Alma Mancilla - Fulgor

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Eva, una joven estudiante de antropología que se recupera de un aborto, se instala en una cabaña para hacer un trabajo de campo sobre una comunidad indígena. Pero se topa en el bosque con un inquietante grupo de silenciosas mujeres de blanco, aunque nadie en el pueblo tiene constancia de ellas. Ni tampoco del extraño caserío que habitan, junto a un muchacho albino, por el que rondan las lechuzas. Y para cuando la medicación de Eva se agote, el límite entre fantasía y realidad se desvanecerá. Con una prosa depurada y crepuscular, Mancilla explora el terror opresivo que anida en el centro de la condición femenina.

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Procuraré bajar una vez por semana a la cabecera, desde donde podré enviar los avances a mi supervisor y noticias a mi madre. A ella la he llamado hace un rato, desde la gasolinera, solamente porque se lo prometí. Como de costumbre, ella se encargó de recordarme que estoy frágil. Que tuve que ser llevada al hospital. Que lo que me pasó es, tal vez, un signo de algo más grave. Las señales que preceden a la tormenta. La histeria, como ella insiste en llamarla pese a que todos los médicos le han dicho que ese término ya no lo usa nadie: Te pusiste histérica, Eva, gritabas como una loca. Mientras hablábamos frente a mí pasó un coche lleno de niños, sus caras pequeñitas pegadas al vidrio, uno de ellos con la lengua fuera, como una víbora ponzoñosa. Un tráiler subía por la cuesta exhalando un rugido ominoso. En el fondo, mi madre no me perdona que no me haya convertido en lo que ella fue, que no sea una mujer unida a un hombre con un papel de por medio, que no piense, ni por asomo, en casarme o en pagar una hipoteca. Que se me ocurra venir a quedarme así, sin compañía, en un lugar tan remoto.

Es una locura, Eva, no deberías estar allá, no tú, no sola, no ahora. La voz de mi madre me obligó a mirar mis manos delgadas, sudorosas, mi rostro como el de una niña vieja en el reflejo del cristal del coche, mis ojeras pronunciadas, que no son las que corresponden a una mujer joven y saludable como lo debiera ser yo. La enfermedad que se nos esconde en la cabeza es la más hostil de todas las afecciones, la que más rápido nos expulsa del mundo circundante, la que más nos convierte en algo que se parece a los zombis. Mientras pensaba en qué contestarle a mi madre, y con las pupilas fijas en mis propias pupilas en el reflejo de la ventanilla del coche, sentí cómo se encorvaba mi espalda y cómo se encorvaba mi mente, como si a mi alrededor el cielo se viniera abajo igual que una pesada losa de cemento o de metal. Al final, no pude sino abrir los labios para musitar: Mamá, no soy una niña, hace mucho que dejé de serlo. Y no tienes de qué preocuparte. Yo sé cuidarme, voy a estar bien. Colgué en cuanto escuché que ella empezaba a sollozar, sintiendo ya que le había contado una mentira. Yo no tengo la culpa: las lágrimas de mi madre son cuervos que vuelan a través del alambre, aves rapaces que atraviesan las distancias. Sus lágrimas son gritos que siempre me consiguen alcanzar.

Después de aquello, Josué y yo nos comimos un par de elotes en el puesto de junto. Eran grandes, amarillos, cubiertos de una gruesa capa de mayonesa de la que aún siento el regusto salado y grasiento en la boca. Mientras esperábamos a que los prepararan vi venir por la carretera una carreta blanca, subiendo como un extraño mamut que se arrastrara sobre el asfalto. En el interior iban dos mujeres que también vestían de blanco y miraban al frente con solemnidad de campesinas bávaras, de gente de otra época. Blanca la nieve, blanco el sol, blanco el llanto, pensé. Parecían menonitas, pero estoy segura de que por esta región no los hay. Busqué a Josué para preguntárselo, pero este se había levantado y caminaba con porte de dandy rumbo a los baños. Me dirigí entonces a la señora que preparaba los elotes, pero ella estaba ya ocupada con otro cliente y no me prestó atención. Las mujeres me miraron al pasar, de reojo, sin girar la cabeza, como si aquel movimiento les estuviera prohibido. Yo las mire a mi vez, con curiosidad, pero con disimulo, esbozando apenas una sonrisa que ninguna de ellas me devolvió. Seguí mirándolas con esa sonrisa boba en los labios hasta que la traqueteante carreta se perdió en la espesura y desapareció detrás de un muro natural de árboles.

¿Estás segura, Eva?, me dice Josué, interrumpiendo mis recuerdos. Puedo quedarme si quieres. Estoy segura, ya lo creo, le digo yo. Tú mismo has dicho que no me pasará nada, que se puede confiar en este lugar. Me parece extraña la expresión: uno confía en las personas, no en los espacios, no me parece que esa sea una forma correcta de expresarse. Josué se encoge de hombros y no insiste. Es guapo, un poco pasado de peso si acaso. Tiene un lunar grande en el pecho, se lo he visto por encima del cuello de la camisa. No me gusta ese lunar; parece una cucaracha, y se me ocurre que en la intimidad debe asemejarse a un diminuto ojo que te mira desde el interior de un bosque de pelos. No me he acostado con Josué, nada de eso. Él no me lo ha pedido, y es probable que sepa que de todas formas yo no lo dejaría tocarme. No hoy, no esta noche, al menos. Que soy, como ya deben haberle dicho, un caso perdido. No un modelo de castidad sino una mujer con la cabeza en las nubes, alguien extraviado en cosas que no le importan a nadie. Que tendría que conquistarme o forzarme para poder lograr su cometido, y presiento que Josué no es, de todas formas, de los que están dispuestos a llegar a esos extremos.

En realidad, no somos muy amigos, Josué y yo; ahora que lo pienso, apenas nos conocemos. Cruzamos algunas palabras en aquel bar la otra noche, las suficientes, sin embargo, para que aquello pareciera una conversación. Fue ahí donde le hablé de mi proyecto. Donde le hablé de mi necesidad de venir aquí. Él me ofreció esta cabaña, tal vez por compromiso, o por tener algo interesante que decirnos. Se me ocurrió que habría detrás del ofrecimiento alguna segunda intención, pero, para ser justos, no he notado que Josué me mire con lascivia ni una sola vez. Tal vez no le gusto lo suficiente. Suele sucederme; no soy de las que impresionan a la primera. También puede ser que él tenga otras preferencias. Me da algunas instrucciones más, algo sobre los garrafones de agua, sobre los contactos de luz, sobre el baño, que es común y está en la cabaña central. Solo hay agua caliente por las mañanas, así que estoy avisada. Me deja anotado un teléfono en un papelito arrugado que coloca al descuido sobre la encimera. Es para las urgencias, aunque tal vez no sirva de gran cosa si uno no tiene desde donde llamar. Me imagino que el vigilante tendrá uno de esos walkie-talkies , o una radio, algún aparato que permita conectar con el exterior.

Suerte con tu trabajo, Eva, remata Josué. Si necesitas algo se lo pides al vigilante. Me planta un beso en la mejilla y cuando escuchó la puerta que se cierra a sus espaldas sé que Josué se ha llevado consigo la última traza de presencia humana en muchos metros a la redonda. Sé que se ha llevado lo humano de esta casa, por lo menos. Detrás de la puerta, ahora lo veo, hay una pequeña cruz de palma y una oración a la Magnífica, y por un instante pienso en retirarlos, aunque al final no lo hago; el que los puso allí debió pensar que le protegerían de algo, y yo siempre he pensado que respetar los miedos ajenos nunca puede venir mal. Yo no tengo miedo, no demasiado. No obstante, echo el pasador de todas formas, solo por precaución.

No es que la noche esté cerca, todo lo contrario: por la ventana de la cocina el sol sigue entrando, despiadado y postrero. Aquí estás, pienso. Ha empezado. No estoy segura de a qué me refiero, no sé qué es lo que va a empezar. La luz me da de frente cuando me acerco a la ventana para mirar a Josué, que sigue allí afuera y se gira una vez más para decirme adiós con la mano, su silueta oscura, su rostro indistinguible a contraluz. Se aleja hacia el auto renqueando ligeramente, como si se acabara de lastimar el pie o como si la tierra ardiera bajo sus pasos firmes y largos. Caminar aquí será, pienso, como caminar sobre un terreno de lava. Andar sobre piedras que arden. Entonces vuelvo a ver la carreta blanca. Sube en este momento por el camino, avanzando despacio con su chirriar de ruedas de otro tiempo. Las dos mujeres están tan erguidas como antes, sus rostros pálidos y sin expresión. Un súbito temor me atiza de pronto la columna, el fuego blanco de la ansiedad que sube y me alcanza como una serpiente que, dentro de su agujero, se desenrosca y se apresta a morder de un tirón.

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