Gozalo España - Historias de amores y desvaríos en América

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Historias de amores y desvaríos en América: краткое содержание, описание и аннотация

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Hacendados blancos locos de amor por sus esclavas, españoles llanos y virreyes en enredos con indias hermosas y coristas, en este volumen de relatos se penetra en el fascinante mundo de la pasión amorosa que la historiografía ha desdeñado o temido exponer. Gonzalo España ha considerado que estos pasajes de la historia pueden mostrar una huella muy sugestiva de un particular temperamento social que ha ido desenvolviéndose a medida que la historia de América se extiende en el tiempo. Valiéndose de su estupendo talento de narrador, rescata a estos personajes de los empolvados archivos de las bibliotecas académicas para darles una dimensión novelesca y enmarcarlos de manera perturbadora en el medio y la época en que a cada uno de ellos le correspondió vivir en Brasil, Colombia, México, Perú y Venezuela.

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Este nuevo e inusitado sitiador se lo había ganado la niña poco después del incidente de la mañana. Tras desaparecer de su balcón y perder de vista a su enamorado, había bajado muy pensativa al comedor, y mientras consumía en silencio el desayuno, un irresistible deseo de salir en busca del marinero la enajenó. ¿Cómo era que lo había dejado partir? ¿Cómo era que al punto no había de-jado caer uno de sus pañuelos bordados, para que él hubiese llevado consigo una prueba irrefutable de su amor? Ahora, por su falta de oportunidad, quizás lo había perdido para siempre. Quizás el apuesto marinero no regresaría nunca. La eventualidad le pareció aterradora, así que armó una pataleta. Inmediatamente necesitaba acudir a la costurera; su balcón requería de urgencia un ave canora; debía ir al mercado; quería oler el mar, anhelaba dar un paseo sobre las galerías. Hanna era el alma de aquella casa, sus caprichos eran ley. Los padres, una pareja de bonancibles y condes-cendientes judíos, se pusieron en movimiento al oír sus pedidos, a la manera de un ejército que entra en campaña. Su madre anunció que la acompañaría a la modista; al resto de las evoluciones, sus ayas.

Muy temprano, Hanna partió hacia el mercado en compañía de una de las mujeres de la casa. Lucía un vestido de lino morado recamado de en-caje, cuya falda caía hasta las pantorrillas cru-zadas de cintas que le sujetaban los zapatos, impe-cablemente blancos. A guisa de sombrero, una delicada canastilla almidonada recogía su cabello, dejando al descubierto el marfil sombreado de la nuca. Ceñido al cuello pendía un ópalo. La muñe-ca de su mano izquierda ostentaba un ceñidor, bajo el cual llevaba sujeto un diminuto pañuelo perfumado. Sobra decir que iba radiante. Pero mientras oscilaba de un lado a otro en medio de la multitud bulliciosa del mercado, buscando a un mismo tiempo el pájaro para su balcón y el rubio marinero, dejó caer sin darse cuenta el pañuelo. Unos pasos adelante, un grave y apuesto caballero, de cara azulosa por la sombra de una barba cerrada, ataviado y acicalado como un figurín, se cruzó en su camino y le hizo una reverencia profunda, antes de ofrecerle el objeto perdido. Era Enrique Labrada, natural de Llereda de Extremadura, pri-mer ayudante del gobernador de Cartagena. Cuan-do Hanna extendió su mano para recibir el pa-ñuelo, se la tomó por la punta de los dedos y le estampó encima un beso ardiente. Niña y criada huyeron de allí, pero Labrada se las arregló para averiguar su domicilio, y aquella noche, muy temprano, montó guardia al frente del balcón, espada al cinto y mano sobre la empuñadura. Era la costumbre. El galán ponía sitio a la dama pretendida, aguardando impertérrito el desafío de cualquier posible rival. Tras unas noches de vela era pública su querencia. Entonces iba a entenderse con los padres, ante quienes desplegaba sus folios. Labra-da los tenía magníficos.

Abelardo Ponce, el marinero de nuestra histo-ria de la mañana, no necesitó más de un segundo para medir a Labrada y comprender que el desafío era a muerte. Como forastero, todo le convenía menos un duelo, así que se alegró de no estar armado. Por lo demás, una antigua cicatriz que le bajaba desde el hombro al ombligo, fruto de un amor dividido, le recordaba que debía ser cauto. Su vida de puerto en puerto lo había llevado a los brazos de muchas mujeres, conocía las consecuencias que puede deparar el amor de una moza casquivana. Nada podía ser más estéril que pretender para sí lo que pertenecía al público. El asedio de otro pretendiente en la morada de Hanna lo hizo vacilar. ¿Era ella de fiar, o su ventana era un aseladero de aves de rapiña? Así pensaba cuando el balcón se entornó, dejó escapar un cono de luz, y en el cono de luz apareció la doncella, más bella y esplendorosa que nunca. Parecía el clímax de una fiesta. Se había tocado con un sombrero en forma de pico, de cuya punta caía una cascada de raso transparente. Su pelo, ensortijado y zurcido con hilos de oro, descendía en columnas sobre sus hombros redondos, como los pilares de un templo de Tebas. El mármol de su frente, sus cejas oscu-ras, la profundidad de sus negros ojos, la nariz recta, los labios suavemente curvados, todo era el perfil de una reina. El conjunto, además de precioso, era noble. La voluptuosidad de la mañana se había trocado en clase. El marinero vaciló nuevamente. No era posible que aquella niña fuese una diva liviana. Pero Labrada se sacudió en su rin-cón, con el boato de un pavo. La doncella miró pri-mero hacia allí. Sólo un momento después descu-brió que había alguien más en la calle, y volvió los ojos hacia el marinero. Entre los dos alcanzó a cristalizarse la atracción de la misma mirada que los había extasiado al amanecer. Pero la mula-ta Romelia, que se dirigía a encender el candil del nicho de Santa Aguada, se interpuso de nue-vo, prorrumpiendo un rosario de insoportables rezongos.

—¡Demonios! ¡Demonios! ¡Por todas partes demonios! ¿Cuándo van a desocupar esta calle? ¡Malditos!

El encanto se hizo mil pedazos. Hanna cerró su ventana. Al marino no le quedó otra perspecti-va que permanecer aburrido, contemplado la ca-ra de su prepotente rival. Desilusionado, optó por regresar a su barco.

Era de esperarse que no pudiera dormir. En el camarote de su carabela anclada en la bahía, la imagen de la niña del balcón, de quien no conocía ni el nombre, bailó una danza mortificante y sensual. A ratos la veía en sus brazos, delicada y discreta, a ratos en los brazos de otros pretendientes ávidos de lujuria, desnuda y coqueta. Por añadidu-ra, entre la sonatina de las aguas que rompían en el casco, acertó a llegarle el canto trasnochado de un serenatero. Aguzó con pereza el oído. No le costaba trabajo distinguir la calidad de cualquier canto, pues además de marinero y comerciante era músico. Una mala nota le causaba daño. La voz del cantante, tormento de alguna ventana de las casas del puerto, se le tornó insoportable. Un rebudio de jabalí hubiera sido más llevadero. ¡Qué voz, madre mía!, protestó en el encierro calenturiento de su camarote, jurando, también por su madre, que la noche siguiente llevaría su laúd bajo la ventana de la hermosa doncella, para darles a los cartageneros y a ella, una lección de música y canto.

Pero era injusto en sus juicios, porque a quien escuchaba en la soledad de su insomnio era nada menos que el príncipe Casimir, el más celebre enamorado de la Cartagena de Indias del siglo XVI, un loco indefenso que cada veinticuatro horas se enamoriscaba de una nueva vecina, a quien indefectiblemente dedicaba sus endechas. Su enorme nariz colorada, su chambergo de plumas, la capa con que se cubría y que volaba tras él, la espada arrastradiza y los oropeles dorados del traje, recargados para rubricar su nobleza, divertían a todos. Pero lo que más gustaba y divertía de sus travesuras era la desesperación de la dama que se gana-ba su amor y con ello sus serenatas, y que a la mañana siguiente era la comidilla de la plaza, razón por la cual de todas partes le llovían al cantor palanganas de agua sucia y zapatos, lo que lejos de arredrar sus ímpetus amorosos los fortalecía, comunicándole el ánimo necesario para buscar con prontitud una nueva ventana.

En realidad si Abelardo Ponce consiguió finalmente dormir fue porque aquella - фото 9

En realidad, si Abelardo Ponce consiguió finalmente dormir, fue porque aquella noche la serena-ta del príncipe Casimir recibió el consabido mere-cido. Una lluvia de verduras avejentadas y huevos podridos cayó sobre su cabeza, obligándole a suspender el melodramático canto. Era casi la madru-gada cuando arribó a su posada, donde durmió todo el día. El cubil, ubicado al fondo de una sóli-da y espaciosa casa colonial, lo protegía y aislaba del bullicio exterior. Allí perdía noción del paso de las horas. Cuando volvía a despertarse era casi de noche. Se vestía en un minuto, tomaba un fru-gal alimento y salía corriendo a la calle, aguijonea-do por la urgencia de hallar una nueva y digna dama a quien dedicarle su canto.

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