Las fuerzas “auxiliares” que envió y luego trajo Bolívar (unidos a peruanos, chilenos y argentinos, rezagos del ejército sanmartiniano) no recuperaron la gran porción territorial del Perú controlada por los realistas sino hasta después de la batalla de Ayacucho (9 de diciembre de 1824). En este sentido, el período histórico llamado Independencia no es propiamente la República , aunque José de la Riva Agüero (el conde de Pruvonena) y José Bernardo de Tagle (el marqués de Torre Tagle), fueran nombrados presidentes de manera sui generis por el primer Congreso Constituyente de 1823. Forzando aún más el análisis, puede sostenerse que ni siquiera en 1824 (cuando el general Juan Pío Tristán y Moscoso, último virrey, acató la Capitulación) la fase republicana se había iniciado formalmente. Lo que había concluido era el período colonial hispano, pero aún no existía república, ni gobiernos peruanos libres de la presencia de los ejércitos foráneos (Durand, 1998, t. V, pp. 113 y 115). Dicho en otras palabras, el período de la independencia es la colonia que está derrumbándose y, al mismo tiempo, es la república que se anuncia pero que todavía no existe como tal. Desde esta óptica, resulta lógica la opción de Basadre de iniciar la etapa republicana en fecha posterior a 1826, es decir, a la salida precisamente de todas las fuerzas extranjeras del suelo patrio. Solo a partir de la elección del general José de La Mar como presidente de la República en junio de 1827, puede afirmarse que el Perú iniciaba el lento proceso de institucionalización de su aparato estatal en forma soberana. Recién, entonces, puede decirse con propiedad que empezaba la República, aunque esto se efectuara sobre escombros e incertidumbres, como veremos más adelante.
El segundo asunto que, igualmente, merece una breve alusión tiene que ver con la naturaleza y el sentido de la gesta emancipadora en sí. Al respecto, los aportes o planteamientos teóricos se hallan, en cada caso, sujetos a una revisión de carácter histórico. Por ejemplo, la versión de una independencia “impuesta” o “concedida” no parece tener el asidero histó-rico suficiente como para respaldar y justificar su enunciado. Al contrario, la argumentación histórica reconoce y pondera el antiguo deseo y el ferviente esfuerzo de los peruanos, en mayor o menor medida, por lograr la definitiva ruptura política con la metrópoli hispana. En este sentido, es oportuno recordar que el virrey Pezuela, vencedor en los campos de Vilcapuquio y Ayohuma, el general que había derrotado a Belgrano y a Rondeau con ejércitos inferiores en número y armamento, no podía sentir temor ante la anunciada invasión de un ejército patriota de cuatro mil hombres. “Lo que preocupaba y angustiaba a Pezuela —dice Félix Denegri (1972)— era la fuerza expansiva del patriotismo peruano cada vez más decidido e impulsivo” (p. 295). Infortunadamente, la presencia del espléndido poder realista en nuestro suelo (reconocido entonces por propios y extraños) frustró esa vieja y colectiva aspiración nacional; realidad que no se dio en otras partes del continente sudamericano. Recordemos, además, que la capital limeña a lo largo del período colonial fue el eje preponderante e indiscutible del quehacer tanto administrativo como político y militar del extenso virreinato peruano. “Sede de los engorrosos manejos burocráticos y de la poderosa aristocracia mercantil colonial, Lima terminó siendo el último baluarte de las posiciones realistas en América”, nos dice Carlos Aguirre en su libro publicado en 1995 y que aquí citamos (p. 28).
Por otro lado, minimizar o menoscabar la participación de las clases populares (criollos, mestizos, mulatos, negros e indios) en el proceso independentista, resulta, asimismo, una interpretación sesgada que amerita un análisis más amplio e integral de verificación histórica. Obviamente, la participación de estos sectores en su conjunto no fue igual ni homogénea por causas de variada índole que han sido identificadas y explicadas por diversos historiadores con meridiana claridad. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que los tres primeros grupos (criollos, mestizos y mulatos) tuvieron una mayor y significativa intervención respecto a los dos últimos que, en algunos casos, fueron enrolados a la fuerza o con engaños.
De hecho, el ejército de San Martín hizo algunas tímidas llamadas a los grupos oprimidos, ofreciendo la manumisión de los negros esclavos de las haciendas costeñas, a cambio de su enrolamiento en las tropas, y declarando la abolición del tributo y del servicio personal de los indios. Por su lado, el ejército de Bolívar se vio obligado a recurrir a medidas propias del enganche para obtener de los pueblos los hombres que le eran necesarios. Estos fueron conducidos a los centros de operaciones bajo fuerte custodia para evitar su deserción. Pero, pese a esta vigilancia, los desertores fueron tan numerosos como los reclutas. (Bonilla, 1972, pp. 57-58)
Sobre estos dos últimos grupos, semejante actitud encontramos en las fuerzas realistas comandadas por Canterac, Valdez y el propio virrey La Serna en su afán de incorporarlos a sus tropas. El resultado fue el mismo: el ocultamiento o la deserción de los oprimidos. Excepción de todo lo dicho (principalmente en referencia a los indios) fue, sin duda alguna, la actuación de un sinnúmero de ellos en las famosas y decisivas guerrillas o montoneras de la Sierra Central (estudiadas exhaustiva y estupendamente por Raúl Rivera Serna, 1958), donde destacaron personajes como Ignacio Quispe Ninavilca, último descendiente de los caciques de Huarochirí y de notable influencia regional. Otro caso anterior fue el de Mateo García Pumacahua (1814), caudillo indígena y célebre e influyente cacique de Chinchero.
En cuanto a la afirmación de que en nuestro medio “no existió una clase que orientara y condujera la lucha con una clara conciencia del sentido del proceso emancipador” (Roel, 1980, t. VI, p. 214), se puede decir que —a la luz de las evidencias históricas de la época— resulta un enunciado que merece, asimismo, una revisión o análisis para determinar su grado de veracidad. Lo que resulta innegable es que en las postrimerías del siglo XVIII y en el tránsito de esta centuria a la siguiente, los testimonios mencionan las numerosas rebeliones y conspiraciones que hicieron estremecer diferentes regiones del Perú. En este sentido, un sinnúmero de convulsiones, revueltas, levantamientos y revoluciones (con afanes reformistas, separatistas o de protesta, unos u otros) se sucedieron en el territorio peruano desde 1780 hasta las proximidades del decenio de 1830. Puede hablarse, inclusive, de un permanente estado de guerra en ese casi medio siglo de vida interna. En efecto —dice Félix Denegri Luna (1976)— en esa media centuria se sucedieron, entre otras, las rebeliones de José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru II), la de su hermano Diego Cristóbal, la sublevación de Juan Santos Atahualpa, el levantamiento de Juan Crespo y Castillo, la insurgencia de Mateo García Pumacahua, las conspiraciones de los hermanos Vicente, José y Mariano Angulo Torres, y la insurrección de Francisco Antonio de Zela (Denegri, 1976, t. VI, vol. I, p. 31). En todas estas confrontaciones, hubo un líder o caudillo que, conscientemente, orientó las acciones de sus seguidores; que el resultado les fuera adverso, no es óbice para reconocer su decidido empeño y su firme propósito de reivindicación frente a la prepotencia y hegemonía del poder real. Semejante argumento puede formularse a favor de las sucesivas conspiraciones limeñas de Riva Agüero, Torre Tagle, Berindoaga (vizconde de San Donás), Vásquez de Acuña (conde de la Vega del Ren) y de muchos otros patriotas. Por lo demás, en algunos casos, las grandes revoluciones a escala mundial contaron con un líder o conductor y no precisamente con una “clase política” que le sirviera de soporte o sostén.
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