—¡Esta es la «Puerta de los Mundos»! —dijo la desconocida al tiempo que señalaba el aro.
Los tres se quedaron contemplándolo con la boca abierta, incapaces de reaccionar.
La misteriosa dama, entretanto, siguió dando sus explicaciones en un tono didáctico y afable pero impersonal.
—Cada uno de esos símbolos de la rueda representa un mundo que podéis visitar. Al seleccionar un símbolo, abriréis el portal que conduce hacia esos mundos. Cada puerta que crucéis os conducirá hacia un lugar diferente del primer universo estelar.
Podrían hacer girar la rueda y pararla para seleccionar un símbolo, a voluntad. De ellos dependía la elección de su destino. Y cuando se completara el viaje, volverían al principio, dijo.
Hablaba de «destinos», lugares y mundos como si estuviera presentando una ruta turística. También explicó que ellos podían pasar todo el tiempo que quisieran dentro de cada uno de esos mundos, recorrerlo a voluntad y partir de él en el momento en que lo desearan… aunque era preciso visitarlo durante un tiempo mínimo que no llegó a precisar.
Enseguida comprendieron que la bola del atril era el mando a distancia que servía para manejar la máquina. Nika y Javier se acercaron a pesar de todo a meter la nariz para estudiar su mecanismo, que parecía sencillo y bastante intuitivo. En el fondo, les dominaba la curiosidad.
Violeta, en cambio, contemplaba hipnotizada la rueda llena de símbolos, con un miedo y una sensación de irrealidad crecientes que no la dejaban respirar. No paraba de pensar en todas esas historias y reportajes chungos que había leído alguna vez en los noticieros, sobre ovnis y abducciones de personas por parte de seres extraterrestres, y se le ponían los pelos de punta al recordarlos. Habría querido huir, escapar de allí corriendo, pero para ir… ¿¡adónde!? Intentó inspirar hondo y centrarse; lo fundamental era centrarse y averiguar dónde estaban.
A una nueva presión de la azafata en el atril, la enorme rueda metálica había comenzado a girar en la dirección opuesta a las agujas del reloj. Muy despacio. Cuando el siguiente símbolo llegó a la posición vertical de las doce, las líneas de su icono se dibujaron con luz de láser. La rueda se detuvo con el triángulo superior señalando ese símbolo y todos los triángulos se iluminaron de azul fosforescente. El interior del aro se convirtió de nuevo en una gran ventana al otro lado de la cual se veía, a tamaño natural, un lugar distinto, un jardín de ensueño con paseos y parterres llenos de flores donde reposaban aves exóticas de plumas arcoíris y colas de pavo real. Había también bancos tallados en piedra rosa a la sombra de árboles exquisitos, cuyas ramas plumosas se mecían con la brisa; miradores con balaustradas blancas y pérgolas elegantes cubiertas de enredaderas en flor. Traspasando la ventana, llegaban sonidos reales de pájaros. Y al fondo se extendía un horizonte azul turquesa que parecía ser el mar, con la luz resplandeciente de un sol mañanero realzando la belleza del conjunto.
—Eso tiene que ser un vídeo, o una película en 3D… —opinó Nika.
Javier y Nika dieron dos vueltas alrededor de la rueda. Querían cerciorarse de que se mostraba la misma imagen en movimiento a los dos lados de la pantalla y que no había nada detrás.
—Ya sé… ¡Estamos en un «escape room»! Tiene que ser eso, seguro —afirmó Nika al fin con convencimiento—. Todo esto no es más que un juego...
Tanto los chicos como la monitora sabían perfectamente qué era una sala de escape. En los últimos años se habían puesto de moda esos juegos de escapismo, que consistían en encerrar a un grupo de jugadores en una habitación o laberinto donde debían resolver juntos una serie de retos y enigmas. Había que ir desentrañando una historia para poder alcanzar la puerta de salida. Los jugadores tenían que conseguir las claves en un plazo de tiempo fijado. Esas salas de escape, inofensivas y sin ningún peligro, habían ido incorporando equipos digitales e instalaciones cada vez más sofisticadas, incluso gafas de realidad virtual, para hacer que la aventura pareciese más verídica. Este escenario, desde luego, era lo más perfecto que habían visto nunca, con unos efectos muy bien logrados. Como un plató de cine, pero a lo bestia.
La impresión de que estaban en un salón de juego se acentuó cuando la azafata comenzó a enumerar las reglas que deberían cumplir dentro de lo que ella denominaba «Nunrat».
El Atrium, dijo, era una estación de paso. No podrían permanecer en él indefinidamente, solo el tiempo necesario para preparar un nuevo salto al espacio. Podrían transportar objetos de un mundo a otro, a través de la rueda, pero solo objetos materiales inertes, ningún ser vivo.
No podrían seleccionar el mismo icono y visitar un mismo lugar dos veces seguidas, porque eso distorsionaría la realidad de esos mundos, repitió. Tendrían que alternar, como mínimo, dos saltos diferentes.
Y una vez dentro de los mundos, ellos se moverían como otro habitante más.
La dama alzó la mano para señalar algo. Entonces descubrieron suspendido en el aire un gigantesco reloj de arena. Los granos debían ser de oro puro, a juzgar por su brillo metalizado, e iban cayendo de una copa transparente a otra opuesta, deslizándose por un delgado y retorcido alambique. En el momento en que terminara de caer el último grano, la puerta del anillo se abriría de forma automática, si es que los viajeros no la habían abierto antes, y ellos atravesarían inevitablemente la pantalla.
El tiempo en que terminaban de pasar todos los granos brillantes era de unas dos horas terrestres, según comprobarían más tarde. Así pues, solo podrían permanecer un máximo de dos horas bajo la bóveda.
—Mi consejo es que elijáis un mundo que queráis visitar y, antes de terminar el plazo, seleccionéis su icono —dijo la dama—. De lo contrario, podríais caer en un lugar indeseado. Para atravesar la puerta lo único que debéis hacer es acercaros al anillo, alargar la mano y tocar la superficie. Entonces la puerta interestelar se abrirá y podréis pasar al otro lado.
—¿Al otro lado? Es broma, ¿verdad? No podemos meternos en una película —objetó Nika.
Pero la azafata insistió en que el aro era una puerta y que estaban viendo una imagen real. Cuando atravesaran ese portal «interdimensional», entrarían en ese jardín y podrían moverse por él libremente como si fuera su casa.
—¡Pero cuidado! —advirtió—. Hay lugares peligrosos donde una vida no vale nada… Por ello, deberéis usar estas pulseras en vuestro viaje; son el pasaporte que os permitirá entrar y salir a voluntad de cada mundo y regresar a esta plataforma espacial, donde estaréis a salvo.
En su mano abierta, les mostró tres pulseras de color platino con una pequeña pantalla digital incrustada. Les recordaron a esas pulseras electrónicas «inteligentes» que medían la actividad deportiva. Se las pusieron de forma mecánica siguiendo sus instrucciones, pero al cerrarlas sobre su muñeca el mecanismo de apertura y cierre desapareció como si lo soldaran. La pulsera se había convertido en una argolla. Ahora ya nadie podría quitárselas, dijo la dama. «Tampoco nosotros podemos quitárnoslo» pensó la monitora con un desasosiego creciente. Pese a la sonrisa de la azafata, tenía la sensación de estar prisionera y esa impresión se acentuaba más por momentos.
Al cerrarse la pulsera, su diminuta pantalla digital se encendió y aparecieron tres grupos de rayas rojas en posiciones triangulares, que giraban sobre sí mismas. Al entrar en cada uno de los mundos, las pulseras se activarían y, pasado un plazo, cambiarían de rojo a verde, también marcarían el tiempo transcurrido en cada viaje. Cuando quisieran abandonar un lugar, bastaría con apretar un resorte y las pulseras les devolverían al lugar de origen donde estaba la puerta, es decir, donde se encontraban ahora.
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