Victoria Resco - Reino de papel

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Reino de papel: краткое содержание, описание и аннотация

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LA PERSONA QUE ASPEN VANN MÁS ODIA, NO ES OTRA QUE ASPEN VANN. Para quien la mire no es otra cosa que perfecta e inquebrantable. Popular. Bonita. Inalcanzable. Toda una profesional de la mentira. Pero cuando todo a su alrededor se vuelve un caos y los muros que tan perfectamente ha construido en su interior comienzan a resquebrajarse, un chico y su gato malhumorado entran como un rayo de sol a su cielo nublado y ponen su vida de cabeza. Aaron llena sus días de color y ruiseñores. Le muestra caras de sí misma que no sabía que tenía. Que la aterran. Que la increpan. Que la hacen desear ser esa chica que nunca creyó poder ser. ¿Podrá una nueva Aspen surgir de entre tanta oscuridad y tantas mentiras?

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De nuevo me reproché estar tan preocupada, pero cada vez que lo miraba, colgando débilmente de mí, con la cabeza gacha y los hombros caídos, no podía evitar recordar a la pelirroja. No pude hacer nada por ella, pero podía ayudar a Kai. Como si llevarlo sano y salvo a su casa pudiera borrar las mil veces en las que me hice a un lado de los problemas de otros sin que se me moviera un pelo.

Nunca estuve tan agradecida de haber conseguido estacionar en la entrada. Dimos un par de pasos más y recosté al chico contra la puerta de acompañante, dándole otro par de cachetadas no muy sutiles para mantenerlo despierto mientras miraba la pantalla del celular. El nombre “Aaron” la iluminaba. Debajo, en rojo, anunciaba doce llamadas perdidas del número. Atendí, esperando a algún amigo o a alguien, quien fuera, que pudiera decirme qué hacer con él para que estuviera a salvo.

–Christof –la voz del otro lado de la línea agitó algo en mi cerebro, una advertencia, pero fue ahogada por el eco del nombre, que se repetía en mi cabeza. Miré al chico. Christof . Aunque no fueran las mejores circunstancias, era agradable saber su nombre al fin. Definitivamente mejor que seguir llamándolo por el nombre de su gato. Sacudí la cabeza, reprochándome y volviendo a enfocarme en la voz distante del extraño–... lo mismo siempre. Dime ya mismo dónde estás, no te muevas y no cortes la llamada. Pido un Uber y voy por ti...

–Aguarda –lo interrumpí, tratando de bajarle un par de decibeles. Podía palpar el pánico en su voz. El chico parecía estar en la desenfrenada histeria previa a un paro cardíaco–. Aguarda. Soy…

–No eres mi hermano.

Di otra secuencia de golpecitos a Kai. Christof . A Christof, para mantenerlo despierto.

–De eso estoy enterada –solté tras un bufido–. ¿Ahora vas a escucharme o vas a seguir diciendo obviedades hasta que me duerma? –Quería ayudar, pero la gente en general parecía tener un talento especial para sacarme de quicio incluso en mis mejores momentos.

Hubo un momento de silencio del otro lado de la línea. Por un instante temí que realmente se le hubiera parado el corazón. No quería pensar en tener dos muertos en una noche.

–Está bien, perdón –dijo al fin.

–No pidas un Uber. Eso va a llevar mucho tiempo –respondí, ignorando totalmente su disculpa–, yo lo llevo. Dime la dirección.

–¿Quieres que le de mi dirección a una desconocida?

El comentario me irritó a extremos casi imposibles. Estaba intentando ayudar, ¿no? Entonces, ¿por qué era tan complicado no hacer las cosas más difíciles de lo que ya eran? Me pasé la mano por el pelo, de nuevo atascándola en los rizos, intentando contener la sarta de barbaridades que se me vino a la cabeza; principalmente porque ese tal Aaron tenía razón.

–Si tu hermano es el chico que está drogado hasta las nubes, vestido con una camisa de seda y botas de cargo con cordones amarillos fluorescentes que encontré tirado en el pasillo, sí. Te lo recomendaría.

Lo que había dicho parecía un chiste en comparación con la realidad. Christof no dejaba de sudar y sus manos temblaban a los lados de su cuerpo como pescados fuera del agua, sin mencionar que a duras penas podía mantener los ojos abiertos. De todas formas, no pude decir eso, ni usar esa palabra que acechaba mis pensamientos desde el momento en el que lo vi. Drogadicto . Me negaba a llamarlo así. Llamarlo drogadicto se sentía incorrecto. Así como las palabras "bueno" o "malo", no eran estados constantes, la condición actual de Christof tampoco lo era. Un drogadicto era quien se había abandonado para siempre en el adormecimiento químico, alguien sin cura, sin vuelta atrás. Él era tan solo un chico drogado: en esta situación, en este momento. Era algo circunstancial. Tenía que serlo.

Noté que el chico del otro lado de la línea se alejaba el teléfono para decir una palabrota y me descolocó de la más extraña manera y totalmente en contra de mi voluntad pensar que, incluso en semejante situación, se preocupaba por su vocabulario.

–Está bien –dijo, su voz de nuevo fuerte–. ¿Tienes dónde anotar?

Miré a Christof, a quién sostenía con una mano en el pecho contra el lateral del auto para que no perdiera totalmente el equilibrio. Bajo mi palma, sentí el bombeo desbocado de su corazón, como si estuviera girando en círculos furiosos dentro de su jaula. Ya no eran solo sus manos las que temblaban, su rostro se contraía erráticamente, como si estuviera soñando despierto. Me aterró ver que estaba aún más pálido bajo la luz de las farolas.

–Sí –mentí y, acto seguido, soltó una dirección y corté.

Viendo que Christof comenzaba a cabecear, le di una nueva seguidilla de palmadas la mejilla. Gruñó y logró enfocar sus ojos el tiempo suficiente para dirigirme una mirada asesina. Si todo lo demás no hubiera terminado de convencerme de que era el chico del parque, ese destello de sus ojos avellana, incluso cuando se encontraba rodeado de venas rojas y vidriosas, hubiera sido todo lo que necesitaba para aceptarlo. Pero se me removía algo adentro de solo ver el vacío que lo teñía ahora.

No me dio mucho tiempo de seguir analizándolo porque, como si alguien hubiera presionado el interruptor de apagado, su cuerpo se desplomó. Maldije y lo atrapé. Christof, así delgado como lo veía, seguía midiendo una barbaridad, y casi me derribó. Su pecho quedó pegado al mío y su cabeza colgando sobre mi hombro. Lo único que me indicó que no sostenía un cadáver, fueron los murmullos incomprensibles que soltaba contra mi cuello. Me recorrió un escalofrío ante esa cercanía indeseada y casi lo dejo caer deliberadamente, desesperada por alejarlo de mí.

Solo Dios sabe cómo me las arreglé para empujarlo de vuelta contra el auto, abrir la puerta y guiarlo, en su estado de seminconsciencia, dentro.

En el auto no aguanté ni cinco segundos con la radio prendida A pesar de lo - фото 20 En el auto no aguanté ni cinco segundos con la radio prendida A pesar de lo - фото 21

En el auto no aguanté ni cinco segundos con la radio prendida. A pesar de lo incómodo que era el silencio –para mí al menos. Dudaba de que Christof tuviese mucha idea de lo que sucedía a su alrededor– tenía miedo de dejar de escuchar su respiración. Todo el trayecto le dirigí miraditas de reojo, tras hacer un cambio, mi mano iba de la caja de cambios a su rostro. Pum , cachetazo. Y él se limitaba a responder con gruñidos, pero abría los ojos, y con eso a mí me bastaba.

Las calles se encontraban desiertas, y por un momento me extrañó. Hasta que recordé que era pasada la una de la mañana, que la "noche de chicas" había resultado en un rotundo fracaso y que ni había avisado que me había ido con el auto. Pero como al chequear mi celular no encontré ningún mensaje en el chat grupal ni en los privados, me limité a tirarlo al asiento de atrás con un sentimiento desconocido acaparándome.

Era como un manto oscuro, como sombras turbias que se me enredaban en el cuerpo, un aire pútrido que se colaba por mi nariz, orejas y boca. No podía respirar. Cada uno por su cuenta ; era algo que había sabido por tanto tiempo que no recordaba haberlo aprendido. Había nacido con ese pequeño pedacito de sabiduría enredado en mis genes, ¿no? Creía que sí. No, sabía que sí. Pero, entonces, ¿por qué me sentía así?

Retuve el impulso de pegar un frenazo y salir corriendo. Lejos del auto, de Christof y su olor a hierba, de la ciudad, de mis supuestas amigas, del país, del mundo entero. Me frené y no corrí, porque sabía que por más lejos que estuviera, mi sombra me acompañaría.

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