La trascendencia de la Ilustración, para nuestro país y las naciones hispanoamericanas, fue enorme. Por un lado, el impulso a los estudios de nuestra realidad geográfica (recursos) y, por otro, el acercamiento a la realidad social viviente (hombres), trajo como consecuencia la conciencia de lo nacional, base primordial de los movimientos revolucionarios de la Independencia. En nuestro caso, la difusión de sus ideas progresistas en el último tercio de la mencionada centuria dieciochesca, se transmitió, fundamentalmente, a través del renombrado Convictorio de San Carlos, de la flamante Sociedad Amantes del País y del célebre Mercurio Peruano (aparecido en 1791 y, al decir del citado Porras, “la más sabia de las publicaciones peruanas de todos los tiempos”); pero, también, mediante la acción personal y animada de los criollos ilustrados de la época, como José Baquíjano y Carrillo (ilustre limeño, hijo del primer conde de Vistaflorida), Hipólito Unanue y Pavón (afamado médico y científico ariqueño), Toribio Rodríguez de Mendoza (natural de Chachapoyas y preclaro e influyente mentor intelectual de la época), entre otros. ¿El común denominador? El conocimiento y la difusión concreta y exacta del Perú y su entorno histó-rico, geográfico, literario, artístico, económico, comercial e industrial. ¿El resultado? La afirmación del sentimiento patriótico que había de impulsar, en el futuro inmediato, la revolución liberadora. Son hombres —como dice Porras (1953)— que destierran la Escolástica y que embebidos en la lectura de la Enciclopedia, como el inquieto limeño Pablo de Olavide, desafían a la Inquisición, se escriben con Voltaire y fundan las logias liberadoras; el arequipeño Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que escribe para la patria distante, que nunca volvería a ver, la memorable Carta a los Españoles Americanos y que el precursor Francisco de Miranda “imprimió en volantes para prender con fuego peruano, en el erial venezolano de 1806, la chispa de la insurrección americana” (Porras, 1953, pp. 33-34).
Sobre la citada Sociedad Amantes del País y de su órgano de difusión el Mercurio Peruano, son útiles e interesantes las referencias históricas de R. J. Shafer en su libro publicado en 1958 que, incluso, corrige algunas apreciaciones anteriores. En su opinión, la indicada Sociedad no fue realmente una sociedad económica ni en su organización ni mucho menos en su función; actuaba como un dinámico grupo editorial para la mencionada publicación. Por lo tanto, la historia de esta entidad debe concebirse únicamente en relación y de manera inseparable al Mercurio Peruano. La Sociedad editó el Mercurio Peruano y no hizo virtualmente nada más. Sus estatutos recién fueron elaborados a principios de 1792, merced al aporte de José Baquíjano, Hipólito Unanue, Jacinto Calero y José María Egaña, presentándolos en el mes de marzo al virrey para su aprobación. El 19 de octubre, en espera de la aceptación real, fueron admitidos provisionalmente por la indicada autoridad virreinal. Declararon que la Sociedad había sido fundada para “ilustrar la historia, literatura y noticias públicas del Perú”. La primera sesión pública se llevó a cabo el 5 de enero del año siguiente, recibiendo un significativo subsidio del virrey. La aprobación real indujo a la entidad cambiar el nombre por el de Real Sociedad de Amantes del País. Sobre la membresía de la flamante institución, se especificó que de los treinta miembros académicos elegidos por pluralidad de votos, veintiuno debían ser limeños; además, los académicos se comprometían a dedicar sus esfuerzos a escribir para la indicada publicación. Asimismo, se estableció que la habilidad de escritor sería una condición sine qua non para ser miembro. Finalmente, se consideró una disposición para contar con miembros consultivos tanto honorarios como correspondientes (Shafer, 1958, pp. 157-158).
En cuanto al Mercurio Peruano, los aportes del indicado autor se complementan estupendamente con las reflexiones de Jorge Basadre (1958), Raúl Porras (1921) y Ella Dunbar Temple (1942). En efecto, una síntesis de los cuatro aportes nos permite señalar lo siguiente. En el Prospecto publicado en 1790 (cuya autoría corresponde a Jacinto Calero) se resalta, por un lado, la trascendencia de la imprenta para propagar los conocimientos en el mundo moderno, señalando sus efectos positivos en Inglaterra, España, Italia, Francia y Alemania; y, por otro, se hace hincapié en que el Perú necesita mayor difusión en términos de más noticias y de más datos sobre comercio, minería, arte, agricultura, pesca, manufactura, literatura, historia, botánica, mecánica, religión, y decoro público; también información sobre hechos ocurridos en el territorio. Los autores, utilizando seudónimos clásicos, se enfrascarán en la tarea de examinar y difundir esta diversidad de aspectos (Shafer, 1958, p. 159).
A pesar de lo anunciado —dice Basadre— en el Mercurio Peruano aparecido en 1791 acaso no haya una novedad temática; pero hay características singulares que lo hacen sobresalir. En primer lugar, por ejemplo, destaca la lucidez, la claridad y la exactitud de sus colaboradores, o sea, el racionalismo superando lo confuso, lo arbitrario y lo informe. Además, la fijación del interés concretamente en el Perú y no en América meridional, o en todo el Nuevo Mundo, se encuentra formulado desde un principio: “El principal objeto de este papel periódico es hacer más conocido el país que habitamos”, empieza diciendo el artículo inicial, titulado precisamente “ Idea General del Perú” . Ese conocimiento —concluye el citado autor— va a ser divulgado no como erudición muerta, ni a través de disertaciones abstrusas, sino mediante estudios exactos sobre la realidad general del Perú viviente (Basadre, 1958, pp. 98-100).
De este modo —afirma Raúl Porras— el Mercurio Peruano realizó una doble e histórica labor. Al proponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en todos los órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patriótico que había de impulsar la revolución liberadora. Constructores serenos del porvenir, pusieron sin jactancia, ante los ojos mismos del virrey incauto que los protegía, los cimientos de la Patria latente. Si no le bastara este mérito de su vidente dirección nacionalista, tiene la publicación sobreabundantes prestigios para merecer el primer puesto entre nuestras publicaciones de ayer y de hoy. Ninguna ha alcanzado más alto renombre científico ni esparcido mejor el nombre peruano. Sus noticias del Perú desconocido y fabuloso de la geografía y de la historia, sus profundas observaciones sociales, su estudio del medio, sus fecundas iniciativas, su constante anhelo de mejoramiento, tuvieron el poderoso atractivo de la originalidad. Un eco prolongado de admiración le saludó en América y Europa. Es sabido el homenaje de Humboldt que le puso, por propias manos, como un preciado regalo, en la Biblioteca Imperial de Berlín. Los nombres de los de la pléyade que lo escribió, encabezada por José Baquíjano y Carrillo, son ilustres por este y otros títulos: fray Diego Cisneros, el jeronimita liberal; el sabio Hipólito Unanue; Toribio Rodríguez de Mendoza, el reformador de la enseñanza; Ambrosio Cerdán, oidor eminente; el clérigo Tomás Méndez y Lachica, de eminencia reconocida; fray Cipriano Jerónimo Calatayud, cumbre de la oratoria; González, Romero, Millán de Aguirre, Pérez Calama (obispo de Quito), Egaña, Rossi, Calero, Guasque y Ruiz. Todos ellos, sobresalientes en sus respectivas materias. Sin embargo, la más sabia de las publicaciones peruanas se extinguió a los tres años (1794) por falta de suscriptores. En doce volúmenes en pergamino, la colección del Mercurio Peruano es hoy una inapreciable joya bibliográfica (Porras, 1921, s/p). Cabe señalar que, posteriormente y a iniciativa de Carlos Cueto Fernandini, la Biblioteca Nacional hizo una edición facsimilar (1964-1966) de los doce volúmenes, con uno adicional de índices preparado por Jean Pierre Clement (1979).
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