Toda la seriedad de la liturgia, que nos abre al misterio, a la adoración y contemplación de Dios y a la entrega y ofrenda por los hermanos, brota de la seriedad con que en la liturgia Dios trata al hombre, lo toma en serio. Por eso la liturgia no será nunca una broma, una comedia o un espectáculo.
4.- Inquebrantable esperanza
Bebía a borbotones la esperanza y la confianza en la gracia y en el amor de Dios, en la liturgia, y luego la proyectaba en la vida de cada uno, con esa irrefrenable sonrisa de la acogida.
Un 9 de Diciembre, pero del año 1963, meditando los textos de la misa de Adviento, Isaías 40, 25-31, Salmo 102 y Mateo 11, 28-30, —creo que corresponden al miércoles de la segunda semana— escribe:
«¡La enorme figura de Yahvé en las palabras de Isaías! El texto es 40, 25-31. “¿A quién podéis compararme que me asemeje? —dice el santo—. A nadie por cierto. Y esta inextinguible sed de aristocracia; esta complacencia de mi propia distinción, este gusto en los elogios de Sócrates, cuando Alcibíades, en su alabanza, dice que es distinto a todos, ¿dónde pueden saciarse sino en la contemplación de mi Padre? Pues se trata de mi Padre, sin más; de quien tiene tal empeño en serlo, que se pasa la vida persiguiéndome, acariciándome, hiriéndome, esperándome, acechándome, alcanzándome, como sea, para ser mi Padre. El que ha tenido la paciencia de aguardar —y no era la primera vez— cinco años seguidos, enteros, para poder llamarse con verdad, una vez más, Padre mío. Creador de todo, y de cada cosa, y de cada persona; el que “a cada uno lo llama con su nombre…” ¡Dónde se ha ido, Dios mío, la sensación de desánimo, de tristeza! Basta un contacto tan somero con él para que las nubes tenebrosas se iluminen a la luz del que es luz, y se disipen al soplo de su Espíritu. Pues Isaías sabía que Dios era poderoso, creador, sabio, eterno, consolador…, pero nada sabía de que era Padre, ni de que espiraba al Espíritu personal, cuyo templo soy en Cristo» (Diario, p. 17).
Don José vivió con la viva esperanza de recibir el don de la santidad heroica. Un deseo y una certeza que nunca le faltó: «Jamás —ni en las peores circunstancias— parece que he renunciado a recibir la santidad heroica. “Aunque me quite la vida esperaré en él”» (Diario, p. 57).
5.- Hambre y sed del Espíritu que brota de la liturgia
Don José Rivera supo beber abundantemente este don en todas las fuentes que Dios le ofreció a lo largo de su vida: La eucaristía, la oración, los sacramentos, la Iglesia, la cruz y las humillaciones, la expiación abundantísima, también los hombres y la creación, la belleza y la poesía de la vida, en todos sus gestos y «sacramentos»…
Pero todas estas fuentes tienen un origen y un sabor comunes: la intimidad con Cristo, de quien brota el agua viva; Cristo esposo, entregado y arrebatador, con quien convive siempre, pero sobre todo en las noches de adoración y vigilia, estudio y contemplación, poesía e intimidad divinas:
Por otra belleza lucho
y en otra viña me empeño;
y habré de matar mi sueño,
aunque el sufrir sea mucho.
Me enloquece un más y más
que irresistible detrás
de sí me arrastra y apura.
Sublime, ignota hermosura
sin materia, ni figura
que nadie gustó jamás.
Un ejemplo concreto puede ser el recuerdo de la vivencia de una misa crismal del año 1972:
«La misa crismal, auténtica maravilla, me sumió en una situación de sereno gozo humilde. ¡Esta presencia del Espíritu! Porque aunque poco, realmente amo al Espíritu Santo. Verdad que me brotan espontáneas las visiones sobrenaturales con sus dos aspectos, cada uno de los cuales acrecienta la claridad del otro. ¿Qué sería yo ahora si hubiese sido fiel al Espíritu, al menos desde aquellos días de Salamanca, en que estudié el tratado de Trinidad?» (Diario, p. 53).
La vivencia de la liturgia le ilumina sobre todo el camino que el Espíritu Santo se va abriendo en su vida sacerdotal y en su personalidad cristiana total; es el empeño de conversión y purificación continuas; es el deseo vivo de la comunión eucarística, fuente principal del Espíritu porque en ella está Cristo comunicándolo.
Todo su empeño de madurez no busca el autodominio y menos aún manifestar cualidades humanas especiales, sino el señorío de Cristo sobre él, que busca vivir.
Vivía sobre todo la eucaristía sacerdotalmente, corredentoramente con el hambre y el deseo de recibir el amor de Cristo, el amor de las personas divinas a la luz de la expresión de san Juan de la Cruz, que cita así: «Dios se da al alma para que pueda darle a quienquiera» (Diario, 1983).
Esta presencia activa y amorosa de las personas divinas, del Espíritu Santo, es su fe y esperanza. Y la liturgia es la fuente de este amor y ternura. En eso permaneció y murió.
José Luís Pérez de la Roza
1 EL AÑO LITÚRGICO
DE SU DIARIO
SU VOZ EN LA LITURGIA
Seguridad en que Dios me salva; experiencia de la faena ya efectuada. Y relato, necesidad de relatarlo a los demás: «magnificad conmigo al Señor; exaltemos juntos su nombre».
Pues me encuentro débil para la tarea; busco colaboradores, compañeros en la celebración. Y entonces el breviario y la misa —sobre todo la misa— eran —y están volviendo a ser— necesidad psicológica en mi labor de celebración. Porque también los demás son improporcionados a este altísimo trabajo de glorificación. Y entonces él acude a esta debilidad. Y en la liturgia me presta su voz misma. Y el Padre queda suficientemente loado por la voz de Cristo, que brota de mis propios labios.
Multiforme es el amor a mis propios ojos cegatos; pero Cristo posee todas las formas, porque Cristo es el amor. Y yo mismo —¡yo mismo, con esta potencia que experimento contrastando con la flojera de cuantos circundan!— quedo desbordado, vencido, incapaz de amar como él, de competir con él, ni muy de lejos. «Aunque el hombre diera toda su hacienda, sería reputado por nada». Mi hacienda es todo mi ser. Y todo mi ser no es nada en esta competición inimaginable. Cuando me comparo, aun sin querer, con los hombres que conozco, con los hombres cuyas noticias me llegan en biografías, en escritos confidenciales; con el hombre tipo que me ofrecen los estudios de psicología, yo me veo egregio, es decir, fuera de esa grey, superior, al menos en deseos. Si atiendo a una vieja y amada definición de Ortega, captada amigablemente hacia los 14 años, según la cual hombre selecto —es decir, separado de la masa, en suma egregio— es aquel que se exige más que los otros; siempre he podido considerarme egregio —y el trato frecuente con los hombres me ha confirmado, intensa e indestructiblemente, en tal convicción—, pero cuando me enfrento con Cristo —el que ama— me veo, al contrario, como el incapaz de amar, si no es por el deseo. Pero entonces, reducido a límites, encerrado en mi estrecho terruño (yo, a quien todo el mundo llama exagerado, es decir, salido de la tierra, de los confines) puedo esperar de él que me salve de la mediocridad.
Y tal es el misterio al que no he logrado ni siquiera asomarme. Si los hombres desean —y necesitan— sentirse amados, saborearse asegurados, si Cristo ama a cada uno de esos hombres y es su única seguridad, ¿por qué no se encuentran tales amores?
«Gustad y ved cuán bueno es el Señor». Y este es el arcano. Que casi nadie ha gustado la bondad —la amabilidad— de Cristo.
Y esta es mi tarea: gustarla y manifestarla a todos. Enseñarla, atestiguarla. En la medida que la gusto, la deseo y deseo que sea deseada; en la medida que la deseo y la gozo, hablo de ella y espero en ella, y siento que no sea conocida. Y en la medida que espero y deseo, mi testimonio se carga de la fuerza divina, del Espíritu, del aliento de Dios, que se me transmite a través de esa confianza. Y entonces mi palabra es eficaz, porque lleva ese aliento divino. Tal es el misterio del apostolado.
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