Aporreé el cojín mientras gritaba, llena de ira. Recorrí la casa farfullando, cerrando cajones con todas mis fuerzas, pegando patadas a las cosas. Después de unas horas, cansada, solo quedó un poso de tristeza.
La noche trajo consigo inquietud y oscuridad a mi mente nublada. Quise llamarle un par de veces para intentar arreglar el daño causado por mis palabras, pero el dolor que provoca la verdad solo puede enmendarlo una mentira. Así que no lo hice.
No conseguí dormir hasta casi al alba. Afortunadamente, mis clases del lunes no comenzaban hasta la tarde. Abrí los ojos alertada por el ruido de la puerta, sin ganas de levantarme, ni de comenzar la semana. Si no hubiera tirado todas las pastillas a la basura, habría tomado un sedante para dormir durante todo el día. No habría ido a trabajar, no tenía fuerzas. Quizá hubiera llamado al conservatorio si mi padre no hubiera aparecido.
—Hola... ¿Ada?
—Estoy en la habitación, papá —respondí muy bajito, desganada.
—Hija, estaba preocupado —dijo asomando por la puerta de mi habitación. Caminó hasta la ventana y subió la persiana lentamente—. Son las tres de la tarde, y no me coges el teléfono ni contestas a mis mensajes desde ayer.
La luz me hizo daño. Mis ojos se hicieron dos rendijas para repeler los potentes rayos del sol que pasaban a través del ventanal.
—Ve levantándote, te he traído comida.
—Papá, estoy bien. Me había puesto el despertador, ¿sabes? Deja de tratarme como una niña.
—No estás bien, Ada, es hora de afrontarlo y solucionarlo.
Me levanté de un salto y fui tras él a la cocina, donde comenzó a sacar recipientes de una bolsa.
—Lo sé, pero, aunque no te lo creas, voy a contactar con un conocido de Carlos que es psicólogo. Esta semana misma. —Él cerró la nevera y me miró atentamente. Asintió despacio y se sentó en un taburete, cansado—. Venga papá, no te preocupes. Por favor.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó señalando mi cara. Supuse que mis ojos estarían hinchados
—Ayer hablé con Xavi. Y fue una conversación dura.
Mi padre no dijo nada más, se levantó y siguió sacando la compra de las bolsas. Llenó el triste y vacío frutero de manzanas rojas y plátanos, la nevera de leche y comida casera, la despensa de legumbres y arroz.
—Vas a llegar tarde si no te duchas ya.
Por fuera, el edificio era gris e insustancial, pero cuando cruzabas su puerta, la luz que entraba por la gran bóveda central se proyectaba sobre la escalinata y te transportaba a otra época. A un baile de máscaras en el siglo XVI. Mis manos habían tocado el pasamanos de caoba para subir y bajar por la escalera cientos de veces, me había asomado por la balaustrada dorada desde que era estudiante. Era mi segundo hogar.
Doña Aurora levantó una mano desde lo alto de la escalera, justo en el punto donde se bifurcaba, llamándome:
—Ada, espera —gritó antes de que me metiera en el ascensor—. Tengo que hablar contigo.
Subí los peldaños todo lo rápido que pude. Mi clase estaba a punto de comenzar. Doña Aurora me sonrió como quien porta buenas noticias; sus ojos casi cerrados por los pliegues que se arremolinaban a su alrededor. «Cuántas veces habría sonreído en su vida», me pregunté. Al igual que mi padre, aún conservaba vestigios de su juventud tras todas esas arrugas si la mirabas atentamente.
—Quería hacerle una proposición, señorita. —Yo asentí y ella cogió mi mano. Mi curiosidad creció con ese gesto—. Marisa se ha quedado embarazada y se va a dar de baja. A mí me encantaría que tú te hicieras cargo de sus clases. ¿Qué te parece?
—Que puedes contar conmigo, Aurora. Lo que necesites.
—Gracias, Amada, sabía que no me fallarías. —Soltó mi mano y abrió su bolso. Sacó un papel y me lo extendió para que lo cogiera—. Es una gran oportunidad —dijo señalando el folleto con ímpetu—, tú has nacido para esto.
Sostuve el impreso sin mirarlo, sabiendo de lo que se trataba. Ella se atusó la melena blanca y sedosa, me guiñó un ojo y subió la escalera hasta su despacho de forma grácil. Arrugué el papel y lo metí en el bolsillo trasero de mi pantalón.
Corrí escaleras arriba. Ya llegaba tarde. Me cambié en los vestuarios todo lo rápido que pude. Los niños ya estaban esperando en clase, inquietos. Comenzamos con movimientos libres para que ellos fluyeran y se expresaran.
La danza me había salvado cuando era una niña, como mis alumnos. Yo era tan introvertida, estaba tan bloqueada que cuando entré en aquella clase y vi aquel espectáculo ya no encontré mejor manera de sacar lo que tenía dentro que la del movimiento. Enseñaba a mis alumnos a comunicar y canalizar las emociones a través de la danza, vehiculizando a través de la música.
Las dos clases pasaron muy rápido, aun habiendo añadido tiempo a cada una de ellas por mi tardanza. Tras despedir a los niños, bajé a la recepción para pedir las llaves de una sala. Tenía previsto practicar una coreografía nueva hasta la extenuación, pero una rubia atractiva, vestida de alguna marca glamurosa, me interceptó por el camino. Bruna y yo decidimos caminar hasta la tienda de mi padre, aunque yo habría apostado la vida a que no iba a aguantar con esos tacones veinte minutos de caminata.
—¿Sales ahora del despacho?
—He tenido un día de mierda. He perdido un juicio y he discutido con Carlos. —Me miró con sus ojos refulgiendo azul y se paró de repente—. Me ha pedido que viva con él, ¿qué te parece?
Continuó la marcha repiqueteando a cada paso contra la acera dejando tras de sí un reguero oloroso de perfume. No supe qué decir. Eran la pareja perfecta: hasta cumplían años el mismo día. Ambos compartían estatus y ambiciones. Quizá Carlos era algo más conservador que Bruna, pero parecían hechos a la medida.
—La pregunta no es esa. La pregunta es: ¿qué te parece a ti?
—Que solo le conozco desde hace seis meses y que tengo miedo de lo que me hace sentir.
—¿Eso es malo?
—Creo que no. Es solo que todo está yendo demasiado rápido.
—Pero es algo reversible. Si no funciona, te separas.
—Lo tengo que pensar —dijo agobiada. Se sentía ex-puesta por primera vez en su vida—. Por cierto —me paró en seco en un semáforo en rojo que yo no había visto y sacó dos tarjetas de su bolso—, Carlos me ha dado esto a la hora de la comida.
—Gracias —respondí mirando lo que ponía—, luego le escribo para darle las gracias.
—Oye..., ¿aquella no es Clara? —preguntó Bruna señalando a dos chicas que salían de un bar. Bruna hizo ademán de cruzar la carretera para gritarle algo a la hermana pequeña de Xavi.
—Sí, sí es ella. Pero no entiendo qué hace con Olga...
Bruna abrió mucho la boca, igual de extrañada que yo. Tras tomar otra ruta para evitar el encuentro, caminamos hasta la Rayuela recordando las tardes de nuestra infancia y adolescencia peleando con Olga y sus amigas. Siempre compitiendo con Bruna por la popularidad, por los chicos, por el premio de teatro. Y así hasta el infinito.
Le conté a Bruna el encuentro con Xavi con todo detalle. Ella escuchaba, evitando posicionarse entre sus dos amigos. Y yo lo entendía, así que busqué otro tema de conversación en cuanto vi la oportunidad.
Tras terminar de cenar en casa de mi padre, revisé las direcciones de las dos tarjetas y, siguiendo un criterio de proximidad, reservé cita para la mañana siguiente en una de las consultas.
Tras una larga sobremesa, pasada la media noche, Bruna cogió un taxi y yo me quedé a dormir en mi vieja habitación para poder caminar a la mañana siguiente hasta la consulta del psicólogo más cercano a la tienda.
No fue difícil encontrar la consulta en la Castellana más señorial. La tienda, ubicada en el casco antiguo del centro de la ciudad, quedaba a mano de cualquier sitio importante para mí; la casa de Bruna y su despacho, la casa de los padres de Xavi, el conservatorio o el colegio y la universidad, en mi época de estudiante. La única excepción era mi casa, que, por una cuestión de presupuesto, se situaba en el extrarradio.
Читать дальше