Todos los presentes aguantaron la respiración deseando que los rebeldes atendieran la llamada del diálogo, pero los violentos insistieron con más furia en su demanda.
—¿Dónde está el mentagión? ¡Entregádnoslo! Solo así os respetaremos la vida.
Cuando las mujeres se negaron, el cabecilla del tumulto lanzó un grito enardecido y se abalanzó con furia sobre la sacerdotisa mayor, espada en ristre, diciendo que el mentagión pertenecía al pueblo. La derribó de un golpe sin respetar su indefensión ni la autoridad que tenía en ese reino. Después atravesó el pecho de la mujer clavándole su acero en medio del clamor consternado de los habitantes del templo, que contemplaban impotentes la escena. A continuación, el asesino se volvió hacia los suyos y ordenó que buscaran el objeto más sagrado del templo y que matasen a todo el que quisiera impedirlo o se pusiera delante.
—¡Vámonos de aquí! Deprisa. Volvamos a la puerta —se dijeron alarmados los viajeros, mientras echaban a correr junto a la pared más alejada de los violentos, hacia la salida.
Al mismo tiempo se puso en marcha una matanza que hizo huir despavoridos a todos los pacíficos habitantes del lugar, perseguidos por hombres de ojos fanáticos que acuchillaban sin piedad a cuantos se ponían a su alcance.
El cabecilla de los atacantes se dirigió hacia el fondo del templo, hacia la sala de los objetos almacenados, esperando quizá encontrar allí lo que quería y entonces descubrió a Finisterre, pegada a la pared y en mitad de la fuga.
—¡TÚ! No puede ser… ¡Estás muerta! —exclamó atónito—. ¡Yo mismo arrojé tu cuerpo al mar desde el acantilado!
—Sería otra, no yo —respondió mecánicamente la pelirroja mirando al mismo tiempo y con desesperación hacia los lados en busca de una vía de escape que le librase de aquel bruto.
—¿Dónde tienes escondido el mentagión? —rugió el barbudo dando un paso amenazador hacia ella.
Sin embargo, antes de que la monitora pudiera decir nada, algunas mujeres del templo se interpusieron como escudo gritando:
—¡Huye, princesa!
Consciente del peligro en el que se encontraban, la pelirroja echó a correr de nuevo, llevando delante suya a Javier y a Nika. Corrían desesperados para salvar sus vidas. El suelo del templo estaba para entonces salpicado de cadáveres y regado con charcos de sangre. Tuvieron que saltar por encima de esos charcos, rodeando uno de los cadáveres, y sortear a otro de los atacantes mientras salían disparados hacia la puerta. Por suerte, los violentos estaban más interesados por atrapar a las mujeres de las túnicas que por perseguirles a ellos.
Afuera se oyeron gritos nuevos, alguien más acudía al templo con ruido de sables. Se escondieron tras una columna a tiempo de ver entrar un escuadrón de hombres armados. Con sus túnicas cortas, sus corazas y escudos redondos, recordaban a los hoplitas, los antiguos soldados de la Grecia clásica. Ya no miraron más. Salieron huyendo en cuanto quedó el hueco libre y se precipitaron escaleras abajo hacia la terraza ajardinada donde había quedado abierto el agujero de la «puerta» dimensional.
Mientras escapaban, Nika observó que una de las muchachas jóvenes del templo, la que tenía el cabello oscuro y había mirado a la monitora con insistencia, huía también y les hacía señas perentorias para que la siguieran. Pero en vez de hacerle caso, se marcharon corriendo.
—Ya sabía yo que te confundían con otra —dijo Nika a Finisterre mientras saltaban por las escaleras abajo.
El túnel permanecía en el mismo lugar donde lo habían dejado. Sin embargo, al intentar traspasarlo, chocaron contra un muro invisible.
—¡Las pulseras! Tenemos que usar las pulseras...
Con dedos nerviosos, accionaron los resortes de sus pulseras y la burbuja que cubría el agujero vibró. Nika fue la primera en traspasar el umbral, después lo hizo Javier y por último la monitora. Justo a tiempo, porque detrás suya llegaron dos tipos barbudos que se dieron de bruces contra la pared y quedaron tendidos en el suelo.
Esa fue la última imagen que vieron de los jardines colgantes de Sammuramat. A continuación, una cortina circular acuosa cubrió el interior del anillo y la luz que venía del paisaje se apagó, como si se cerrase de golpe la ventana de un camarote submarino.
Volvían a estar en el principio, bajo la bóveda de estrellas del Atrium.
Los tres se pararon a coger aliento, alucinados por lo que acababan de vivir. Se miraron entre sí con una mezcla de temor y alivio al comprobar que estaban bien. Solo entonces se dieron cuenta Nika y Javier de que aún llevaban en la mano los objetos que habían estado curioseando en la sala trasera del templo, aquel bolígrafo grueso tan curioso y la espada con el caballito de bronce en la empuñadura.
Se dejaron caer en el suelo sin fuerzas, apretando en las manos los objetos que llevaban, y durante un buen rato se quedaron contemplando atónitos la gran rueda metálica sin saber qué hacer o qué decir. Les envolvía una sensación de irrealidad y de miedo que no podían quitarse de encima, tras haber visto los muertos llenos de sangre y haber sido perseguidos por hombres furiosos armados con espadas. La presencia material de aquella rueda contribuía a aumentar más su confusión. Ya no sabían qué creer o adónde ir.
Pese a todo, aquella primera experiencia no hizo sino reforzar las ideas tan dispares que cada uno de los viajeros tenía respecto a su situación.
Para Nika fue la prueba, más que nunca, de que estaban atrapados en un parque de aventuras. No podía ser otra cosa. Alguien les había llevado allí para jugar a un juego peligroso hasta cierto punto, porque tenían las pulseras. Para volver a casa, solo tenían que encontrar la puerta de escape que, seguro, estaría escondida en uno de los símbolos de la rueda o bien camuflada en algún lugar de lo que ella llamaba la «Estación de las estrellas», quizá porque su espaciosidad vacía le recordaba vagamente a una estación de tren o un aeropuerto en horas bajas.
Por su parte, Javier se convenció aún más de que estaba soñando. No encontraba otra explicación para lo que ocurría, salvo que fuese una pesadilla en la que, por desgracia, también participaba la Bocazas. Ansiaba despertar pronto de aquel mal sueño.
En cuanto a Violeta, no sabía qué pensar, pero sí veía que aquello era muy real y también peligroso. Su intuición le decía que estaban presos y no en un parque temático para jugar a juegos de niños, precisamente. Dónde y por qué, era un misterio para ella. Que sus cadenas fueran invisibles y que la jaula estuviera adornada con barrotes de oro no la tranquilizaba, todo lo contrario. No obstante, se guardó para sí sus preocupaciones y de cara a los chicos intentó parecer animosa. Apoyó a Mónica en su teoría, más que nada porque daba la posibilidad de buscar —y encontrar— alguna vía de escape. Debía de haber una salida, un modo de regresar a casa, en eso estaba de acuerdo.
Así que, en las dos horas siguientes, optaron por recorrer el espacio diáfano de la «Estación de las estrellas» hasta donde pudieron alcanzar, buscando una puerta o trampilla, cualquier cosa que no fuese aquella rara e inquietante máquina.
Mientras tanto, la arena dorada del reloj seguía cayendo grano a grano.
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