Araceli Mateos Ghosh - Post Tenebras - La danza de Ada

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Post Tenebras: La danza de Ada: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras sufrir un aborto, Ada, una joven profesora de danza que vive condicionada por los fantasmas de su pasado, se sumerge en una profunda crisis personal que desemboca en un punto de inflexión en su vida.
Con el apoyo incondicional de su padre y de su mejor amiga, decide iniciar una terapia psicológica en la que hará frente a las devastadoras secuelas que arrastra desde su infancia. En este proceso intentará superar las barreras que le impiden avanzar y conocerse a sí misma.
Un intenso viaje iniciado desde el interior en el que se conjugan elementos tan universales como la pérdida, el amor, la culpa, la amistad o la esperanza.

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Cada vez había más gente haciendo cola para registrarse cuando por fin terminamos de dar nuestros datos. Carlos saludaba cada dos pasos a alguien de camino al ascensor.

—Toma —dijo Bruna ofreciéndome la tarjeta de la habitación mientras pulsaba el botón de uno de los as-censores—. Y esto de regalo —añadió tendiéndome una bolsa de tintorería.

—No tenías que haberte molestado —respondí sorprendida.

—No es nada. Supuse que habrías echado en tu bolsa solo un par de vaqueros, y de vez en cuando está bien variar. —El ascensor paró en la segunda planta, donde les esperaba una suite . Bruna y Carlos bajaron—. Nos vemos en la recepción en media hora. —Yo asentí y continué hasta la cuarta planta.

Pasé la tarjeta por el sensor y la puerta se abrió. La habitación era muy amplia, igual de blanca que la recepción, la cama doble con dosel. Sonreí al ver la terraza. Aparté la cortina y salí de inmediato. El lago daba paso a las montañas, tras las que el sol se ponía vertiendo sobre el agua sus últimos rayos naranjas y violáceos.

Una vez dentro, saqué lo poco que traía en la bolsa y lo dejé en un armario de madera envejecida. Reservé para el final la sorpresa que Bruna había elegido para mí, seguramente con mimo, pensando en algo que fuera con mi estilo. Ella era así: generosa y buena amiga.

Me di una ducha rápida, sequé mi pelo largo cuanto pude, pese a que el secador del hotel era de una calidad más que aceptable. Lo recogí en un moño bajo. Me apliqué algo de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios y finalmente abrí la cremallera de la funda azul.

El vestido era sencillo, de color negro, de tubo hasta la rodilla, con la espalda escotada. Sonreí. Bruna siempre decía que la espalda era la parte más bonita de mi anatomía, porque la musculatura estaba bien definida, y era fuerte y delicada al mismo tiempo. Miré la firma de la etiqueta y pensé que yo nunca me habría podido permitir ese lujo.

Bajé a la hora acordada. Bruna ya me esperaba junto al jardín interior, siempre puntual. Vestía un traje blanco de pantalón vaporoso y, como era costumbre en ella, unos zapatos de tacón de aguja. Sus ojos azules me sonrieron.

—Gracias por venir conmigo. Y gracias por ponerte ese vestido por mí —susurró en mi oído mientras me besaba en la mejilla.

No contesté que la que debería de estar agradecida era yo por querer formar parte de mi vida desde niñas, pese a todos los problemas que eso le había acarreado. No le dije que sentía que era más que una hermana, que la quería. Me limité a sonreírla con cariño.

—¡Aquí, chicas! —gritó Carlos desde la puerta del edificio.

Los asistentes al congreso comenzaron a salir de sus habitaciones para acudir al edificio contiguo, donde se celebraban las ponencias. Le alcanzamos tras unos segundos esquivando grupos de personas que se paraban a saludarse. Comencé a sentirme aturdida entre la multitud.

—Soy el tipo con más suerte de todo el congreso —dijo Carlos entrelazando los dedos con los de Bruna y lanzándome un guiño adulador. Ella sonrió encantada—. Vamos al edificio de al lado, al redondo —señaló levantando el brazo.

Entramos insertados en una marea de gente, moviéndonos como lo hacen los bancos de peces. Y subimos en el ascensor atestado hasta la tercera planta. Yo sudaba cuando accedimos a la sala de conferencias donde docenas de personas buscaban su lugar asignado en las mesas.

Me temblaban las manos y las piernas sobre los tacones; me sentía tan inestable que podría haberme caído en cualquier momento mientras me forzaba a sonreír a las personas que saludaban a Carlos. Mi respiración era superficial, casi no me entraba el aire. Miré hacia la salida taponada, hacia el pasillo lleno de gente.

—Carlos, cariño, perdona. Te esperamos en la terraza hasta que encuentres nuestra mesa.

Él asintió cuando Bruna ya estaba llevándome por el codo hacia la terraza que bordeaba toda la sala circular.

—No va a pasar nada. Yo estoy aquí —la oí decir entre el ruido de la gente.

«Lo siento. Lo siento. No puedo ir a ningún sitio, soy un lastre. No valgo para nada». Me apoyé en la barandilla agradeciendo el aire fresco que me rozaba las mejillas azoradas y entraba por mis fosas nasales.

—No llores, ¿eh? Esto se va a pasar y vas a disfrutar del resto de la tarde.

—Perdóname —respondí cogiendo el pañuelo de papel que me ofrecía. Respiré profundamente, intentando apartar las brumas que emborronaban mi mente.

—No seas tonta, por favor. Si no estuvieras, tendría que estar fingiendo constantemente que me importa lo que me cuentan los colegas de Carlos. Tú eres mi oasis, ¿entiendes?, donde puedo ser yo. —Se colocó un pendiente largo que se había doblado con el viento y apoyó su mano en mi hombro—. Tú has estado conmigo siempre; cuando murió mi padre, cada vez que tengo una ruptura, cuando necesito un consejo. Deja de actuar como si no aportaras nada a nuestra relación.

Me limpié la cara y respiré hasta llenarme el pecho varias veces antes de asentir y hacerle un gesto a mi amiga para que entrásemos. Estaba preparada para intentarlo de nuevo. Buscamos a Carlos entre la multitud de mesas. Una vez localizado por la zona del medio, nos acercamos.

El acto comenzó con el discurso del presentador sobre los nuevos retos de la Neurología actual. Una hora después, Carlos salió a escena e hizo una magistral ponencia de veinte minutos sobre psicofarmacología y las investigaciones en curso. Tenía razón Bruna cuando dijo que era un tema interesante. Realmente me imbuí en cada aportación sobre enfermedades del cerebro, los nervios periféricos, la médula... a cada cual más interesante.

Faltaba media hora para las nueve, hora en que daban la cena. Y antes de que la gente comenzara a levantarse, Bruna se disculpó y dijo:

—Nos vemos en el restaurante en un rato, cariño. —Le beso en la mejilla y me cogió del brazo para dirigirnos hacia la salida.

Bruna y yo paseamos por el lago, donde nos relajamos hablando de los viejos tiempos y de lo perplejos que estaban sus compañeros de facultad con su relación seria; sobre todo su amigo Julen, que no podía creer que Bruna hubiera sentado la cabeza. Me confesó que le había contado a Carlos algunas cosas sobre mí, no todo, pero lo suficiente para que entendiera. No me importaba: si seguía con Bruna en algún momento se harían evidentes mis problemas. No debía sentir vergüenza, aunque la sentía. Y vulnerabilidad.

Una marea de hombres y mujeres trajeados ondeaban alrededor del edificio redondo. Segunda ronda. Las paredes de cristal filtraban la escasa luz de una noche cerrada, sin estrellas ni luna. Dentro, el ambiente era animado. Mucho contacto social entre colegas.

—¿Estás bien? —me preguntó Carlos cuando nos sentamos a la mesa.

—Sí, disculpa, Carlos. —Miré hacia abajo evitando su mirada—. Agorafobia.

—No te disculpes. ¿Has hecho terapia alguna vez?

—Para la ansiedad cuando era adolescente, pero sobre todo tratamiento psiquiátrico y farmacológico. Parece que estoy en el lugar adecuado. —Carlos sonrió de medio lado—. El caso es que no me medico desde hace ocho meses.

—Bueno, la tendencia a recetar es evidente en el modelo biomédico. Yo te recomendaría probar con una terapia cognitivo-conductual si la medicación no te ha ayudado hasta ahora. Normalmente se conjugan ambos tratamientos, pero si el psicológico es efectivo por sí solo, se evita medicar innecesariamente. —Carlos se retiró un poco con la silla mientras el camarero le servía un entrecot de Wagyu.

—Tú conoces varios, ¿verdad? —preguntó Bruna.

—Sí, puedo pasarte un par de contactos si estás interesada.

—Te lo agradecería mucho —respondí terminando el último bocado de mi ensalada. Mi padre se iba a poner muy contento.

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