Apagué la lampara, buscando consuelo en la oscuridad, y me decidí a dejar de ignorar a mis amigas, abriendo el chat.
Los primeros mensajes eran sobre una tal Avery, que no tardé en enterarme, era la pelirroja, y los salteé con la sensación de que se me había encogido el pecho, fiel a mi decisión de no hacerme cargo de las penas de otros.
Lo que seguía me sorprendió. "El merecido descanso tras el regreso a clases", había escrito Fallon. ¿Descanso? No llevábamos ni una semana de clases tras el receso de Navidad y ya estaban planeando ir a otra fiesta.
Y, sin embargo, en contra de toda cordura mía, pausé y releí. Vi la excitación de todas y pensé que podría guardarme las excusas por esta única vez. Fallon tenía razón. Estaba cansada de verdad. Cansada de las responsabilidades, de pensar, de sentir y del inmenso vacío que se negaba a dejarme. Así que cuando preguntaron quienes se anotaban, respondí con una sola palabra:
YO.
La casa de Fallon era ridículamente inmensa. No tenía mejor forma de describirla. Tenía un campo de fútbol por patio, en el que había una piscina enorme y climatizada, sobre la cual se derramaba una cascada majestuosa de piedras modernas. Nos habíamos pasado todo el verano en las reposeras de al lado, tomando sol y dándonos chapuzones cortos, con vasos de bebidas que ningún padre aprobaría que sus hijas tuvieran en manos.
Había, en el rincón opuesto, un bosquecito, que venía a ser un rejunte de árboles pelados por el invierno con ramas retorcidas que le daban un aire de ensueño. Era la parte más bonita de la casa. Mejor que el cine en el subsuelo, el jacuzzi o el sauna, incluso mejor que el balcón del cuarto piso en el que me encontraba. Pero a Fallon no le gustaba porque había poca luz para broncearse, y porque decía que los bichos eran insoportables.
–¡Es tu turno! –Ashleigh llamó a mis espaldas, asomando por el ventanal corredizo que hacía de puerta. Con ella se elevaron las voces que solían ser un murmullo apenas perceptible entre el silencio de la noche. Apenas le dirigí una mirada sobre el hombro y un corto asentimiento de cabeza.
Afuera estaba frío, un frío que te calaba los huesos y te ajaba las mejillas, anunciando que la peor parte del invierno estaba justo sobre nosotros. Me gustaba la sensación del viento abrazándome por más que me hiciera temblar, y lo último que quería era interrumpir ese momento para unirme al griterío que provenía del cuarto de Fallon. Pero, siendo viernes por la noche, y viendo que yo solita me había metido en esto, no tenía más opción que alejarme del barandal y abandonarme en manos de mis amigas.
Cuando me dejé caer en la silla frente al espejo del tocador de Fallon, un chillido comunitario las poseyó a todas. En el colegio habían estado insoportables, con miles de ideas sobre qué hacer con nuestro pelo, maquillaje, ropas, como si fuéramos a los Óscars y no a otra fiesta en la que pocos –por no decir nadie– notarían en verdad nada de eso en la oscuridad.
Asheligh tenía el pelo negro y lacio característico de las chicas asiáticas, y siempre me había parecido la más bonita del grupo. Tenía los ojos rasgados, que había heredado de su madre, y una sonrisa inocente que habría engañado a cualquiera que no la conociera. Yo sabía perfectamente que, aunque ahora me mirara emocionada, más de una vez había hablado mal de mí a mis espaldas. Nunca le di demasiada importancia. Después de todo, no necesitaba su amistad. Mientras Fallon me quisiera, o al menos me viera útil, sería bienvenida allí y pasaría de lo más cómoda por este último año de la secundaria, como había hecho desde tercero.
La dueña de la casa ya se estaba agarrando el peine y la rizadora. Aunque creí que eran para ella, que insistía en arreglarse última para que le durara más el maquillaje, los dirigió a mi melena. Sus ojos azules encontraron los míos en el espejo.
–Hoy, vas a ser una diva –me afirmó, sonriente. Tenía un rostro en forma de corazón y labios finos, siempre pintados con brillos. La piel dorada tras horas y horas al sol iba a juego con su cabello castaño claro, y yo era una convencida de que se desvivía para alcanzar esa perfección inmaculada.
–No sé si la rizadora es necesaria –respondí, un tanto desconfiada de tener a Fallon con un aparato hirviente tan cerca de mí.
A decir verdad, siempre habíamos sido un grupo bastante peculiar. Ashleigh con sus sonrisitas y sus calificaciones perfectas, Claire con sus novios de turno; Maggie, la deportista estrella, capitana del equipo de fútbol femenino, Fallon con su encanto y superioridad, y yo, con mi sencillo silencio. Ninguna confiaba demasiado en la otra, pero nos necesitábamos. Para no estar solas, para ser admiradas y, en algunos casos, porque conocer a la competencia era la mejor forma de destruirla. ¿No?
Ashleigh y Fallon habían competido en todo desde que tenía memoria, y estaba segura de que, el bizarro respeto que existía entre ellas, provenía de las veces en las que se habían hecho sufrir la una a la otra. Robándose chicos, echando a perder tareas, tomando el lugar como presidente de la clase, dirigiendo el comité para algún que otro baile. Mentiría si dijera que no era de lo más divertido observarlas arrancarse los pelos mutuamente, pero a veces podía llegar ser tedioso. En especial cuando montaban espectáculos a los gritos en la cafetería y todos se quedaban observando nuestra mesa. Les encantaba hacer eso, y mientras lo hacían, yo comía en silencio, con mi calma habitual, haciendo como si nada cuando quería tomarlas a una por cada oreja y gritarles que maduraran. Al día siguiente, o en el peor de los casos, una semana después, entrarían tomadas del brazo como si nunca hubiera pasado.
Claire, con su cabello anaranjado y su lado seductor, vivía de la atención del sexo opuesto. Los novios le duraban un mes, y en el medio estaba con una infinidad de chicos más. No me gustaba la forma que tenía de hacerlos sentir especiales. La había visto en incontables ocasiones romperles el corazón tras semanas diciéndoles que eran los únicos. Por suerte, Maggie concordaba conmigo y siempre se lo reprochaba, lo que me ahorraba el trabajo y la culpa de no hacerlo yo. Eran mejores amigas, tal vez las únicas dos que realmente se querían en nuestro rejunte. Habían sido como carne y uña desde la primaria, y a veces sentía que eran parte de un pequeño grupo aparte, con sus miradas silenciosas y sus chistes internos. Más que molestarme, lo envidiaba. En mi vida había tenido una conexión así con alguien, un amigo de verdad que supiera todo de mí.
En el fondo éramos un rejunte de chicas bonitas: dos castañas, una con pelo de zanahoria, otra pelinegra y una rubia. Cualquiera que tuviera dos neuronas y un buen par de ojos notaría que el único secreto tras mi presencia allí había sido un poco de suerte, mezclado con la rareza de los genes ucranianos y –escondida, bajo pisos y pisos de mentiras– mi desesperada necesidad de protegerme de quienes me rodeaban. ¿Qué mejor manera de hacerlo que siendo quien todos temían?
–No digas tonterías, vas a quedar preciosa. –Y, aunque me hubiera gustado protestar, estaba demasiado cansada para hacerlo.
La noche anterior tampoco había dormido, como tantas otras, enfrascada en el estudio y cualquier otra cosa que me permitiera no pensar en la situación de ayer, en Avery y sus ojos vidriosos mirándome como si fuera su única esperanza. No me gustaba sentirme culpable. Ella había besado a Darren y buscado la ira de Fallon, yo no había hecho nada. De la misma forma en la que no hice nada para ayudarla cuando Fallon le dio vuelta el rostro de un manotazo. Y luego otro. Y otro más, con el puño cerrado, directo en la nariz. Todos sus anillos quedaron impresos en el rostro de Avery como una secuencia de tatuajes rojos.
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