Esta es la historia de un tiempo sin tiempo, la historia de una nación joven, de apenas medio siglo de antigüedad, que anhelaba un imaginario común en el que soñar, porque, claro, ese es el mundo verdadero donde existen y son las naciones. Es la historia de un país que se entregó a la locura, que purgó sus penas de la forma más dramática posible, que aún pugnaba por rehacerse cuando estuvo a punto de terminar para siempre. Es una historia de Historias y de historias, sí, pero sobre todo de seres humanos, de vidas, de hombres y mujeres corrientes que, puestos en contextos extraordinarios, acabaron haciendo cosas extraordinarias. Entre ellas, nada menos que dibujar con trazo firme una patria.
Este es el relato de tres personas y un país que estaba contenido en ellas, que comprendía a millones como ellas. Es la historia de Gino Bartali, el Vecchio Gino, Gino el Piadoso, el hombre católico, ferviente, el que pedaleaba heroísmo, el que exudaba tenacidad. Es la historia de Fausto Coppi, la clase, la elegancia, la entrega absoluta del aficionado, el mito, la leyenda, el mártir. Es la historia de Fiorenzo Magni, el del pasado oscuro, el de los secretos a medio decir, el de las victorias tristes, el de las derrotas gozosas.
Es, claro, y sobre todo, el relato de un país, de todo un país, que se pensó a sí mismo a partir de la bicicleta en el momento más delicado de su existencia. Es la historia de Italia en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX. Es fascismo, es Guerra Mundial, es nazis, bombardeos, Solución Final, cuerpos en las cunetas y devastación, sí, pero también adversarios abrazándose, actos de valentía inmensa, lucha frente a la sombra, pecado y redención. Es la historia de todos los italianos, de tres de ellos, de cada uno de ellos.
Es una Historia en bicicleta, nada más y nada menos.
La de un país que imagina sus campeones para no recordar sus desdichas. Que vibra con sus mitos para celebrar su vigor.
Es la historia de Italia, del Giro, de Bianchi, de Bartali, de Legnano, de Coppi, de la Wilier, de Cottur, de Binda, de Bottecchia, de Magni, del Stelvio, del Pordoi, de los tifosi , de Monte Cassino, de Trento, Trieste y Corvara, la de Alcide, la de los Goldenberg, y Togliatti, la de Mussolini o Skorzeny. Es la historia de Pavese y Moravia, de Buzzati y Calvino, pero también la de Pasolini, la de Petrarca, la de Visconti, Baricco y Fellini. Todas esas historias.
Nada más que esas historias.
Silencio.
Arriva Italia.
LOS ANTECESORES: BOTTECCHIA Y BINDA
Manda el que puede
y obedece el que quiere.
Alessandro Manzoni.
Cuando una nación es tan joven como lo era Italia a principios del siglo XX (la conquista de Roma, donde muchos ven final del proceso unificador, data de 1870) los mitos surgen por doquier. Y algunos de ellos encuentran un espacio en ese imaginario colectivo que se reserva a los retazos de la realidad. Las naciones no pueden existir sin antes ser imaginadas, y este trenzado de fantasía hasta convertirla en carne de libros de historia no es, en modo alguno, algo que puedan realizar reyes, generales o políticos. No, al contrario, solamente a través de las palabras del pueblo, a través de lo visto por mil ojos, de lo explicado por cien mil bocas (todas ellas cuentan algo parecido, muy similar, pero ligeramente distinto, con lo que la realidad no acaba siendo el lugar común sino la suma de todas aquellas pequeñas realidades imaginadas, intuidas, sentidas), es como se tejen los mirares del aire y entonces las naciones son engendradas por escritores, sí, pero también por músicos, poetas, por quienes cuentan romances de ciego de pueblo en pueblo, por aquellos que recorren sus carreteras llevando buena nueva que muta muy ligeramente de una población a otra. Y por los ciclistas, claro. Porque si sabemos que Italia fue, en un momento dado, una nación que respiraba ciclismo, debemos concluir que también fue un país imaginado sobre dos ruedas.
Por eso, si hablamos de Coppi, de Bartali, de Magni, como símbolos precisos de un momento y unas ideas concretas… si los vemos como paradigmas, como tópicos reales de valores y caracteres… si entendemos que esa perra mentirosa que es la Historia nos los ha ido dibujando cual actores de una comedia (o tragedia) mil veces repetida y por lo tanto radicalmente falsa, actores que parecen recitar un texto que ellos no escriben… que la certeza no es sino la suma de todas las historias que nos han ido contando… y si conseguimos asimilarlo, podremos llegar a la conclusión de que estos tres héroes, estos tres villanos, estos tres hombres… no podían estar solos. Y donde hay tuvo que haber antes, y donde hubo debió existir todo. Y que, cuando la Segunda Guerra Mundial, ese Leviatán grosero y voraz que aparecerá emborronando nuestro relato aquí y allá, no era más que un mal sueño premonitorio en la mente de Europa ya dos hombres consiguieron cargarse a toda una nación sobre sus hombros… una nación balbuceando, una nación joven y directa y con una pizca de inocencia y con un punto insolente y con un todo de vida por delante como tienen siempre los jóvenes… ya dos hombres, decimos, simbolizaron lo que Italia era, lo que Italia fue. Y lo hicieron, quizás, incluso antes de que Italia fuera. Porque la identidad es, como las mentiras, algo que solo se conoce a posteriori.
Esta es, pues, la historia de dos hombres que fueron antes de que tres hombres fueran. Esta es la historia de Ottavio Bottecchia y Alfredo Binda.
Ottavio Bottecchia parece, quizá más que cualquier otra cosa, una persona sin suerte. No la tuvo de niño, cuando la pobreza se le pegó para siempre al rostro (era el pequeño de ocho hijos, quizá de ahí su nombre), no la tuvo más tarde, cuando fue soldado, cuando fue ciclista, y no la tuvo en su último viaje en bicicleta. No la tuvo, no pudo tenerla.
La infancia de Bottecchia transcurre en Alemania, donde su padre ha tenido que emigrar desde su pequeño pueblo, cerca de Treviso, para alimentar a su prole. Allí el joven Ottavio comienza a trabajar, antes de invertir cuatro años de su vida a la patria, Primera Guerra Mundial mediante, enrolado en la División de Bersagliere, esos soldados-ciclistas de curiosa estampa y fusil en ristre encima del manillar a los que quería incorporarse, por todos los medios, el fantoche de Enrico Toti… pero esa es, claro, otra historia.
El caso es que Bottecchia pronto destaca entre las filas de los Bersagliere por su fuerza encima de la bici, y se le asigna tarea de enviar mensajes de un lado a otro por la línea de defensas italianas. Un entrenamiento ideal para el Tour de Francia que vendrá años después… El ejercicio distaba de ser seguro, y al menos en dos ocasiones Ottavio se ve enfrascado en un intercambio de fuego con los austríacos, manteniendo, al parecer, magistralmente la calma y saliendo ileso de esas situaciones. Ileso y con una medalla de plata del ejército transalpino, concedida en noviembre de 1917. Durante la Gran Guerra sufrirá igualmente ataques con gas, y caerá enfermo de malaria. Minucias…
Tras la paz Bottecchia viaja a Francia a ganarse la vida como albañil, y allí comienza a tomar parte en competiciones ciclistas. Lo hace bien, muy bien, hasta el punto de ser seleccionado por el equipo Automoto-Hutchinson, uno de los más potentes del momento, para correr el Tour de Francia en 1923. Es el principio de su leyenda.
Aquel Tour es dominado por el debutante, que se muestra irresistible en montaña. Taciturno y poco hablador, la prensa gala hace circular todo tipo de historias sobre él. Dicen que nunca se cansa, que afronta las pendientes como quien afronta el trabajo diario, que por dentro es una máquina y no un hombre. Dicen que es disciplinado, que cuando le ordenan pararse a esperar a su líder, el carismático y polémico Henri Pelissier, lo hace sin dudar, aparcando la bici a un lado del camino y entreteniéndose mientras come alguna minucia o limpia de barro el cuadro. Aquel mismo año, cuando acaba segundo (y con la certeza de haber sido el más fuerte de aquella carrera) le harán una fotografía que refleja seguramente mejor que ninguna otra el espíritu de aquellos Tours de la época heroica. Es en el Col d´Izoard, suprema grandeza que imitarán más tarde Coppi y Bartali. El ciclista se retuerce sobre su máquina, cuya rueda apunta hacia el barranco y no hacia el centro del pedregoso camino. La viva imagen del dolor, de la agonía. Tras él, un coche de la organización. A pesar de ser toma bastante abierta no se ve a ningún espectador…
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