo hizo con miras de futuro pues ya era un hombre mayor y sabía que a su hija y a su yerno, Iluminado, que tenía que atender su acería en Bilbao, les vendría bien alguien que controlase la actividad del caserío y llevase las cuentas. Iluminado apoyó la idea de su suegro, convencido de que necesitaba una persona de toda confianza para mantener una propiedad que un día sería suya y de su mujer y a la que durante muchos años solo pudieron acudir en los veranos y las grandes celebraciones familiares.
Cuando se hicieron mayores, la abuela Rosa tiró de su marido para pasar largas temporadas en el caserío. Ella veneraba el legado de su padre e Iluminado, que a pesar de su carácter endemoniado conocía muy bien a la gente, siempre respetó lo importante que era Saldisetxea para su mujer y convirtió en refugio ese rincón del Pirineo una vez que abandonó su actividad empresarial. En el pueblo se rumoreaba que le habían ido mal las cosas, pero ninguno de los que trabajaban en la casa tenía pruebas de que así fuera. Amaia y todos los que pasaron por el caserío recuerdan a doña Rosa Saldise como una anciana tímida y amable con el servicio y que, pese a su apariencia menuda, era la única que, sin decir una palabra más alta que otra, hacía recapacitar al señor cuando se equivocaba o soltaba alguna de sus impertinencias.
Fue ella quien le inculcó el amor por la tierra y la cultura conservacionista de sus habitantes y quien recondujo las desavenencias que se produjeron con Ignacio Monreal a la muerte de don Pedro, cuando Iluminado intentó convencerle de que era necesario aumentar el número de cabezas de ganado y crear una gran industria quesera. Con su mentalidad de industrial vasco pensaba que había margen para una mayor explotación cárnica del ganado, pero los pastores de la zona nunca consintieron que se les tratase como campesinos ambiciosos de propiedad. Para las gentes de esta zona, el monte y sus pastos siempre fueron comunales, por lo que, si alguien incrementaba desmesuradamente el número de cabezas, estaba atentando contra los derechos del vecino, y para hacer queso Idiazabal de la leche de las ovejas lachas les bastaba la producción casera o, si querían más, se agrupaban en una cooperativa. A regañadientes, y por la presión de su mujer, reacia a los cambios de costumbres y a cualquier tipo de enfrentamiento que afectase a su herencia, Iluminado aceptó que las cosas siguieran como estaban. Con el tiempo llegó a la conclusión de que se entendía mejor con los pastores de Navarra que con los obreros de su fábrica. De los primeros apreciaba su fidelidad, su amor a la tierra y su conformidad con lo que tenían, mientras no podía ocultar su desprecio por los obreros de la acería a quienes consideraba vagos y sin amor al trabajo bien hecho. «Esos solo se interesan por aumentar el salario», se le oía comentar con el padre Ignacio en sus largas sobremesas de verano.
Читать дальше