Raúl Palacios Rodríguez - Construcción política de la nación peruana

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¿Qué cambió y qué pervivió en el Perú después de la ruptura de la Metrópoli hispana? ¿Cuál fue, entonces, su entorno geográfico y cuáles sus vicisitudes internacionales? ¿Qué hitos relevantes pueden señalarse del incipiente quehacer político? ¿De qué manera se expresaron las opciones ideológicas de la élite pensante criolla? ¿Cuál fue el desempeño de las corrientes libertadoras tanto del sur como del norte? ¿Quiénes fueron los más destacados colaboradores nacionales de San Martín y Bolívar? ¿Qué rol desempeñaron los montoneros en la gesta emancipadora? ¿Qué caracterizó a las campañas militares de Junín y Ayacucho? ¿Cuál fue la posición de las grandes potencias mundiales frente a la lucha independentista?
Estas y otras interrogantes guían el desarrollo temático del presente texto, con el fin de que el lector logre una visión resumida del estado en que quedó nuestro país después de las azarosas y prolongadas campañas militares que tanto lo agobiaron, así como de las terribles contingencias (de origen interno y externo) que prosiguieron a la indicada ruptura. Fueron apenas cinco años (1821-1826) en los cuales, junto con el afán decidido y perentorio de echar las bases de la naciente república, se vivieron, asimismo, instantes de verdadera incertidumbre tanto en el ámbito económico como en el político, ideológico, social, militar e internacional. Este es, en definitiva, el mensaje que se quiere destacar como parte sustantiva de aquella singular experiencia histórica que entonces vivió el Perú.

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Cuando desapareció la preciada publicación, en 1794, el movimiento periodístico colonial no solo se circunscribió de nuevo a las eventuales Gacetas , sino que también enmudecieron los nacientes intereses nacionalistas. Todos esos planes económicos y proyectos reformistas inspirados en el comercio libre fueron reemplazados por una escueta lista de entradas y salidas de navíos sin mayor trascendencia histórica. Así, pues, quedaba atrás un formidable capítulo de reflexión académica en torno al Perú, para dar paso a la fría nómina del movimiento marítimo cotidiano por nuestro principal puerto (Dunbar Temple, 1942, s/p).

Con el advenimiento del siglo XIX y, principalmente, durante los dos primeros decenios, tuvo lugar en Lima y en otros puntos de nuestro territorio el tercer suceso histórico de singular proyección y que amerita una reseña; nos referimos a las recurrentes y secretas conspiraciones limeñas y a las abiertas insurrecciones que en provincias agitaron el ambiente político y despertaron la inquietud y el celo de la autoridad virreinal. Efectivamente, en la misma sede del omnipotente poder real (Lima), las conspiraciones se sucedieron de modo constante desde los primeros años de la indicada centuria, aún antes de que se hubiese proclamado la independencia en otros países sudamericanos y que concluyeron con la entrada pacífica del Ejército Libertador en la capital a mediados de julio de 1821.

En este contexto, sobresalieron tres instituciones en cuyo seno germinaron las ideas liberales que, con decisión y firmeza, sustentaron e impulsaron las indicadas confabulaciones: la Escuela de Medicina de San Fernando, presidida por el probo galeno y hombre de ciencia Hipólito Unanue; el Oratorio de San Felipe Neri, de acrisolada y reconocida actividad proselitista con fines patrióticos; y el afamado Convictorio Carolino dirigido desde 1785 hasta 1817 (durante más de tres décadas) por el ilustre e infatigable clérigo Toribio Rodríguez de Mendoza. Sobre el quehacer conspirativo de este último centro, es conocida la frase airada del virrey José Fernando de Abascal cuando dijo que allí “hasta los ladrillos conspiraban”. De sus claustros egresaron Sánchez Carrión, Pedemonte, Muñoz, Cuéllar, Ferreyros, Mariátegui y León: todos —como dice el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna (1860)— eran patriotas, todos republicanos y todos hijos del Perú. En los tres casos, en las aulas de estas acreditadas entidades educativas, los alumnos bebieron de los principios liberales de sus igualmente prestigiosos maestros.

Un caso singular (fuera de Lima), por la trascendencia del personaje que lo dirigió, fue el Seminario Conciliar de San Jerónimo de Arequipa, regentado por el severo y talentoso obispo de la localidad Pedro José Chaves de la Rosa. Natural de Chiclana de la Frontera (Cádiz-España), el preclaro religioso tuvo en sus manos el báculo de la ciudad mistiana durante dieciséis años (1789-1805) y, amparado en sus fueros y en el alto respeto de su nombre,

acometió la difícil y osada empresa, no de reformar lo creado, sino de crear lo que no existía, lo que estaba vedado, lo que era casi un crimen ante la época y una rebelión ante la ley. Todo lo cambió: doctrina, estudios, personal, sistema, hábitos, etc. La reforma era no solo evangélica, era política, era social y, si se atiende al momento, era eminentemente revolucionaria. El derecho, la filosofía y las ciencias, se abrieron paso con él. (Vicuña Mackenna, 1860, p. 58)

Por su parte, el inglés Clemente Markham (1895) agrega:

Los discípulos del eminente obispo español, llegaron a ser los más ardientes defensores de las reformas emprendidas. Los más queridos y reputados entre éstos fueron: Francisco Xavier de Luna Pizarro, prócer de la Independencia y después arzobispo de Lima, y Francisco de Paula González Vigil, la gran lumbrera del Perú. Es incalculable la gran influencia que ejercieron estos y otros de los discípulos del renombrado vicario, sobre las futuras generaciones. (p. 154)

Chaves de la Rosa retornó a España en 1809. Degradado por el déspota e insensato Fernando VII, murió en la miseria en su villa natal el 26 de octubre de 1819, a los 79 años de edad.

Simultáneamente al activo y fructífero rol que desempeñaron estas corporaciones educativas, hay que resaltar la acción personal que muchos peruanos, pertenecientes a diversos estratos sociales (nobles, sectores medios y gente del pueblo), actuaron como decididos agentes, propulsores, cabecillas o partícipes de las conspiraciones capitalinas. La nobleza limeña —al decir del citado Vicuña Mackenna (1860) — “la más rancia, la más mimada, la más inerte de los dominios españoles, sin exceptuar a la de Madrid, a la que en número y en pretensiones era apenas inferior”, se hizo presente en este colectivo afán conspirativo a través de algunos de sus miembros. En primera línea, entre otros, sobresale la figura cumbre de José Mariano de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Aulestia y conde de Pruvonena, “el director de todas las conspiraciones en celdas y salones, el maniobrador eterno e inasible como su sombra”, al decir de Raúl Porras (1953, pp. 33-34). A su lado, aparece el desempeño sobresaliente de José Matías Vásquez de Acuña, el ardiente e inquieto conde de la Vega del Ren, así como del conde de San Juan de Lurigancho y del marqués de Villafuerte. Asimismo, es notable el trajinar del ilustre limeño José Bernardo de Tagle y Portocarrero, marqués de Torre Tagle. No menos trascendente fue la labor de José Félix Berindoaga, conde de San Donás y barón de Urpín (de trágico e injusto final en la época bolivariana). Algunas señoras nobles también fueron participes de estos afanes, como fue el caso de la condesa de Gisla y de la aristócrata Pepita Ferreyros; ambas de reconocida trayectoria patriótica.

Al lado de estos personajes ligados a la añeja nobleza colonial hay que rescatar la participación de algunos criollos de gran valía como, por ejemplo, el citado Hipólito Unanue, cosmógrafo y médico principal de la ciudad; José Gregorio Paredes, preclaro médico y profesor de matemáticas; José Pezet, editor de la difundida Gaceta de Lima ; Eduardo Carrasco, marino, cosmógrafo y eximio profesor de matemáticas; José Gavino Chacaltana, patriota iqueño e insigne médico; Juan Pardo de Zela, procurador (arrestado y condenado a diez años de cárcel); Mateo Silva, joven y prestigioso abogado (arrestado y enviado a los presidios de Valdivia en Chile).

A pesar de la tiranía extrema y de la rigurosa vigilancia de la autoridad virreinal —dice el citado historiador Markham (1895)— “los conspiradores limeños se reunían en diferentes lugares: primero en el Caballo Blanco , frente a la iglesia de San Agustín, después donde Bartolo o en el Café del Comercio en la calle de Bodegones” (p. 155). En estos puntos, se examinaban y se discutían asuntos de variada naturaleza e importancia, tales como los destinos de la América meridional, los derechos de los colonos, la forma de gobierno que mejor convenía, las noticias que circulaban sobre las insurrecciones en los distintos lugares del subcontinente, los mecanismos para facilitar el arribo de las expediciones libertadoras del sur, etcétera. A menudo, también, las reuniones secretas se llevaban a cabo en las residencias de los propios complotados (unas veces en la casa de Riva Agüero y, otras, en la del conde de la Vega del Ren, en la de la mencionada condesa de Gisla o en la de la patriota guayaquileña Rosa Campusano). Asimismo, las reuniones se efectuaban en habitaciones alquiladas expresamente en los suburbios de la ciudad.

En cuanto a los levantamientos que entonces se sucedieron en distintas partes del territorio, una nómina provisional e incompleta nos muestra el siguiente cuadro. En primer término, destaca el referido movimiento encabezado por José Gabriel Condorcanqui, el último que ostentó el título de Inca y mandado a descuartizar, atado a cuatro caballos en la plaza del Cusco por el visitador José Antonio de Areche, después de haber paseado el suntur páucar de sus antepasados por la meseta del Collao y los alrededores; la sublevación liderada por Felipe Velasco, caudillo de los indios de Huarochirí, arrastrado hasta el patíbulo de la plaza de Lima, a la cola de una mula de alabarda; el intento heroico de José Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde, que rindieron sus vidas en los albores de una conspiración; el anhelo sin par del limeño Francisco Antonio de Zela que, en Tacna, empuñó las armas para lograr la liberación, siendo derrotado y conducido entre cadenas al lejano y malsano presidio de Chagres (Panamá); el tesón revolucionario del huanuqueño Juan José Crespo y Castillo que, tomado prisionero, fue fusilado en 1812 gritando ¡Viva la libertad!; el afán de Enrique Paillardelli, que, junto con su hermano Juan Francisco, promovió la segunda insurrección de Tacna (1813) en favor de la Independencia; los afanes revolucionarios de los hermanos Angulo (José, Vicente, Mariano y Juan), víctimas de la dureza despótica del virrey Abascal; el plan de Mateo García Pumacahua, cacique indio y brigadier español que murió por la causa de la libertad; la entrega del epónimo arequipeño Mariano Melgar, el más joven e infortunado de todos, que cayó en Umachiri con el nombre de su amada en los labios y con el cráneo perforado por las balas realistas; los intentos del tacneño José Gómez, del moqueguano Nicolás Alcázar, de los hermanos limeños Mateo y Remigio Silva, y del capitalino José Casimiro Espejo en Lima; y los mil héroes anónimos de las casamatas y de los presidios y de las cárceles de Checacupe, de Chacaltaya, de Huanta, de Huancayo y del puente de Ambo, cuyos defensores blanquearon con sus huesos las pampas de Ayancocha. “¡Cuántas amarguras —dice Raúl Porras—, cuántas zozobras, cuántas rebeldías y cuántos callados heroísmos se expresaron en esos gloriosos e inciertos días!” (Izcue, 1906, p. 23; Porras, 1953, pp. 33-34).

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