Por Víctor Vimos
Un poeta es también un disidente que llega, en ocasiones, a alejarse de sí mismo. La multiplicación de su voz, de su experiencia, en símbolos que pueblan lo que sobre el lenguaje edifica lo convierte, con la insistencia de los años, en un otro desconocido.
Carlos López Degregori (Lima, 1952) sabe que la fidelidad a esa disidencia también es una forma de poesía. Con once libros publicados, su voz es referencial en el panorama de la poesía peruana. En su generación, la del 70, preocupada por golpear el lenguaje contra el capitalismo (Hora Zero es la mejor expresión de ello), su trabajo aparece extraño, distanciado de la calle y el bullicio, concentrado en afinar una búsqueda interior en el territorio de la incertidumbre.
Invitado al Festival de la Lira, este año, López Degregori comparte con Cartón Piedra algunas reflexiones sobre su trabajo poético.
A pesar de que en tu poesía la presencia del yo es constante, el discurso no se convierte en una lista de quejas o de experiencias propias expuestas ante los lectores. ¿Cómo logras evadir la autorreferencialidad?
La presencia de un personaje atraviesa todos mis libros. Su nacimiento está marcado en mi segundo poemario, Las conversiones (1978-1981). Ahí, el poema «Y decidí remontarme al ruiseñor» muestra la voz de un hombre que a los 26 años se reconoce como poeta, como escritor. A partir del siguiente libro, este personaje va a adquirir una identidad, un nombre: el mío. Lo represento siempre con mis iniciales CLD, o como Carlos o Carlos Alberto, términos que aparecerán intermitentemente en todos mis libros.
Me he identificado con la poesía de Pessoa, casualmente, un poeta que juega con el conflicto entre el yo real y el yo ficcional. Y siento que en todo mi trabajo está planteada esa dialéctica.
Siempre he intentado evitar que mi poesía sea confesional. Hay en ella elementos de mi biografía, sí, pero tienen que ver sobre todo con una arqueología simbólica, con un sedimento simbólico que se ha ido formando a lo largo de mi existencia.
Yo no soy el personaje que aparece en mis libros, pero, contradictoriamente, ese personaje recoge, en ciertos momentos, algunos aspectos míos. Es un yo disociado, conflictuado, un yo que se fragmenta y encarna múltiples identidades y personalidades. Un yo que es otro, como quería Rimbaud.
Una poesía edificada sobre la multiplicidad de ese yo poco podría al intentar explicar la realidad. En cambio, ¿ podría aludirla, referirse a ella sin tener que nombrarla?
La poesía no explica, no da respuestas, no es explícita. Señala que hay algo que nos excede y descoloca, que está detrás de muchos de los elementos que conforman la realidad y en nuestro propio abismo personal. Escribir es abismarse, cruzar el umbral que lleva al otro lado de las cosas, incluso de la cotidianidad.
La poesía presiente que hay algo. El buen poema, el poema que me interesa, al menos, es aquel que señala simplemente que hay algo que no es tangible y que no logramos entender del todo.
Soy un convencido de que la poesía se opone al discurso racional que quiere tornar explícitas las causas y las consecuencias de algo. La poesía es fundamentalmente descolocación, ahí está su papel subversivo y revolucionario: disuelve nuestras certezas, nos deja sin ellas.
Mallarmé apuntaba que esa descolocación se logra en el dominio de dos instancias: las ideas y el cuidado de los estados del alma. ¿Relacionas esos dos polos en tu poesía?
A diferencia de Mallarmé, quien tenía un proyecto muy racional, a pesar de la irracionalidad del simbolismo, en mi poesía hay una especie de dictado, algo nebuloso que está dentro de mí y me impulsa a escribir, a encarnar ese algo en formas.
Quizá aquellos núcleos semánticos que atraviesan mi escritura tengan que ver con cierta conciencia del vacío, con una vivencia de la pérdida.
La mía, creo, es una poesía elegiaca, en cuanto su tema central es aquello que hemos perdido o que nunca podemos conseguir. Se trata de señalar, a través de símbolos, formas, escenas, imágenes, ese estado de carencia, de incompletitud.
«A qué sona rá una voz que nadie oyó durante años. / A nada sonará», los dos primeros versos de Las conversiones . ¿No es, para la voz del poeta, el silencio siempre una tentación, un límite?
Todo poema surge de la nada. Estamos en silencio, decimos algo y el poema se materializa en ese proceso. Torna a la realidad. En mi caso, el silencio siempre ha sido transitorio. No me ha sucedido como a Westphalen: después de dos libros deslumbrantes dejó de escribir, pues el silencio se apoderó de él; la encarnación de su poesía era no decir.
El silencio no solo es una tentación, sino una presencia que está aguardando. Cuando el poeta termina de escribir, regresa al silencio. La pregunta es entonces si volverá a escribir, si volverá a atravesar esa frontera.
En este mundo poblado de ruidos, de palabras insustanciales, de discursos manipuladores y sin sentido, es una opción el silencio. Pero la poesía debe enfrentarse a estos momentos. Quizá la mejor manera de enfrentarlos sea diciendo y no quedándose callado.
¿ Ese « decir », tratándose de la poesía, articula emociones, pero también razones? ¿Qué le aportan las ideas al poema?
Yo me afilio a la vertiente que se halla en el diálogo Ion , de Platón. Allí reflexiona sobre la inspiración y el origen de la voz poética, y concibe a la creación poética como un dictado, no como parte de una idea previa. En el proceso de la escritura, uno va esclareciendo aquello que quiere señalar, no decir ni explicar, sino aquello que de pronto quiere manifestarse.
Tengo una poética irracional, en el sentido que le ofrecía a este término Wallace Stevens. Irracional, en el sentido de establecer las relaciones entre los eventos y las cosas a partir de una razón otra. En esa línea me ubico. No en la falta de sentido. Cuando empiezo a escribir, no sé adónde va a ir el poema. Este elige y encuentra su propio camino. Indudablemente, en su semilla está toda la parte que tiene que ver con la forma, con la expresión. Y este sí es un proceso totalmente consciente. Conforme pasa el tiempo, uno domina sus recursos. Los poemas suponen una corrección permanente. No hay poema terminado: lo dejamos ir para pasar a otro, como sugería Valéry. La conciencia vigilante puede llevar adelante ese camino.
Concibo esas dos vertientes. El impulso impone lo que estás escribiendo. La forma es golpear el barro del lenguaje, manipular las palabras para lograr que de alguna manera expresen aquello que te perturba e impulsa a escribir.
¿Cuál es tu trabajo para mantenerte atento a ese dictado interior?
La presencia de la poesía no es permanente. Uno no puede proponerse escribir un poema. Hay periodos de sequedad. Sin embargo, lo único que puede hacer un poeta es ver. La poesía está relacionada con una manera de ver la realidad, presintiendo que hay algo más detrás de ella. Y leer. La poesía se va afinando con la lectura.
Esas han sido dos actividades constantes en mi formación. Observar la realidad y dejarme llevar por la imantación de la lectura. En algún momento ese dictado aparece.
Sobre ese dictado interno, sobre la inspiración, se ha estructurado una serie de publicaciones que ven en ella el único justificativo, descuidando la forma.
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