Alma Mancilla - Fulgor

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Eva, una joven estudiante de antropología que se recupera de un aborto, se instala en una cabaña para hacer un trabajo de campo sobre una comunidad indígena. Pero se topa en el bosque con un inquietante grupo de silenciosas mujeres de blanco, aunque nadie en el pueblo tiene constancia de ellas. Ni tampoco del extraño caserío que habitan, junto a un muchacho albino, por el que rondan las lechuzas. Y para cuando la medicación de Eva se agote, el límite entre fantasía y realidad se desvanecerá. Con una prosa depurada y crepuscular, Mancilla explora el terror opresivo que anida en el centro de la condición femenina.

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Paso al baño, donde suelto al fin la orina que llevo horas reteniendo. Escucho al chorro dar contra la losa del inodoro mientras contemplo la enorme araña que me mira desde donde el muro hace esquina con el techo. Sus ojitos cargados de espanto me conmueven. Cuatro pares de ojos para una sola cabeza sorprendida. Patas que multiplican el callado horror de arrastrarse por el mundo arriesgando la vida a cada paso. El inodoro está casi vacío excepto por el charco amarillo oscuro, casi marrón que acabo de depositar allí dentro como una ofrenda apestosa. Es preciso, en cada ocasión, echarle agua de un grueso bidón azul que el vigilante se ocupa de llenar cuando es necesario y que ahora mismo está al límite del nivel en el que alguien tan bajita como yo puede tener acceso sin correr peligro de caerse dentro. Dos cubetas más y tendré que tirarme de cabeza, nadar en esas aguas para sacar un balde medio lleno y ayudar, así, a evacuar de aquí la podredumbre. Pruebo a lavarme las manos en el lavabo y, contrario a mis expectativas, de la llave sale un chorrito que, aunque al principio tiene un tinte cobrizo, casi enseguida vira al transparente más claro. Sonrío, satisfecha. No se necesita más que un hilo de agua limpia para sacarse de encima la mugre. Aquí dentro huele a azufre, a cloro, ligeramente a tubería. Alguien ha colgado de un clavo un pedazo de espejo; es triangular, con una grieta, terminado en punta. En él me miro largo rato, una mujer a medias, un ojo y una boca y una nariz retorcida en un ángulo extraño. Un cuadro de Picasso o una fantasía de El Bosco.

En el camino de vuelta a la cabaña constato lo que ya sé: por ahora soy la única habitante del complejo campestre. Las puertas de las otras tres cabañas, todas más grandes y en mejor estado que la mía (de alguna forma tengo que llamarla), están firmemente cerradas con cadenas y candados, son minúsculas fortalezas a las que nada perverso entrará. Más allá de la zona de las mesas el camino asciende hasta un prado donde hay unos columpios y una canasta oxidada para jugar al baloncesto. Todo está en mal estado, supongo que no se usará con frecuencia. El sendero que de ahí parte se pierde entre los árboles, cuyas copas se agitan al viento y contienen, entre todas, la gama completa del verde y del gris. No es esa mi ruta, la que he de seguir mañana cuando vaya a hacer mi visita inicial al pueblo. Pero ese otro camino he de explorarlo también, a su tiempo.

Hoy no. Hoy me contento con escudriñar la madriguera, con ser el animal que toma posesión de cada rincón de su caverna. Mi ropa, toda en colores prácticos, en materiales fácilmente lavables (un pantalón, tres camisas), pende ya de los ganchos del armario empotrado en la pared. Mis botas esperan listas al lado de la puerta, pegadas al muro. No son nuevas, yo no cometería un error así. Para comer el día de hoy he traído pan y jamón, que mantengo en la nevera portátil que me ha dejado Josué. Hay un pequeño frigorífico, pero al abrirlo suelta un hedor putrefacto. Es lo malo con estos aparatos: basta con que se los deje de usar un tiempo para que sucumban a su propia descomposición. Me he prometido lavarlo más tarde, o en estos días. Por lo pronto, lo dejo abierto para que el aire nuevo se lleve el aire viciado y el aroma a estancamiento. Observo los diversos cacharros encima de la pequeña estantería: una sartén, un comal, un par de coladores y una cacerola de peltre a los que, al menos, han tenido la atención de quitarles el polvo. Soy mala cocinera, no creo que los utilice en demasía de todas formas.

Mientras me como mi sándwich sentada en el sillón de mimbre del pequeño salón, observo con cuidado el enorme cuadro que pende de la pared. Es un paisaje, probablemente de esta región. Lo digo por el bosque que, aunque parece solo sugerido por algunos trazos, es oscuro y tupido. Una mujer, de pie en el centro del lienzo, aparece rodeada por lo que al principio tomo por un coro de ángeles. ¡Ángeles en el bosque! Eso sí que sería raro. Pienso en diminutas divinidades con alas, en querubines como moscas. Solo al mirar con más atención descubro que son pájaros, aves de rostros extrañamente geométricos, casi cuadrangulares, infinitos ojos amarillos que destellan en la oscuridad circundante. ¿Por qué rodean a la mujer de esa forma? ¿Son un buen o un mal augurio? Es de noche en ese bosque, no hoy, sino para siempre. Las cosas en el arte son siempre eternas, un instante que es también una prisión.

No me gusta ese cuadro. Algo en él me parece remoto y malvado. En cuanto termino de comer intento descolgarlo y, al despegarlo del muro, brota de detrás del lienzo una araña enorme que se deja caer al suelo y corre por ahí a esconderse. Dejo el cuadro volteado, bien apoyado sobre la pared, y limpio los restos de telarañas que podrían invitar a que algo más se instale ahí arriba. La araña no está por ninguna parte; buena suerte para ella y mala suerte para mí. Dispongo la única mesa a modo de escritorio, la muevo y coloco todo en el ángulo y posición en los que me gusta trabajar: la ventana al frente, el salón detrás. Anotó en una de mis libretas la fecha, no sé para qué. Es lo que debo hacer, supongo. Escribo: Todo lo que vive se muere. Todo lo que no ha nacido también ha firmado ya su rendición. Lo que había en mi vientre no tenía padre. Todo lo que no tiene padre no existe.

El médico dijo, al atenderme, que era preciso devolver las cosas a su justo lugar. ¿Cuál es ese lugar? ¿Cuál era el punto de partida o de inflexión al que intentaba devolverme? No se preocupe, no ha quedado dañada de manera permanente. Con el tiempo, podrá volverlo a intentar. Escribo: Todo lo que se siembra en la duda está condenado a morir. Vuelvo las hojas de mi libreta en reversa, frenéticamente. En la primera página, que he dejado en blanco a propósito, anoto al fin: Apuntes de una histérica que recorre el mundo en los días que están por venir . Apuntes de la madre de un niño muerto. Apuntes de la que fue y vino, de la que vino y se fue. Notas de la que escapó. Un rato más tarde la cierro de un tirón, ya es suficiente por hoy. Me estiro para agarrar el cable del foco, que desde aquí abajo distingo todo cubierto de cagarrutas de mosca. Apago la luz. Apago todas las luces. Me hundo en la tiniebla.

Por la ventana de la cocina solo se ve ahora un pequeño rectángulo amarillo, el de la cabaña del vigilante, un único ojo acuoso que atento vigila la noche. O eso espero, al menos. Debo confiar en que así sea. El resto del paisaje, el de detrás, el del entorno de las cabañas, es negro y de una consistencia extrañamente coloidal. Es porque las ramas se mueven, porque el bosque parece vivo y anhelante. Me cambio de ropa y, ya en el cuarto, me doy cuenta de que no he cambiado la sábana aún. El colchón está cubierto de grandes manchas amarillentas, quién sabe si de sangre, de sudor o de orina. Por supuesto que he tenido la precaución de traer ropa de cama limpia, y extiendo mi sábana y mientras la acomodo de manera meticulosa, como si con eso pusiera entre mi cuerpo y esa suciedad antigua una inquebrantable capa de protección, una fina membrana que mantendrá a raya lo indeseable. Antes de meterme al fin en la cama me tomo mis pastillas, las que preciso a esta hora en la que todo es proclive al delirio febril y a la alucinación. Se escuchan chicharras a lo lejos, y arriba, sobre la casa, un aletear de aves. Me cubro la cabeza con la única manta para poder dormir. El sueño viene, por fortuna. El sueño: ese reparador de todos los males. El sueño: ese implacable devorador.

3

Es el primer día antes de lo que vendrá. Así, como en esas frases de corte inspiracional: es el primer día del resto de tu existencia. El mañana es hoy. Carpe diem. Lo que tienes a tu alrededor es un universo recién parido, el paraíso en el que tú apareces de repente, larva envuelta aún en la baba primordial. Carne de la carne surgida. Me bebo un yogur, despacio y en silencio, como para no perturbar la paz de los bacilos. Me como una manzana que me sabe dulce, pulposa, más como un melocotón. Lo hago todo sin demasiada prisa, al fin y al cabo, a lo lejos apenas está amaneciendo, tengo todo el tiempo del mundo. Lamento no haberme traído una grabadora, unos cuantos CD. Tarareo una vieja canción de los Beatles, algo que viene de un tiempo que en realidad no me tocó. Pero la canción se va poco a poco deshilachando, no recuerdo más que algunos fragmentos, no los suficientes para darle estructura y hacer que suene bien.

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