1 ...7 8 9 11 12 13 ...23 Y digo "casi", porque yo tenía un doble de él en mi auto. Claro, un doble venido abajo y en las nubes de porro, pero, aun así, casi idéntico.
–¿Kai?
Soltó una carcajada tirando la cabeza hacia atrás. Su nuez de Adán subió y bajó y yo la seguí, embobada. Era demasiado para procesar. El diente partido se burló de mí. ¿Cómo no había notado todas esas diferencias antes?
–Kai en realidad es el gato. –Sentí mi rostro enrojecer, pero esta vez no tenía nada que ver con la furia–. Aaron –se presentó–. Pero claro, tú ya lo sabes.
–Ahora lo sé.
Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos, y solo entonces me di cuenta de que todavía seguíamos tomados de la mano. La retiré casi con violencia, y él dejó caer la suya rápidamente. De repente, volvía a invadirme la necesidad de huir. Él se frotó las palmas contra el jean.
Pensé en el parque, en como me había visto con la cara brotada y los ojos hinchados y vidriosos. Pensé en las cosas que le dije, en como me olvidé, incluso por el más ínfimo de los instantes, de todo excepto su sonrisa y su gato.
–Tu hermano está drogado –fue lo primero que se me ocurrió decir.
Como si lo hubiera olvidado completamente, su cabeza rebotó en dirección a Christof y la mía lo imitó, aliviada de al menos tener una excusa para dejar sus ojos.
Esta vez, mi compañero de viaje se había vuelto a abandonar al sueño. De nuevo se dispararon las alarmas al verlo tan pálido e inmóvil. Aunque vinieron acompañadas de un recién descubierto sentimiento de irritación. Había hecho todo eso para devolver un favor, pero ahora todas esas buenas intenciones parecían vacías y mal dirigidas.
–Voy a llevarlo adentro –declaró Aaron, doblándose sobre su hermano como yo lo había hecho solo minutos antes. Oí una tela rasgándose sonoramente y luego el ¡clik! del cinturón aflojando–. Espera un segundo, por favor. –Acto seguido, alzó a su hermano como si fuera una princesa hecha de plumas, rodeó el auto y subió las escaleras al trote.
No , pensé en ese momento, recordando el pánico en su voz a través del teléfono, a pesar de no haber sido Aaron, todo lo que hice esta noche lo ayudó .
Le había devuelto el favor. Una mano por otra mano. Estaba libre de deudas y culpas. Él y su hermano intoxicado ya no eran mi problema. De hecho, nunca lo habían sido. Ya podía irme.
Pero no me fui. Ni siquiera di un paso, como si de mis pies hubieran florecido raíces inmensas y se hubieran extendido hasta el núcleo de la tierra. Me di cuenta en ese mismísimo momento de que no quería irme. Por mucho que me irritara recordar las únicas palabras que me había dirigido en toda la noche, por más peste que me hubiera dejado en el auto, tenía que estar segura de que Christof estaba bien.
Mientras veía a Aaron regresar, descendiendo por las escaleras casi al trote, me decidí hacer lo necesario para dejar el dilema atrás: preguntar por el hermano, subirme al auto e irme enseguida. Simple y efectivo.
–¿Y? ¿Está bien? –soné tan despreocupada que hasta yo podía creérmelo. Él se encogió de hombros.
–Aunque no lo parezca, ha tenido peores momentos.
–Tampoco es tan difícil de creer.
Me dedicó una mirada que me hizo dudar si había sido demasiado dura, pero no parecía herido, solo curioso, con las cejas elevadas y una pequeña arruga entre ellas.
–Entonces... –continué, un poco descolocada por su silencio–. ¿Es un sí?
Aaron, que parecía haberse perdido en sus pensamientos, sonrió. Tenía ese tipo de sonrisa; amplia, luminosa, como si reflejara todo el brillo de las estrellas.
La comisura de mi boca tironeó, tentada a responder, pero la forcé de regreso a su lugar. No estaba allí para hacer amigos.
–Es un "está todo lo bien que puede estar". La resaca le durará unas buenas horas, pero se lo merece –lo dijo sin rencor alguno, con humor, me animaba a pensar.
–¿No estás enojado? –la pregunta me había trepado por la garganta y saltado al espacio entre nosotros, sin darme oportunidad de frenarla. Se me abrieron los ojos de la sorpresa y se me enredaron todos los pensamientos en un caótico griterío–. No importa –me apresuré a decir–. No me importa. Adiós.
Giré sobre mis talones y cerré con un golpazo la puerta de acompañante, dispuesta a meterme tras el volante y pisar el acelerador a fondo.
–Aspen.
Fue una sola palabra, pero la sentí engancharse entre mis costillas y tirar. Su fuerza casi me hace retroceder. No volteé, pero mantuve el rostro inexpresivo, pensando que de alguna manera él podría verme.
Esperé en silencio. En parte, porque no sabía qué decir, el chico solo había dicho mi nombre y, en parte, porque quería que lo dijera otra vez. Lo que era una estupidez.
–¿Qué?
Fue casi un ladrido, como si su sonrisa me hubiera insultado. Segura ante mi recuperada fortaleza, le solté una mirada sobre el hombro. Gran error.
Me miraba de nuevo con ese gesto de confusión, con la cabeza ladeada, como si fuera un cachorro abandonado, y la exposición de la blanca dentadura. El hoyuelo en su barbilla se profundizó cuando habló.
–¿Estás bien?
Parpadeé. Una. Dos. Tres veces.
¿Que si yo estaba bien?
Aaron tenía que ser la persona más desconcertante que había conocido nunca. Tenía un hermano medio comatoso en algún lugar de la casa, y me preguntaba a mí si estaba bien.
Ahí mismo lo decidí. Aaron no me gustaba en absoluto. Tenía esa sonrisa constantemente estampada en el rostro, como un brillante tatuaje blanco, y una facilidad casi sospechosa para tirar de mis emociones de un lado para otro en microsegundos.
Me imaginé, por la forma en la que menguó su sonrisa, que mi máscara de piedra se había caído, dejando expuestos cada uno de mis pensamientos, y eso me hizo retroceder un paso. Él amagó a avanzar otro, pero se lo pensó un segundo y devolvió el peso de su cuerpo a donde estaba.
Quise armarme de falso valor, ponerme de nuevo la máscara y mentir con las mismas mentiras ensayadas que tenía para mis padres. Quise decir que sí y sonreír irónicamente. (El humor distraía a la gente de los problemas). Pero desde el día anterior me había atropellado una mezcla hiperquinética de sentimientos tan grande que no pude hacer el esfuerzo.
Volví el rostro hacia adelante y rodeé el auto, sintiendo el peso de su mirada en mí. Cuando abrí la puerta, sus ojos encontraron los míos. O tal vez, los míos encontraron los de él. Tal vez nos encontramos a medio camino, como sabiendo que algo estaba mal en la idea de que ese fuera el final.
Tampoco tuve fuerza para sostener esa mirada, porque descubrí en ese momento, que cuando Aaron no sonreía, parecía la persona más triste del mundo.
El agotamiento de todas esas noches de estudio y las últimas cuarenta y ocho horas me estaban pasando factura. Necesitaba irme. Y así se pusieron de acuerdo por primera vez mi cuerpo y cerebro, permitiéndome entrar en el vehículo.
Mientras me abrochaba el cinturón, escuché el apagado "Adiós" de Aaron. Para cuando terminé de alisarme la falda y alcé la vista, él estaba a mitad de los escalones dándome la espalda, pero no subía. Noté que arrastraba las manos de arriba abajo sobre los jeans.
Entonces se dio vuelta. Había regresado a su rostro esa resplandeciente sonrisa que por poco me hizo olvidar las sombras que la habían atrapado minutos antes.
No me quedé analizando la forma en la que la que esa determinación vibrante que se desprendió de él me golpeó casi en olas, o la inocencia que le daban a su rostro las manchas de pintura. De hecho, pisé el acelerador con tal desenfreno, que de no ser por lo hermoso que me había parecido en ese momento, no hubiera recordado ni su nombre.
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