Penelope Ward - Un hombre para un destino

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"Todo empezó con un vestido…" Cuando entré en aquella tienda de segunda mano, allí estaba: el vestido perfecto, con plumas y… una misteriosa nota de un tal Reed Eastwood. Parecía el hombre más romántico del mundo, pero nada más lejos de la realidad. Es arrogante y cínico, y ahora, además, es mi jefe. Necesito descubrir la verdad tras esa preciosa nota y nada me detendrá. Un relato sobre segundas oportunidades
best seller del
Wall Street Journal

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Me estremecí. Casi había olvidado aquella preciosa nota y las emociones que había experimentado al descubrirla. No podía imaginar que el hombre desagradable y distante que había conocido fuera el mismo que había escrito aquellas románticas palabras. El Reed que conocía era un hombre frío y pragmático y aquello hacía que sintiera todavía más curiosidad acerca de lo sucedido.

Suspiré.

«Una nota azul de Reed».

«Para mí».

«Es surrealista».

En la parte superior, había un membrete en relieve que leía «De la oficina de Reed Eastwood». Suspiré profundamente y leí el resto:

Charlotte:

Si tiene alguna pregunta más sobre Bridgehampton, no deje de teclearla en el aire y enviármela.

Reed

Capítulo 8

Reed

Llegué al semáforo de la esquina con quince minutos de antelación. Charlotte ya estaba allí, de pie frente al edificio. Estaba esperando a que se pusiera verde, así tenía tiempo de contemplarla desde la distancia. Echó un vistazo al reloj y, luego, a su alrededor, en la acera, antes de acercarse a una botella de agua vacía que había en el bordillo. La recogió y se puso a buscar más.

¿Qué narices hacía? ¿Buscaba botellas en las calles de Manhattan para conseguir el centavo que le daban a uno al reciclarlas? Aquella mujer estaba realmente loca. ¿Quién tenía tiempo para hacer algo así? La observé mientras se dirigía a otro objeto, lo recogía, caminaba hacia otro, hacía lo mismo… «Pero ¿qué…?».

El semáforo se puso en verde, así que giré a la derecha y me detuve en la calle de un solo sentido que había frente a nuestro edificio. Charlotte dio un cauteloso paso hacia atrás y, acto seguido, se inclinó para ver quién estaba al volante. Se había pasado todo el rato recogiendo porquería infestada de microbios de una calle de Nueva York, pero le preocupaba que el conductor de un Mercedes S560 tuviera algún problema. Bajé la ventanilla de cristal tintado y pregunté:

—¿Lista?

—Ah, sí. —Miró a la derecha, luego a la izquierda y levantó el índice antes de acercarse a mitad de la manzana—. Un segundo. —La seguí con la mirada y vi que se acercaba a una papelera y tiraba toda la basura que había recogido. «Estupendo. No solo se dedica a limpiar las calles al amanecer, sino que, cuando se inclina, esa falda le hace un culo increíble».

Abrió la puerta del asiento del copiloto y se metió en el coche.

—Buenos días.

«Y encima, está animada. Perfecto».

Señalé la guantera.

—Tengo toallitas.

Frunció la nariz, sin comprender.

—Para que se limpie las manos —añadí con un suspiro.

Volvió a esbozar aquella sonrisa traviesa. Levantó las manos y me enseñó las palmas, agitándolas frente a mí.

—¿Tiene fobia a los gérmenes?

—Límpiese las manos, por favor.

Sería un día muy largo…

Puse en marcha el motor y conduje hacia el túnel mientras Charlotte obedecía. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que salimos de la ciudad y llegamos a los peajes del otro lado de Manhattan.

—¿No tiene uno de esos dispositivos para pasar de forma automática? —preguntó, con la vista puesta en el enorme cartel de la cola de «solo efectivo» en la que me había colocado.

—Un teletac. Sí, pero la última vez que lo utilicé conduje con el otro coche y me lo he dejado ahí.

—¿Su otro coche es una camioneta o algo así?

—No. Es un Range Rover.

—¿Para qué necesita dos coches?

—¿Por qué hace tantas preguntas?

—Vaya, no hace falta que sea tan maleducado. Solo intentaba conversar con usted —dijo, y miró por la ventanilla.

En realidad, el Rover era de Allison. Pero no iba a mencionarla delante de aquella mujer. Había dos coches más en la cola, así que me metí la mano en el bolsillo para sacar un billete de veinte dólares y me percaté de que tenía la cartera en la guantera.

—¿Le importaría sacar mi cartera de la guantera? —le pedí.

Continuó mirando por la ventanilla.

—¿Qué tal si añade un «por favor» a esa frase?

Frustrado y con solo un coche delante en la cola, me incliné bruscamente y saqué yo mismo la cartera. Por desgracia, eso me permitió disfrutar de una espectacular vista de las piernas bronceadas y torneadas de Charlotte. Cerré la guantera de un golpe, malhumorado.

Tras pasar el peaje e incorporarnos a la autopista hacia Long Island, decidí comprobar las habilidades de nuestra nueva asistente.

—¿Cuántas habitaciones y baños tiene la casa que vamos a enseñar hoy?

—Cinco habitaciones y siete baños. Aunque no tengo ni idea de para qué necesitaría alguien siete baños.

—¿De qué material es la piscina?

—De hormigón proyectado. También está calefactada. Y tiene la forma de un lago de montaña, mármol italiano importado y una cascada.

Sí que había hecho sus deberes, pero no iba a dejar que saliera airosa tan fácilmente.

—¿Extensión?

—La casa principal tiene cuatrocientos cuarenta y un metros cuadrados. La casa de la piscina otros sesenta, y también tiene calefacción.

—¿Número de chimeneas?

—Cuatro dentro y una fuera. Todas las interiores son de gas; la exterior, de leña.

—¿Electrodomésticos?

—Viking, Gaggenau y Sub-Zero. Además hay una nevera y un congelador de la serie Pro Sub-Zero en la cocina y otra unidad combo en la casa de la piscina. Y en caso de que lo dudase, las tres neveras combinadas cuestan más que un Prius nuevo. Lo he comprobado.

«Mmm». Quería que metiera la pata, así que le pregunté algo que no aparecía en el folleto.

—¿Y quién ha sido el encargado de la decoración?

—Carolyn Applegate, de la empresa de diseño de interiores Applegate y Mason.

Libraba una batalla de lo más extraña en mi interior. Aunque mi intención era ponerla en un aprieto para que cometiese un error, una parte de mí estaba exultante por que no lo hubiera hecho.

—Y es «la encargada» —murmuró.

—¿Cómo?

—Es una mujer, por lo tanto es «la encargada».

Tuve que fingir una repentina tos para disimular mi sonrisa.

—Bien. Me alegra ver que ha hecho los deberes.

Llegamos a la residencia Bridgehampton una hora antes de la primera visita. Los encargados del catering ya estaban allí, disponiendo todo en su sitio. Tenía que hacer algunas llamadas y responder algunos correos electrónicos, así que le dije a Charlotte que diera una vuelta por la casa para familiarizarse con el terreno. Media hora después, la encontré en la sala principal, escudriñando una pintura.

Me acerqué a ella por detrás.

—La dueña es una artista. Ninguna de sus pinturas están incluidas en la venta de la casa.

—Sí, lo he leído. Es muy buena. ¿Sabía que visita residencias de ancianos para escuchar las historias de cómo la gente conoció a sus maridos y mujeres y luego pinta la imagen que ve al oír sus historias de amor? Me pregunto si esta es una de ellas. Es tan romántica…

En el cuadro se veía a una pareja cenando en un restaurante, pero la mujer parecía mirar a un hombre que estaba sentado en la mesa al lado de ella, disimulando una sonrisa.

—¿Qué parte le parece romántica? ¿La mujer que mira al hombre con el que no ha ido a cenar? ¿O la parte donde el pobre hombre al que mira no se da cuenta de que dentro de unos meses le hará lo mismo a él?

Contemplé la pintura y me compadecí del pobre hombre sentado frente a la mujer. «Confía en mí, amigo. Es mejor que descubras ahora que no te es fiel».

Charlotte se giró y me miró.

—Vaya. Es usted todo corazón.

—Soy realista.

Se llevó las manos a las caderas.

—¿De verdad? Dígame algo positivo sobre mí. Un realista ve todos los aspectos de la gente, tanto los buenos como los malos. Lo único que ve en mí es lo negativo, desde que nos conocimos.

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