Entonces una segunda voz, casi tan suave como el pelaje del animal, se coló entre la de mis pensamientos.
–¡Kai! –Tres letras cargadas de alivio me acariciaron mientras su dueño se acercaba a donde el gato y yo nos encontrábamos. Unas manos varoniles, con dedos largos manchados con infinidad de colores, irrumpieron en mi campo de visión para hacerse con la bestia, pero parecía totalmente negada. Solté un chillido cuando se escurrió entre mis tobillos, impulsándose con un solo salto hacia mi regazo. Instintivamente, el desconocido se alejó un par de pasos, sus manos desaparecieron de mi vista, como si las hubiera alzado en señal de rendición–. Le agradas –soltó, y estaba segura de que sonreía, pero mis ojos estaban clavados en el animal, temiendo que me atacara ante el más mínimo despiste–. A Kai no le agradan muchas personas –continuó con su explicación–, como habrás notado.
Yo, que había estado al borde del llanto tan solo unos segundos antes de esto, a duras penas podía procesar sus palabras. Cuando alcé la vista para encontrarme con la del desconocido, con el único objetivo de que se llevara a su gato de mierda y a su palabrerío incesante, el nudo en mi garganta se asentó.
Primero caí en la cuenta de que tenía unos ojos preciosos, de color avellana, rodeados por un halo de pestañas densas que los hacían infinitamente profundos. Luego, en que tenía unos rasgos trazados delicadamente, con una nariz perfilada y unos pómulos remarcados, bronceados por lo que parecían horas al sol. Tanto estos, como sus manos y la mata de desprolijos rizos castaños que le caían sobre la frente, estaban salpicados con pintura amarilla y naranja. Por último, vi una sonrisita despreocupada que tembló un poco, desdibujándose en una mueca de incertidumbre al ver mi rostro.
Podía imaginarlo perfectamente. Toda la vida había tenido el mismo evidente problema que se sumaba al del llanto. A diferencia de muchos afortunados, cuando la congoja se hacía demasiado fuerte y me empeñaba en esconderla, manchas rojas tomaban mi rostro y resaltaban mi palidez. Rodeaban principalmente mis ojos irritados y mi nariz, pero no era mucho mejor sobre las mejillas o la barbilla. Mamá me dijo una vez que hacía que mis ojos se vieran tétricos, casi translúcidos.
Pero, como lo último en lo que quería pensar era en mi madre y sus terribles consejos para la triste niña de seis años que fui una vez, parpadeé rápidamente para alejar las lágrimas, logrando una imagen más clara –y no por ello menos atractiva– del chico frente a mí.
–Si esto es por Kai, juro que es un santo. No te asustes. –Noté que tenía el otro extremo de la correa del gato enredada entre los dedos y su voz había adquirido un tono que iba entre el consuelo y la gracia pero que, tal vez porque estaba demasiado conmocionada como para admitir más sentimientos en mi sistema, no me molestó tanto como debería. De hecho, tenía una voz casi relajante–. Simplemente odia la correa.
–¿Un gato con correa? –No era exactamente lo que tenía planeado decir, pero me conformé con que mi voz no temblara. En mi garganta parecía haberse atorado una montaña de rocas filosas: una por cada lágrima que me negaba a soltar.
Él se encogió de hombros y, como si mis palabras hubieran sido una invitación, tomó asiento a mi lado. El gato emitió un rugido patético que, si bien no surtió efecto en el invasor, tensionó todos los músculos de mi espalda.
–Si fuera por él –explicó el desconocido girándose hacia mí con una sonrisita carismática–, solo se levantaría para comer. Así que cuando empezó a engordar, llegamos a la conclusión de que había que hacer algo al respecto. Ya ves, a Kai no le pareció la mejor opción –dijo, cabeceando hacia la mitad de la correa rosa que sostenía–; es la segunda que rompe.
No parecía en absoluto avergonzado de estar paseando un gato gordo y malhumorado con una correa como si este tuviera complejo de perro, así que no se lo hice notar. Además, comenzaba a relajarme en la compañía del felino. Casi lo suficiente como para olvidar la causa de mi conmoción.
Casi . Pues en el fondo de mi cabeza revoloteaba vívidamente el recuerdo de la chica asustada en el suelo. Ella, a diferencia de mí, no había tenido la fuerza para bloquear el llanto, y se le había escapado a sacudidas del cuerpo. En un momento llegué a pensar que iba a partirse en dos si seguía llorando así, forcejando contra las manos que tiraban de ella.
–No puedo creer que se esté dejando acariciar –la voz del desconocido me obligó a girar, volviendo a encontrar sus ojos, que parecían más sorprendidos de lo que yo estaba al verme deslizar los dedos índice y anular por la cabecita del gato–. Creí que odiaba a todo el mundo. Ahora empiezo a creer que solo me odia a mí.
Me fue imposible no esbozar una sonrisa, por más débil que esta fuera, ante la forma en la que se reía de sí mismo. Me hubiera gustado tener ese poder.
Sus espesas cejas se alzaron con indignación fingida.
–¿Te divierte? –Estaba sentado en el extremo opuesto del banco, lo suficientemente lejos como para ser respetuoso y a su vez poder hablar en un tono moderado.
–¿Que tu propio gato te odie?
–Puesto así es un poco patético, ¿no?
–Un poco.
–Al menos mi gato y su odio a mí te distrajeron.
Pero por más verdad que hubiera en esas palabras, el recuerdo me volvió a sorprender, y mi concentración volvió al felino. Estaba totalmente derretido en mi regazo. Me sorprendió el consuelo que esa bola peluda podía traerme. Tal vez era porque teníamos el mismo humor nefasto y el mismo deseo de escapar.
El chico soltó un “maldición” por lo bajo, como si le avergonzara aplicar ese vocabulario, y enseguida se disculpó.
–Lo siento, tal vez lo mejor hubiera sido no mencionarlo. No estoy acostumbrado a consolar chicas en parques.
–No me digas. Se te da de lujo.
Sus ojos se iluminaron.
–¿De verdad?
–No –mentí, disfrutando del bufido irritado que dejó salir al apoyar sus antebrazos en las rodillas–. Pero no es que yo necesitara consuelo.
–¿Entonces llorabas por hobby ? –se mofó.
–No lloraba.
Excelente respuesta, Aspen. Simplemente excelente.
–Ah, ya veo –contestó con evidente burla–. ¿Se puede saber por qué no llorabas, entonces?
Y aunque pretendió ser un chiste, me costó Dios y ayuda no romperme completamente cuando abrí la boca para contestar y se me escapó un ruidito tan penoso como el intento de rugido del gato en mis piernas.
Me pegó con fuerzas renovadas la visión de mis amigas, esas que hacía no tanto parecían lo mejor de lo mejor, derramando como agua insultos sobre la chica pelirroja. Si bien Fallon y el resto del grupo habían mostrado comportamientos similares otras veces, nunca habían llegado a ser más que un par de empujones y breves insultos, y aunque nunca me regodeé en ellos o participé, tampoco intervine, quedándome a un lado con una sonrisita de suficiencia ligera pero notoria como para que no me criticaran por amarga.
Pero, antes de hoy, no habíamos sabido con quién engañaba a Fallon su novio. Al descubrirse que era nada más y nada menos que con la pelirroja un curso por debajo de nosotras, a nadie se le ocurrió que Fallon debería cortar con Darren Wes. Eso sería una locura.
Lo que había que hacer era mucho más obvio y sencillo. Hablaron de ello como cuando íbamos de compras: con sonrisas de diversión y chillidos excitados, y cuando tocó el timbre de la última hora, sorprendimos a la pelirroja. Me alegré de no haber prestado atención mientras planeaban todo, porque no estaba segura de haber podido pararme a un lado mientras Maggie y Ashleigh la empujaban, tomándola una de cada brazo, dejando paso libre al puño de Fallon.
Читать дальше