Fermín Cebrecos - Sobre Dios, el hombre y la muerte
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El espejo real no se refleja a sí mismo; necesita de otro espejo para “verse”. Ahora bien, si la metáfora especulativa se plantea, al modo de Descartes, como consecuencia de la relación res cogitans-Deus , admite también “meditaciones” anticartesianas. Descartada la existencia del genio maligno y dando por supuesto que Dios sea la realidad reflejada en el espejo de la “cosa pensante”, cabe apelar a la voluntad ( ego sum res volens, res nolens ) ( Medit. II , 23) para escrutar de quién depende, en último término, el origen del reflejo. ¿Dependerá de la voluntad divina o, más bien, de una voluntad humana que desea, impelida por su finitud, extender sus dominios más allá de lo visible?
Pensar en una realidad independiente de quién la piense y desde dónde se la piense es una contradictio in terminis . Pensar, asimismo, que la realidad pensada debe concordar con la que existe fuera del pensamiento, parece ser también una exigencia desmedida de la razón, puesto que no existe un pensar que sea puro. Al no serlo, al estar administrado por una razón cargada de subjetividades (posibilidad del genio maligno, existencia de Dios, concesión de rango superior a la “primera verdad), lo único que queda como indubitable es que todo —incluida la realidad pensada— puede ser efecto de lo que Descartes denomina mi “mismidad”. Expresado de otro modo: todo lo que la razón emita pertenece a su propio actuar y proviene de “mi mente misma, es decir, de mí mismo” ( de hac ipse mente sive de me ipso ) ( Medit. II , 29). Esta es, sin duda, la más acre antípoda de la teoría cartesiana del conocimiento.
También lo es de las gnoseologías platónica y agustiniana. La ubicación real de las ideas en el topos uranos o en la mente de Dios sería fruto de la ambición desmedida de la metafísica. Su auténtico locus ha de ser, por el contrario, el mundo de las ideas creado por el hombre, que Dario Antiseri calificó de “hiperuranio” (1997: 13), y en el que se contienen, como creaciones exclusivamente humanas y derrocadoras de su poder arquetípico, el “lugar celestial” de Platón y la “mente divina” de San Agustín. En este sentido, la gnoseología cartesiana sería una víctima más de la tentación siempre acechante en filosofía: la de crear el mundo mediante el pensamiento, tentación que Hans Blumenberg calificó de recurrente en el decurso histórico: Die immer wiederkehrende Versuchung der Philosophie, die Welt aus dem Begriff zu machen 9.
No hay, ciertamente, en Descartes un reconocimiento explícito de que sea Dios el fundamento de la primera verdad; solo la razón lo es. Pero, vista su gnoseología como un todo, la auténtica “fuente de verdad” ( fons veritatis ) ( Medit. I , 15) es Dios y, además, un Dios de rostro conocido: el de la Revelación cristiana. Así, pues, por más que la idea de Dios sea extraída del “tesoro de mi mente” ( ex mentis meae thesauro ), y que sea precisamente mi mente la que no puede pensar a Dios sin atribuirle necesariamente la existencia (un “ente sumamente perfecto sin suma perfección” equivale a concebir a un Dios sin existencia) ( Deum absque existentia ) ( Medit. V , 81), será un Dios realmente existente el que me ha creado a mí mismo ( ego ipse ) y a todo lo demás ( aliud omne ), una vez que Él haya dejado sin tarea engañadora al genio maligno. La “idea de Dios” ( idea Dei ) no puede provenir, por tanto, de “mí mismo” ( a me ipso non potuerit proficisci ) ( Medit. III , 48), así como tampoco sería propio de su ser infinitamente bueno ( summe bonus ) hacer que yo siempre caiga en la equivocación ( ut semper fallar ) ( Medit. I , 13).
Sin embargo, los atributos divinos que se reflejan en la razón cartesiana son judeocristianos, por lo que es imposible alejar la sospecha de que Descartes no vea en el espejo lo que previamente Dios, en su voluntad infinitamente buena, depositó en él. En este sentido, también la razón podría apropiarse del papel del genio maligno y atribuirse a sí misma, al igual que en lo que respecta a las ideas de sirenas, hipogrifos y “cosas semejantes” ( et similia ), la posibilidad de provenir de una ficción ( a me ipso finguntur ) ( Medit. III , 37) que puede igualmente, como en el caso del genio maligno, involucrar la idea de Dios.
Pero ni el recurso a la existencia de Dios ni el de su negación parecen, ateniéndose al texto cartesiano, estar libres de error. Este se origina en dos causas, propias ambas de la res cogitans , que concurren al mismo tiempo ( a duabus causis simul concurrentibus ): el entendimiento y la voluntad ( Medit. IV , 64 y 23). Sin embargo, cuando el ámbito de la voluntad se extiende más allá de lo que permite el entendimiento y, sobrepasando sus límites, se ocupa de cosas no inteligibles ( quae non intelligo ) y se aparta de lo “verdadero” y de lo “bueno”, entonces uno se equivoca y peca ( atque ita et fallor et pecco ) ( Medit. IV , 68).
La finitud y contingencia de todo lo creado se extiende también al conocimiento de la realidad. Tal vez se trate de una realidad que el ser humano encuentra como incompleta y que él, rebasando su limitación, aspira a perfeccionar mentalmente para entenderla mejor. Este mejor entendimiento de la realidad fue atribuido por Tomás de Aquino, de modo desembozado, a la intervención de la fe en su Officium de festo Corporis Christi : “Que la fe complemente el déficit sensorial” ( Praestet fides supplementum sensuum defectui ). Ante la insuficiencia de los sentidos, es la fe la que, otorgándoles un plus que sobrepasa su alcance, acude en su ayuda para satisfacer sus carencias.
Este verso tomista del Pange lingua es aplicado, sin embargo, de manera no confesa en la teoría cartesiana del conocimiento. El engaño de los sentidos puede, en principio, ser obra del genio maligno, pero, una vez demostrada la existencia de un Dios infinitamente bueno y creador también de la red sensorial humana, los sentidos recobran su poder cognoscitivo. No es, sin embargo, la fe revelada la que se responsabiliza de su causa, sino la fe en el poder de una razón que se asigna el derecho de la infalibilidad en sus propias representaciones. Lo que el theorein dice que hay que ver no es lo mismo que lo que los sentidos ven, pero contemplar lo creado por Dios no está libre de engaño si es que, previamente, no se demuestra que Dios es su creador. La mente, sin embargo, no retrocede ante esta argumentación e insiste en repreguntar: ¿Es realmente así? ¿La existencia de Dios asegura la “limpieza” gnoseológica de todo lo que la conciencia contempla en el espejo de sí misma?
Tanto antes como después de llegar a la “visión” de la existencia y esencia divinas, contemplar lo creado equivale también a contemplar el mal (en sus diversas metamorfosis: error, pecado, imperfección, daño). Si se atribuye la existencia del mundo a la voluntad dolosa del genio maligno, entonces el mal podría interpretarse como una revelación fraudulenta, pero, una vez admitido que Dios es el creador de todo lo existente, ¿por qué la percepción sensorial, que ahora es también una compañía fidedigna de la razón, sigue viendo el mal en el mundo y se confiesa impotente para ubicar racionalmente su causa? La pregunta se impone aquí por sí misma: ¿Pudo Dios, en su infinita omnipotencia, ser creador del mal o, más bien, es uno mismo quien, otorgándole al espejo las consecuencias de su propia finitud y de todo aquello que le rodea, se adueña de lo que en él se refleja?
Se vuelve a ver, entonces, lo que previamente ya se vio. Cuando la razón es “teológica”, sus ojos contemplan lo contemplado antes por los ojos de la fe, y cuando la razón no lo es, sino que, unida a la res extensa de su propio cuerpo y al mundo de circunstancias en que le ha tocado vivir, es exclusivamente razón “humana”, entonces tendrá que volver a ver lo que su mirada vio con anterioridad. La contradicción de ver lo invisible en lo visible se convierte en causa de posibilidad del ateísmo y del agnosticismo.
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