Gozalo España - Historias de amores y desvaríos en América

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Historias de amores y desvaríos en América: краткое содержание, описание и аннотация

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Hacendados blancos locos de amor por sus esclavas, españoles llanos y virreyes en enredos con indias hermosas y coristas, en este volumen de relatos se penetra en el fascinante mundo de la pasión amorosa que la historiografía ha desdeñado o temido exponer. Gonzalo España ha considerado que estos pasajes de la historia pueden mostrar una huella muy sugestiva de un particular temperamento social que ha ido desenvolviéndose a medida que la historia de América se extiende en el tiempo. Valiéndose de su estupendo talento de narrador, rescata a estos personajes de los empolvados archivos de las bibliotecas académicas para darles una dimensión novelesca y enmarcarlos de manera perturbadora en el medio y la época en que a cada uno de ellos le correspondió vivir en Brasil, Colombia, México, Perú y Venezuela.

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Y preguntándolo, arrebató el suyo a uno de los indios, le colocó una flecha y la disparó contra el enorme tronco de un árbol cercano, tan torcidamente que ni siquiera lo rozó.

—¿Lo véis? —preguntó abriendo los brazos—: el único ojo de mi cara no me da el rumbo, pues él sólo ve la mitad de las cosas, de manera que a nada puedo acertarle, ni a nadie puedo proteger. Si el tigre o la boa vienen hacia vuestro cacique, yo no seré responsable de su salud —lo señaló con un dedo—. Y si los dioses maldicen a los raricuaras por enviar a su presencia un emisario tan feo como yo, desde ahora declaro ante vosotros que esa no es culpa mía.

Sudoroso y agitado calló pero sus labios continuaron moviéndose porque - фото 6

Sudoroso y agitado, calló, pero sus labios continuaron moviéndose porque balbucía una apura-da plegaria, rogando que le hubiesen entendido. Ya sólo eso podía salvarlo, el corazón le batía con violencia. Pero, poco a poco, un murmullo de aprobación se fue levantando de aquella desnuda concurrencia, que en tanto él hablaba había llegado a creer que por su boca cantaban los dioses, de tan dulce que sonaba su lengua nativa mezclada a un armonioso acento lusitano. Por supuesto que todo el mundo estuvo de acuerdo con él, con sus razones y con su manera de decirlas. El prisione-ro blanco no era el acompañante indicado para el difunto cacique, eso no tenía discución. El brujo reinició su discurso, y en tres o cuatro frases concretó una nueva propuesta: el indicado era el ad-venedizo Maley.

El taboyara, indio forastero y sagaz, no compartía aquellas costumbres, pero carecía de elocuencia. Intentó resistirse, manoteó, puso mala cara. No obstante, su porte, su brillante inteligencia y sus muchas e indiscutibles cualidades, reconocidas de muy vieja data, dejaban pocas dudas con respecto a la nueva elección.

Con todas sus cualidades intactas, pero muerto de un mazazo certero, ocupó el lugar que le correspondería al tuerto Amancio Boas Festas junto al egregio difunto. Y el portugués pudo decir que una mediana condición como la de ver a medias era mejor a la de no ver absolutamente nada. Y que es mejor que a uno lo vean tuerto, a que no lo vean por ninguna parte.

Una mañana a punto de cumplir sus dieciséis años mientras jugueteaba - фото 7

Una mañana, a punto de cumplir sus dieciséis años, mientras jugueteaba despierta en la cama después de escuchar el primer canto del gallo, Hanna experimentó una infinita e inconsolable sed de amor. Del exterior, por entre la celosía de madera de la ventana, comenzaba a filtrarse la luz tibia y naranja del sol. Millares de diminutas motas de polvo se mecían como remolinos de luminosas galaxias en la penumbra acogedora, brillando fugazmente al atravesar las franjas de luz que penetraban al cuarto. Hanna comprendió de pronto que el amor que necesitaba ahora no era el de sus padres y ayas, sino un amor varonil, de espada, jubón corto y braguettes abultados, que a la manera de un rayo luminoso encendiera sus días. Y como si pudiera encontrarlo en aquel mismo instante, se levantó y abrió la ventana.

La anciana y desdentada Romelia cruzaba en aquellos momentos la calle, y al verla en el balcón sufrió un insoportable ataque de envidia. Treinta años atrás, había estado enamorada a morir de un galán portugués que por algún tiempo vivió en la ciudad. Si entonces hubiera poseído al menos una mínima parte de lo que Hanna mostraba aquella mañana, lo habría rendido a sus pies. La doncella estaba voluptuosa. El delicado camisón que la cubría había asumido la tonalidad rosada y primaveral de su piel; debajo de la seda la penumbra del cuarto delineaba su silueta y daba profundidad a un pecho firme y juvenil. El sol, que la lamía oblicuamente, doraba el contorno de su cara y de sus brazos desnudos, nimbándola con un halo misterioso. Era una diosa, pero una diosa carnal y turbadora: “Si yo hubiera tenido la mitad de lo que posee esta hereje maldita, con seguridad lo tendría aquí”, masculló Romelia entre dientes, pensando en su lusitano, sin apartar los ojos de la inocencia voluptuosa de Hanna, que no sólo llenaba la ventana, sino también el balcón y la calle. Lo decía con despecho, pues tenía muy presente que ella siempre había sido una mulata deforme y vulgar. Pero no sólo había envidia en sus ojos, sino incluso un brillo de furia y reproche, como si el portugués de sus sueños pudiera repentinamente reaparecer por allí y quedar de inmediato prendado de Hanna.

Aquella excesiva mezcla de sentimientos hostiles pintada en el rostro de su vecina consternó a la doncella. Como por instinto, se llevó la mano a la línea del pecho, pensando que la ojeriza que le echaba Romelia obedecía a que estaba mal cubierta. Todo el mundo sabía en la cuadra que la mulata era una vieja rezandera, presumida de santa, al punto que se había arrogado el derecho de ser la única que podía cuidar del nicho de Santa Aguada, la patrona de la calle. En su presencia era imperioso mostrar gravedad y recato, pues la lengua viperina de Romelia no escatimaba anatemas.

Mientras esto ocurría, un tercer personaje entró sigilosamente en escena. Se trataba de un marinero que venía caminando por la calle de San Sulpicio, y al doblar la esquina desembocó directamente ante el balcón de Hanna. De inmediato, su barba rubia quedó temblando alrededor de su boca totalmente abierta, como si de repente le faltara oxígeno. Su turbación, al contemplar lo que al primer golpe de vista creyó una diosa desnuda, lo llevó a proseguir caminando con movimientos de autómata, sin percatarse si todavía pisaba o no el suelo. En su ensimismamiento no advirtió que la encorvada Romelia quedaba en su trayectoria, de manera que chocó con la pobre y dio un ridículo y espectacular bote sobre ella.

Maldición chilló la vieja con enfado de urraca Perdón suplicó el - фото 8

—¡Maldición! —chilló la vieja, con enfado de urraca.

—¡Perdón! —suplicó el marinero, completamente despernancado en mitad de la calle.

Hanna no pudo evitar que una espontánea y divertida risilla escapara de su boca. Cuando el marinero recobró su ubicación y miró de nuevo hacia la ventana, la encontró sujetándose los labios risueños, mientras lo observaba con el par de ojos más pícaros y burlones del mundo. En lugar de sonreírle también, la envolvió en una mirada tan intensa que la obligó a trocar su guiño festivo por un dejo de miedo. Era la primera vez en toda su vida que alguien la miraba así, las pupilas azules y candentes del marinero parecían abrasarla. Aquel era el amor que esperaba, no le quedó duda alguna. Había llegado, estaba ahí, al alcance de la mano. Pero apenas había arribado a tan dulce conclusión, cuando el brillo cáustico e inquisidor del ojo zahorí de Romelia se interpuso, quebrando el hechizo. Hanna se sintió avergonzada, bajó los párpados, retrocedió y cerró la ventana. El ma-rinero, viéndola desaparecer, padeció una angustia peor a la de contemplar el naufragio de su barco. Se puso de pie, aferró del brazo a Ro-melia, le señaló la ventana y le preguntó en tono suplicante:

—¿Quién? ¿Quién es ella? ¿Quién es esa mujer tan hermosa?

—Una hereje judía que hace mucho está pidiendo Santo Oficio —le respondió la voz agria y amenazante de la mulata, que lo dejó plantado en mitad de la calle.

Durante por lo menos una hora, el marinero mantuvo sus ojos pegados aquella mañana del balcón de la joven. Parecían los ojos suplicantes de un niño que anhelara un confite. Ella los contem-pló maravillada a través del visillo, y creía estar viendo un asomo del mar sobre un campo de trigo, porque los cabellos y la piel de su amado tenían color de cosecha dorada, despertaban esa añoran-za. Una tímida voz le dictaba que volviera al bal-cón, pero cada vez que la oía sentía ganas de echarse a llorar, tal era el temor y la ansiedad que le causaba la idea. En realidad, aunque su corazón resonaba por primera vez con ímpetu desbocado al llamado del amor, le hubiera sido más fácil lanzarse a un mar picado que enfrentarse al marinero, a causa de su inexperiencia. Corrió casi una hora de espera. El pobre, consternado por la crueldad de aquella ventana, levó finalmente anclas de la calle de Santa Aguada y retornó a las ocupaciones que le habían traído por aquellos contornos, prometiendo en todo caso regresar al anochecer, cuando las damas cartageneras, libres de los afa-nes del día, acudieran en masa a sus balcones y miradores. Cosa que en efecto cumplió, sólo para confirmar, con enorme tristeza y desolación, que en una de las esquinas donde vivía Hanna... ¡montaba guardia otro pretendiente!

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