Alejandro Susti - Todo esto es mi país

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A mediados del siglo pasado, y a lo largo de aproximadamente dos décadas, Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) desarrolló una intensa y fructífera labor como escritor —fue dramaturgo, poeta, narrador, ensayista, antologador, entre otros quehaceres— y periodista cultural, en un medio que reclamaba urgentemente la presencia de una personalidad capaz de defender el papel del escritor, el artista y el intelectual en nuestra sociedad.
Así, Salazar Bondy asumió esa tarea con pasión y compromiso, y se desempeñó como crítico literario, de arte, teatro y cine, además de cronista de su ciudad y columnista político. Como sucede con la mayoría de nuestros autores, desde su muerte —acaecida hace ya más de cincuenta años— su vasta producción ha sido estudiada por la crítica solo parcialmente. No existía, a la fecha, una visión integradora de su obra que posibilitara establecer vínculos y contrastes, y que reconociera, de paso, su lugar en el panorama de la literatura peruana.
A pesar de no pretender abarcar la totalidad sugerida en la expresión, «Todo esto es mi país», el propósito de este libro es llenar ese vacío a través de un recorrido por algunos de los múltiples itinerarios que Salazar Bondy perfiló en su escritura.

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De modo parecido, los escritores y artistas realistas eran exploradores en el dominio del hecho y la experiencia, y se aventuraban en zonas hasta entonces intactas o solo parcialmente investigadas por sus predecesores, pues aunque la noción de un «estilo carente de estilo» pueda ser parte del mito que el siglo XIX creó de sí mismo, el papel que la efectiva investigación objetiva del mundo externo desempeñó en la creación del realismo no puede ignorarse. (p. 13)

En su lucha por apartarse de las convenciones heredadas del clasicismo, a lo largo del siglo XIX los pintores encuentran en la investigación empírica de la realidad un instrumento para “afrontar la realidad de nuevo, de desnudar conscientemente sus mentes y pinceles de todo conocimiento de segunda mano y fórmulas preconcebidas” (p. 17). Influido por el desarrollo del historicismo, el realismo expresa la convicción planteada, por ejemplo, por el pintor Gustave Courbet para quien

un arte es esencialmente concreto y solo puede consistir en la presentación de cosas reales y existentes (…) un lenguaje completamente físico, cuyas palabras constan de todos los objetos visibles; un objeto que sea abstracto, no visible, no existente, no se halla dentro del ámbito de la pintura. (Citado por Nochlin, 1991, pp. 19-20)

Por ello, el artista debía ser fiel a su época, al mundo del momento —idea expresada en la famosa sentencia “ il faut être de son temps ” 23— lo cual le exigía no solo una nueva capacidad de observación sino una nueva sensibilidad 24. Ello, a su vez, posibilitó el surgimiento de una serie de temas, actores sociales, experiencias y aspectos de la vida moderna (Nochlin, 1991):

se dirigieron a aquellos ámbitos nuevos o hasta entonces postergados de la experiencia moderna, como el destino de los trabajadores pobres, tanto rurales como urbanos, la vida diaria de las clases medias, la mujer moderna —y en especial la mujer caída—, el ferrocarril y la industria, y la ciudad moderna misma, con sus cafés, sus teatros, sus trabajadores, y paseantes, sus parques y bulevares y la vida que en ellos se llevaba. De todos estos temas de la vida del momento, ninguno fue considerado hasta tal punto epítome mismo de la experiencia moderna, o se trató con tanta concreción y perentoriedad por los artistas de mediados de siglo, no solo en Francia, sino también en Inglaterra y en todo el continente, como el tema del trabajo. (pp. 94-95)

La incorporación de estos temas estuvo, por otra parte, acompañada de profundas transformaciones en la percepción de categorías tales como el tiempo, el espacio e, incluso, el sujeto. Por otra parte, el ritmo de la vida moderna así como los efectos de la creciente especialización que demandaba la sociedad burguesa contribuyeron al surgimiento de una cultura del trabajo, así como una racionalización de los placeres, el ocio y el entretenimiento 25.

Como bien se sabe, en la literatura latinoamericana —en particular, en la novela— a raíz de la influencia de la novela europea del siglo XIX, el realismo se convirtió en el modo narrativo privilegiado de escritores de diversas latitudes en la representación de las nuevas realidades sociales. Ello, por ejemplo, puede comprobarse en el extenso corpus de la llamada “novela de la tierra” 26de las primeras décadas del siglo XX, fuertemente influida a su vez por el discurso antropológico que, desde los años veinte, había validado “al trabajador de campo como personaje narrador” y que puede entenderse en los términos planteados por Clifford Gertz:

La cultura se interpretaba como un conjunto de comportamientos, ceremonias y gestos característicos, susceptible de ser registrada y explicada por un observador capacitado (…) algunas vigorosas abstracciones teóricas prometían asistir a los etnógrafos académicos a “llegar al meollo” de una cultura con mayor rapidez (…) el nuevo etnógrafo tendía a centrarse temáticamente en instituciones particulares (…) En la postura retórica predominantemente sinecdóquica de la nueva etnografía, se daba por sentado que las partes eran microcosmos o analogías de un todo. Este escenario de primeros planos institucionales contra fondos culturales como retrato de un mundo coherente se prestó a convenciones literarias realistas . (Citado por Roberto González Echevarría, 1998, pp. 210-211; cursivas del autor)

Las “convenciones literarias realistas” anotadas por Geertz son las que privilegia Salazar Bondy —como ya se ha visto— en la representación artística o verbal del llamado “paisaje” o “paisanaje” en los términos planteados por Unamuno, ya sea rural o urbano, conceptos que él asocia, a su vez, con “lo indígena”. Dotado por el poder de la observación y la capacidad de interpretar las manifestaciones culturales —sean estas hábitos, modos de vida, prácticas, etcétera— y las relaciones sociales, el narrador asume la tarea de dar cuenta de las complejas realidades del mundo en que está inserto (“la existencia de su comunidad”). En tal sentido, el realismo —de acuerdo con la postura de Salazar Bondy— se concibe como un instrumento idóneo en la representación de la actualidad, así como el tratamiento de los nuevos actores sociales que surgen en el panorama de las cambiantes sociedades poscoloniales latinoamericanas; es decir, se vincula con las preocupaciones centrales del discurso crítico en torno a la construcción de la “identidad nacional” —rasgo observado en la discusión desarrollada en el Primer encuentro de narradores peruanos— . Esta operación, sin embargo, reviste un evidente anacronismo en la medida en que expresa una visión ahistórica según la cual se pretende aplicar un modelo de representación producto, a su vez, de condiciones presentes en ciertos países europeos a lo largo del siglo XIX y concebido con el fin de construir una imagen pictórica de la nación 27.

En un artículo de 1956, titulado “En busca de un realismo”, Salazar Bondy precisa su noción de lo que concibe como “arte realista” y distintos tipos de realismo:

Somos hombres situados ante un enigma previo a toda otra clase de enigmas, cuya exposición, tal vez, quepa en una interrogación: ¿dónde y cómo vivimos? Responder a esta elemental cuestión corresponde, en buena parte como misión social, a los artistas, y ellos no pueden cumplir tal compromiso sino trasegando de la vida al lienzo o al papel las situaciones paradigmáticas que constituyen testimonios perdurables de la existencia de su comunidad.

En una palabra, necesitamos del realismo. Sin embargo esta verificación no puede dejarse así porque bajo la expresión “realismo”, como bajo todas las otras que pertenecen a la nomenclatura intelectual al uso, se esconden falaces desviaciones del sentido original. En principio, no se trata de naturalismo o verismo. No es el caso fotografiar los hechos con la pluma o el pincel, ni pasear, como sostenían los realistas franceses del siglo pasado, un espejo frente al paisaje. Aquella “rebanada de vida” que presumían de exponer en el escenario del Teatro Antoine los epígonos de Zola, no es otra cosa que un ardid oportuno para esconder la imaginación o para disimular su falta. Realismo de crónica, realismo de reportaje, realismo objetivo, etc., son actualmente las más altas virtudes periodísticas, y la literatura, al usurparlas no hace otra cosa que olvidar sus predios estéticos y pedir en préstamo un atributo ajeno.

Tampoco el realismo que necesitamos es el llamado “socialista”, pues más allá del término y su significación estricta se encuentra el propósito de servir políticamente a determinada causa, cuyos planteamientos doctrinarios, acertados o no, constituyen límites demasiado rigurosos, en permanente conflicto con la libertad creadora. No siempre los buenos, los generosos, los heroicos son los miembros de una cierta clase social, ni generalmente su lucha comporta los actos humanos más trascendentales. Por cierto que dentro de esta clase de realismo politizado, como dentro del naturalismo al que aludimos arriba, se dan obras de arte valiosas, aunque ello sea más por suerte de la calidad del realizador que a causa de los instrumentos que su filiación le procura.

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