Personalmente, yo no sé por qué diablos, a pesar de siempre haber cumplido, al lado de mi quehacer literario, el constante oficio periodístico —a más de otras tareas de índole práctica y hasta lucrativa—, mucha gente cree que existo en una cierta ausencia de la realidad. Sin duda, es un prejuicio, del que no están libres ni siquiera algunos que comparten conmigo el cotidiano esfuerzo, cuyo origen quizás radica en la condenada idea de la “torre de marfil”, que los esteticistas del XIX lanzaron a los cuatro vientos y allí la dejaron con la apariencia de la verdad. El concepto es erróneo. Siempre, desde los primeros tiempos de la humanidad, el escritor fue otra cosa además de eso. (2014b, pp. 41-42)
En el pasaje, el “oficio periodístico” —tal como lo entiende el autor— constituye una de las pruebas de su compromiso con “la vertiente del compromiso entre el artista y la sociedad”; sin embargo, la diferencia radica en que la alusión al “quehacer literario” del escritor se formula en términos de su inserción en otra actividad —en su caso, el periodismo, tal como podría haber sido la política o la pedagogía—: de allí que el quehacer periodístico y el acercamiento a las necesidades y preocupaciones del hombre de la calle posibilitan un conocimiento más profundo de la realidad social y el “contorno histórico”. Así, en su afán por desterrar el “esteticismo” con el que suelen ser vinculados los escritores en la sociedad peruana —y, por extensión, latinoamericana—, Salazar Bondy invierte los términos de la ecuación “arte/literatura-sociedad/realidad” para justificar la inserción del escritor en el mercado del arte y las ideas 10. Según esta posición, los cambios operados en las estructuras económicas y sociales obligan al escritor y al artista a adoptar nuevas estrategias de respuesta: frente a la pasividad del esteticismo, apoyado en los planteamientos de Mariátegui, Salazar Bondy propone la incorporación del escritor a todas las esferas de la vida social como un mecanismo para atenuar el aislamiento al que la sociedad burguesa intenta someterlo.
Como ha podido constatarse, el deslinde que realiza Salazar Bondy en relación con los personajes del “despaisado”, el “bohemio” o el tópico del “torremarfilismo” forma parte no solo de una estrategia de redefinición del rol del escritor en la sociedad de su época, sino, además, de su propio proyecto de reinserción en el marco de la institución literaria de la época después de su permanencia en la Argentina. Como se verá más adelante, ese proyecto habrá de articularse sobre la base de uno de carácter más ambicioso que abarque la reflexión acerca de la cultura en su sentido más amplio y que incorporará, entre otros temas, la revisión del legado tanto de la cultura hispánica como el de las culturas precolombinas en sus distintas manifestaciones artísticas y artesanales, así como una reflexión acerca de aquello que en su momento postuló bajo el concepto de “identidad nacional” 11.
La concepción de la cultura
Invitado a un ciclo de conferencias titulado “Introducción al estudio de la realidad nacional” y organizado por la Facultad de Educación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos a fines de 1962, Salazar Bondy examina la situación de la cultura en el país. Para ello, distingue, en primer lugar, dos significados del término:
Supongo que la palabra, en este caso, está tomada en su acepción más restringida, en su acepción de producción y consumo de obras de arte, de inteligencia, de pensamiento y de imaginación, porque la palabra cultura tiene una acepción más vasta y más justa, la antropológica, la cual le otorga la posibilidad de abarcar todos los instrumentos, tanto físicos cuanto intelectuales, que el hombre posee para el dominio del mundo, para la adaptación del hombre a la naturaleza y de la naturaleza al hombre. La palabra cultura, en este último caso, en esta acepción más vasta, se refiere aún a aquellos elementos que la cultura en la acepción restringida considera menores, incultos. (1963, p. 194-195) 12
Una vez asumida la separación entre estos dos ámbitos de la cultura, el autor examina el primero de ellos desde una perspectiva marxista:
La realidad cultural en el sistema capitalista está señalada por la conversión de la obra de arte y la obra intelectual en mercaderías. El artista y su obra están sujetos, en consecuencia, a todos los azares del sistema económico capitalista, es decir, un cuadro, un libro, una sinfonía, aun una tarea filosófica, están sometidos a la ley de la oferta y la demanda. (p. 196)
Más adelante, enumera “tres posiciones que el artista en el sistema capitalista, en la sociedad contemporánea actual, se ha visto obligado a optar frente a la alternativa de sucumbir a la ley de la oferta y la demanda” (p. 196). Así, la primera de ellas —que enmarcará dentro de la concepción del “purismo” e identificará con el vanguardismo—, consistirá en “[la] dedicación [del artista] al cultivo de una cultura para cultos, una poesía para poetas, una novela para novelistas, una pintura para pintores” (p. 197); en la segunda, optará por incorporarse “a una cultura que podríamos llamar académica, oficial; una cultura de tipo congelado, que mira hacia el pasado, desdeña el presente y desconoce el porvenir” (p. 197). Finalmente —a la manera de Fausto—, podrá “renunciar a su condición vaticinadora, sometiéndose totalmente al azar económico, hacer de su obra una mercadería, aceptando claramente una condición de comerciante en una sociedad de comerciantes” (p. 198), situación propia del artista integrado plenamente a la cultura de masas —que Salazar Bondy identifica con el término alemán kitsch— , según la cual la cultura se convierte en un producto homogeneizado.
El auge de la sociedad industrial ha generado el desarrollo de una cultura burguesa identificada con la “cultura por antonomasia” que, sin embargo, reconoce como “valiosa en sí, auténtica y, además, de universal, universitaria” (p. 201). Esta cultura, en los países más desarrollados, ha demostrado a lo largo de la historia una capacidad de absorber rebeliones “anti-culturales” —como la de los poetas malditos del siglo XIX—; en los países periféricos, en cambio, tiene dos signos: de un lado, es una “cultura subdesarrollada porque la producción y el consumo cultural son escasos y limitados” (p. 202) y, de otro, una de “imitación de los modelos extranjeros, de los modelos del núcleo” (p. 202), es decir, colonial. Ante este panorama, “en este mundo donde domina y prevalece una burguesía sin sentido de lo nacional, sin sentido histórico, que vive de prestado, [el artista y el intelectual] existen en una situación crítica y de quiebra permanente” (p. 203). Como consecuencia de todo ello, “[e]l artista, el intelectual peruano, cuando aparece [ sic ] cuando asume su vocación (…) tiene tres rumbos ante sí: produce para el consumo de la nata burguesa y la pequeña burguesía alta, ambas cosmopolitas, reduciendo su obra y restringiendo sus alcances no solamente estéticos sino sociales” (pp. 203-204). El segundo reside en “ejercer la vocación creadora al margen del consumo público, como actividad secreta o secundaria, ser burócrata, diplomático o político, y al mismo tiempo poeta o pintor, u otra cosa”, camino que Salazar Bondy califica como “purista”. Finalmente, el tercero —que considera el más valioso—, el artista
acepta las condiciones precarias y busca la autenticidad de su obra, convirtiéndola en testimonio de la realidad social, porque es la realidad social y económica la raíz de todo el problema cultural, humano, político y social del Perú. Entonces, su obra se convierte en algo que a los puristas y académicos repugna. Es comprometida, está sucia de realidad, pero es auténtica. Se la emplea como instrumento para la formación de la conciencia profunda en el público acerca del mundo, de la sociedad en que vive, y de la necesidad de transformarlos. ¿Qué público? Necesariamente es un público que no es inmenso pero que es grande, que no es multitudinario pero es pujante. Ese público pequeño burgués descontento, y el público de las capas menos incultas de la clase trabajadora. (pp. 205-206)
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