Tucídides - Historia de la Guerra del Peloponeso

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Historia de la Guerra del Peloponeso es un relato de la guerra homónima, que tuvo lugar en la Antigua Grecia y que enfrentó a la Liga del Peloponeso (liderada por Esparta) y la Liga de Delos (liderada por Atenas). La obra fue escrita por Tucídides, un general ateniense que sirvió en la guerra. La obra es considerada un clásico, además de que se trata de uno de los primeros libros de historia que se conocen. Fue dividida en ocho libros por los editores posteriores de la Antigüedad.

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»Toda la tierra es sepultura de los hombres famosos y señalados, cuya memoria no solamente se conserva por los epitafios y letreros de sus sepulcros, sino por la fama que sale y se divulga en gentes y naciones extrañas que consideran y revuelven en su entendimiento, mucho más la grandeza y magnanimidad de su corazón, que el caso y fortuna que les deparó su suerte. Estos varones os ponemos delante de los ojos, dignos ciertamente de ser imitados por vosotros, para que conociendo que la libertad es felicidad y la felicidad libertad, no rehuyáis los trabajos y peligros de la guerra; y para que no penséis que los ruines y cobardes que no tienen esperanza de bien ninguno, son más cuerdos en guardar su vida que aquellos que por ser de mejor condición la aventuran y ponen a todo riesgo. Porque a un hombre sabio y prudente más le pesa y más vergüenza tiene de la cobardía que de la muerte, la cual no siente por su proeza y valentía y por la esperanza de la gloria y honra pública.

»Por tanto, los que aquí estáis presentes, padres de estos difuntos, consolaos de su muerte y no llorarla, porque sabiendo las desventuras y peligros a que están sujetos los niños mientras se crían, tendréis por bien afortunados aquellos que alcanzaron muerte honrosa como ahora estos, y vuestro lloro y lágrimas por dichosas. Sé muy bien cuán difícil es persuadiros de que no sintáis tristeza y pesar todas las veces que os acordéis de ellos, viendo en prosperidad a aquellos con quienes algunas veces os habréis alegrado en semejante caso, y cuando penséis que fueron privados no solo de la esperanza de bienes futuros sino también de los que gozaron largo tiempo. Empero conviene sufrirlo pacientemente, y consolaros con la esperanza de engendrar otros hijos, los que estáis en edad para ello, porque a muchos los hijos que tengan en adelante les harán olvidar el duelo por los que ahora han muerto, y servirán a la república de dos maneras: una no dejándola desconsolada, y la otra inspirándole seguridad, pues los que ponen sus hijos a peligros por el bien de la república, como lo han hecho los que perdieron los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen.

»Aquellos de vosotros que pasáis de edad para engendrar hijos, tendréis de ventaja a los otros, que habéis vivido la mayor parte de la vida en prosperidad, y que lo restante de ella, que no puede ser mucho, lo pasaréis con más alivio acordándoos de la gloria y honra que estos alcanzaron, pues solo la codicia de la honra nunca envejece y algunos dicen que no hay cosa que tanto deseen los hombres en su vejez como ser honrados.

»Y vosotros, los hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo, porque no hay hombre que no alabe de palabra la virtud y esfuerzo de los que murieron, de suerte, que vosotros los que quedáis, por grande que sea vuestro valor, os tendrán cuando más por iguales a ellos, y casi siempre os juzgarán inferiores, porque entre los vivos hay siempre envidia, pero todos elogian la virtud y el esfuerzo del que muere. También me conviene hacer mención de la virtud de las mujeres que al presente quedan viudas, y concluiré en este caso con una breve amonestación, y es que debéis tener por gran gloria no ser más flacas, ni para menos de lo que requiere vuestro natural y condición mujeril, pues no es pequeña vuestra honra delante de los hombres, cuando nada tienen que vituperar en vosotras.

»He relatado en esta oración, que me fue mandada decir, según ley y costumbre, todo lo que me pareció ser útil y provechoso; y lo que corresponde a estos que aquí yacen, más honrados por sus obras que por mis palabras, cuyos hijos si son menores, criará la ciudad hasta que lleguen a la juventud. La patria concede coronas para los muertos, y para todos los que sirvieren bien a la república como galardón de sus trabajos, porque doquier que hay premios grandes para la virtud y esfuerzo, allí se hallan los hombres buenos y esforzados. Ahora, pues, que todos habéis llorado como convenía a vuestros parientes, hijos y deudos, volved a vuestras casas.»

De esta manera fueron celebradas las honras y exequias de los muertos aquel invierno, que fue al fin del primer año de la guerra.

VIII

Índice

Epidemia ocurrida en la ciudad y campo de Atenas en el verano siguiente. — Nuevos aprestos belicosos y desesperación de los atenienses.

Al comienzo del verano siguiente43 los peloponesios y sus aliados entraron otra vez en territorio del Ática por dos partes como hicieron antes, llevando por capitán a Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios; y habiendo establecido su campo, robaban y talaban la tierra. Pocos días después sobrevino a los atenienses una epidemia muy grande, que primero sufrieron la ciudad de Lemnos y otros muchos lugares. Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones, ni otros medios, de que usaban, porque en efecto valían muy poco; y vencidos del mal, se dejaban morir. Comenzó esta epidemia (según dicen) primero en tierras de Etiopía, que están en lo alto de Egipto: y después descendió a Egipto y a Libia; se extendió largamente por las tierras y señoríos del rey de Persia; y de allí entró en la ciudad de Atenas, y comenzó en el Pireo, por lo cual los del Pireo sospecharon al principio que los peloponesios habían emponzoñado sus pozos, porque entonces no tenían fuentes. Poco después invadió la ciudad alta, y de allí se esparció por todas partes, muriendo muchos más.

Quiero hablar aquí de ella para que el médico que sabe de medicina, y el que no sabe nada de ella, declare si es posible entender de dónde vino este mal y qué causas puede haber bastantes para hacer de pronto tan gran mudanza. Por mi parte diré cómo vino; de modo que cualquiera que leyere lo que yo escribo, si de nuevo volviese, esté avisado, y no pretenda ignorancia. Hablo como quien lo sabe bien, pues yo mismo fui atacado de este mal, y vi los que lo tenían. Aquel año fue libre y exento de todos los otros males y enfermedades, y si algunos eran atacados de otra enfermedad, pronto se convertía en esta. Los que estaban sanos, veíanse súbitamente heridos sin causa alguna precedente que se pudiese conocer. Primero sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía, y descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo: y cuando la materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito de cólera, que los médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un dolor vehemente lanzaban por la boca humores hediondos y amargos; seguía en algunos un sollozo vano, produciéndoles un pasmo que se les pasaba pronto a unos, y a otros les duraba más. El cuerpo por fuera no estaba muy caliente ni amarillo, y la piel poníase como rubia y cárdena, llena de pústulas pequeñas: por dentro sentían tan gran calor, que no podían sufrir un lienzo encima de la carne, estando desnudos y descubiertos. El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera que muchos que no tenían guardas, se lanzaban dentro de los pozos, forzados por el calor y la sed, aunque tanto les aprovechaba beber mucho como poco. Sin reposo en sus miembros, no podían dormir, y aunque el mal se agravase: no enflaquecía mucho el cuerpo, antes resistían a la dolencia, más que se puede pensar. Algunos morían de aquel gran calor, que les abrasaba las entrañas a los siete días, y otros dentro de los nueve conservaban alguna fuerza y vigor. Si pasaban de este término, descendía el mal al vientre, causándoles flujo con dolor continuo, muriendo muchos de extenuación.

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