Marcos Pereda - Arriva Italia

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Tres hombres, tres ciclistas, hicieron que toda Italia se sintiera orgullosa. Con sus biografías, con sus cicatrices, sus marcas, sus lágrimas, sus vidas. Ellos, los tres, crearon un mito, fabricaron una realidad. El viejo Bartali. El áspero Magni. El trágico Coppi. Arriva Italia es la leyenda de esas tres grandes estrellas del ciclismo transalpino, una historia de Italia narrada a través de las gestas de estos tres nombres.
Historia que continúa hasta nuestros días, nuevos mitos empujando a esta nación para seguir soñando ciclismo. Por eso llega ahora esta reedición actualizada y ampliada del Arriva Italia que Marcos Pereda publicó en 2015. Con nueve capítulos adicionales que viajan en el tiempo hasta las décadas anteriores y posteriores a ese triunvirato que dominó el ciclismo desde finales de la década de los 30 hasta los años 60.
¿Lo nuevo? Pues aquellos comienzos del Giro, símbolo y herramienta para la consolidación de una nueva identidad nacional. También recuerdo para etapas dantescas, inolvidables, en años tan lejanos como 1914, o aquel Gavia de 1988 que nos dejó imágenes estremecedoras por TV. Alfonsina Strada, el Tarangu, Eddy Merckx, Pantani, Berzin, Simoni, Indurain o Mikel Landa. Nuevos nombres y nuevas historias llegan a estas páginas. Todos son ya relato del Giro.
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¿Lejos de la imagen clásica del Fascio? ¿Lejos del mentón alzado del payaso de Mussolini, del hieratismo, de ese tomarse demasiado en serio la vida, la propia existencia, el Destino? ¿Lejos de D´Annunzio, de Marinetti, del mismo Marchiandi? A Binda le pasa lo que a Coppi y Bartali más tarde: su estilo de vida no se corresponde con su imagen pública, con lo que sus ideas parecen representar. Y así, si Alfredo era el fascista alegre y bohemio, Gino fue católico piadoso pero lleno de vicios, fumador y bebedor; y Fausto un hombre de izquierdas (más bien, en palabras de John Foot, el anti-anticomunistas, concepto tan especial que seguramente solo pueda darse en Italia) que vive como un burgués y gusta de los placeres más decadentemente consumistas… Paradojas, pues.

Pero Binda fue, siempre, fascista. Aunque luego declarara que no estaba interesado en política, aunque dijera que gustaba más que nadie de mezclarse con el pueblo, con los trabajadores, con las masas. Aunque presumiese de leer todos los días varios periódicos, fueran del signo que fueran. Binda hablaba con quien le hablase, tenía siempre una sonrisa preparada, era hombre apuesto, galante, era juerguista, gracioso, siempre alegre. ¿Estilo castrense, modales propios del ejército, pelo cortado como los soldados, correajes cruzando el pecho? No, ese no era Alfredo. Pero no importaba, Binda es, fue, la perfecta imagen del «buen fascista». Y aun después de la Segunda Guerra Mundial, cuando pasa por ser uno de los hombres más respetados del país y dirigía los designios de la selección italiana en Tours victoriosos, seguía manteniendo sus ideas, defendiendo sus principios. «Es muy sencillo entender mis simpatías políticas. Iba a la iglesia y tenía tendencias liberales, pero era un fascista porque todos lo eran. Fui secretario político del Partido Fascista durante cinco años, en mi Cittiglio, donde vivía. Nadie me ha criticado nunca por eso. No soy un comunista. Cuando alguien tiene propiedades, fincas, no puede ser un comunista. Todo el mundo quiere a un partido que defienda sus intereses, sin excepción. Siempre defendí mi propio interés, el que fui ganando con el trabajo duro. Los dueños de las fábricas pagan a los trabajadores de las fábricas, pero se cuidan mucho de regalar su dinero. Yo pedaleaba con mi propio esfuerzo, y no puedo aceptar que mi dinero vaya a otros…».

Con esta mentalidad Binda llegó a amasar una enorme fortuna que invirtió, por ejemplo, en comprarse todos los inmuebles de una misma calle, bien céntrica, de Milán. Ese dinero le venía no solo del fantástico poderío en la carretera, donde venció en cinco Giros de Italia (con 41 etapas de por medio), tres Mundiales en ruta, cuatro Giros de Lombardía y dos Milán-San Remo, entre otras victorias, sino, sobre todo, merced a que su popularidad le proporcionaba jugosos contratos invernales para intervenir en carreras de pista por velódromos de todo el mundo, desde el Vel d´Hiv parisino (donde le fueron tomadas unas fotografías legendarias que son el epítome de la elegancia ciclista) hasta el Madison Square Garden neoyorquino. Incluso ese palmarés pudiera haber sido mayor si en 1930 no hubiera aceptado la propuesta de unos organizadores del Giro que, cansados de su superioridad, le ofrecieron un premio mayor al del vencedor si se ausentaba voluntariamente de su carrera… Y el bueno de Alfredo se embolsó, cómo no, la pasta.

Pero Binda fue, está claro, un buen fascista. Por mucho que se autojustificara (no todos hicieron lo mismo, los hubo que dijeron «no»), por mucho que se viera a sí mismo como librepensador dentro del régimen, realmente era un hombre muy ligado al Partido, desempeñó cargos políticos bajo el fascismo, se aprovechó de su posición para conseguir prebendas y beneficios que a otros le estaban vedados e incluso su forma de expresarse, de hablar, el lenguaje que utilizaba era inequívocamente hijo de aquella estética tan particular. Eso sí, él mantuvo siempre, también en la posguerra (fue concejal independiente de su Cittiglio natal, sin variar ni un ápice su ideología) su visión política, a diferencia de muchos otros que en 1945 recordaron, de la noche a la mañana, que eran demócratas de toda la vida. En todos los países donde se pasa de una dictadura a una democracia parece ocurrir lo mismo, por otra parte…

Y si antes hablábamos del uso político que las izquierdas habían hecho de la bicicleta, algo parecido podríamos decir de los movimientos de derechas.

Así, al mismo tiempo que surgía el movimiento de los llamados ciclistas rojos, diversos actores de la vida pública italiana se lanzaban a definir al ciclismo como algo pernicioso, potencialmente subversivo. En definitiva, un mal a erradicar.

Los primeros que ven con malos ojos la generalización en el uso de las bicicletas son los grandes terratenientes del profundo sur italiano. Allí las bicis penetran dentro de clases populares con mucha más lentitud que en el más próspero norte, pero tienen un curioso efecto: permiten a los campesinos recorrer enormes distancias en un día, y entender, de forma exacta, el tamaño de los latifundios que poseen los grandes propietarios. En otras palabras, lo que antes era abstracto, esas dimensiones que no se podían imaginar ni aprehender, se vuelven tangibles. Lo que fue «mucho» ahora pasa a ser «algo», y las consecuencias más directas son el conocimiento preciso de la enorme disparidad entre los pequeños predios del jornalero medio y las inmensas fincas de terratenientes. El impacto mental es fulminante. En contra de lo que pudiera parecer, cuantificar la diferencia la realza mucho más que mantenerla en el desconocimiento, y eso empieza a intranquilizar a los poderosos, que temen que tal situación acabe creando brotes de desapego aquí y allá hasta germinar en una revuelta general. Es por eso por lo que miran a las bicis con malos ojos, y se proponen alejarlas de los pequeños villorrios. Y para ello cuentan con un valiosísimo aliado en la Iglesia, que desde los púlpitos exhortará a los fieles para que abandonen ese invento del diablo que únicamente dibuja jornadas de haraganería en lo que deberían ser días de trabajo y oración. El mensaje cala, las bicicletas frenan su progresión en el sur italiano, en aquellos espacios que antiguamente fueron domeñados por el poderoso e ilustrado Reino de las Dos Sicilias. Aun hoy en día el ciclismo es, en Italia, cosa del norte (hasta la victoria del siciliano Nibali en el Giro de 2013, el ciclista más meridional en ganar la carrera había sido Danilo Di Luca, hijo de Spoltore, en los Abruzzos) y ese país que en ocasiones parece partido en dos también lo está, lo sigue estando, en relación a las bicis.

Llegó un momento en que el ciclismo era, con mucha diferencia, el deporte más popular en Italia, el más practicado, el que enfervorizaba a las masas. Los ciclistas eran héroes, rostros reconocidos que todos querían imitar. Entonces el fascismo decidió apoyarse en las dos ruedas para conseguir réditos propagandísticos del esfuerzo ajeno. Pero el nuevo régimen lo hizo casi a regañadientes, de forma al principio tímida. Y es que si el fascismo acabó amando a las bicis fue a pesar de Mussolini.

Al Duce no le gustaba el ciclismo. Demasiado afeminado para él, con esas piernas largas y depiladas, esos culotes ridículamente cortos que dejaban ver demasiada piel, y esos rostros morenos, curtidos por el sol, que tanto le recordaban el campesino que nunca quiso ser. Y ya si le hablaban del Giro de Italia se echaba directamente a temblar… cómo podría él, que era ejemplo máximo de virilidad, de potencia, de masculinidad (también claro, no, no sonría usted, en lo sexual), cómo podría él, decíamos, admirar una prueba que distingue al mejor de entre todos con una prenda de un color tan ridículo, tan cursi, como el rosa. Una carrera de maricones, eso es lo que fue el Giro para Mussolini, que solamente tenía ojos para la prenda rosa, sin fijarse en las capas de barro que cubrían rostro y cuerpo de los ciclistas. Esa obsesión del Duce por la masculinidad, esa obcecación en parecer siempre el más macho de entre los machos merece un estudio freudiano…

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