No se me ocurrió nada más creativo que tomar el cuaderno de mi hermana, borrarle el nombre y colocarle el mío. Después, con mucha tranquilidad y descaro, se lo entregué al profesor. Bueno, la verdad es que también tenía un poco de nerviosismo, algo inevitable cuando emprendemos grandes proyectos y ese para mí era un gran proyecto. Menosprecié al profesor, pues, fue más inteligente de lo que creí y me descubrió. Yo no era de sus alumnos favoritos, aunque puede que algo de simpatía me haya tenido, sobre todo, porque veía en mi rebeldía un desafío. Pero cuando me sorprendió percibí que en realidad no teníamos mucho en común, debido a que en el fondo algo de alegría tenía al haberme descubierto. Eso, creo yo, se notaba en sus palabras soberbias y moralistas que reivindicaban su logro de haberme ajusticiado. El profesor me colocó un 1.0 y no perdió oportunidad para enrostrarme mi error. Quién iba a pensar que esos años trágicos y sufridos en la etapa escolar, incluyendo la asignatura de Filosofía, de uno u otro modo, me vincularían tan fuertemente a la actividad filosófica. Nadie, de hecho. Más de alguna vez docentes de ese colegio me señalaron que no tenía el perfil para ingresar a la universidad. Bueno, parece que se equivocaron, terminé con un doctorado obtenido en una universidad europea y con una beca del estado chileno. Algo no estaba bien en dichos razonamientos.
Pasemos a la segunda anécdota asociada a la convivencia. También esta historia sucedió en cuarto año medio y en el último tiempo, cuando ya nos estábamos despidiendo de aquella cárcel. Claro, para mí el colegio era como una cárcel. Y, para mayor problema, parecía una cárcel militar, pues al gerente del colegio no se le ocurrió nada mejor que contratar marinos retirados para que gestionaran la inspectoría y los problemas de convivencia. Imagínense lo conductista que era aquella inspectoría. Me da risa hasta recordarlo, es demasiado absurdo y terrorífico. Bueno, en mi plan de rebeldía, no podía despedirme de aquel periodo sin vengarme de alguna forma. Mis amistades pensaban igual o similar, así que no faltaba compañía para planear actos de rebeldía. Nuestros principales enemigos eran los guardianes del colegio, es decir, los inspectores y las inspectoras. Pueden apreciar que lo que cuento es muy similar a lo que sucede en las protestas sociales, donde los manifestantes se enfrentan a las fuerzas o agentes estatales a quienes ven como sus enemigas. En aquel contexto disfrutaba al poner en aprietos a las fuerzas de orden del colegio y, como las clases estaban terminando, todo se acabaría en poco tiempo cuando egresáramos. Estaba cerca el verano, época en que lanzar bombitas de agua era algo bastante entretenido y adecuado al contexto. Entonces comenzamos a lanzarlas en los recreos, de forma escondida, a otros estudiantes e incluso al personal de trabajo del colegio. Era una de nuestras últimas travesuras. La cosa se descontroló, que era lo que nosotros buscábamos, y ya los recreos parecían una guerra de bombitas de agua. Era muy difícil transitar por el patio sin la amenaza de quedar mojado o mojada.
Dado el contexto caótico que se había generado, en el cual la inspectoría estaba totalmente superada frente al caos y donde las amonestaciones o castigos normales no resultaban, las autoridades del colegio tuvieron que ponerse mucho más estrictas. Claramente, prohibieron la actividad o el juego, según lo quieran ver. Y, sumado a ello, nos advirtieron que a las personas que descubrieran lanzando aquella arma de caos masivo se les prohibiría ir a la ceremonia de graduación. Asimismo, no podrían seguir asistiendo al colegio y su año se cerraría en ese instante. No aplicaba la desvinculación del colegio, porque estábamos en los últimos días de egresar y estas advertencias eran para nosotros, las personas de cuarto año medio. Una mañana, tras aquel anuncio, yo sentí muchos deseos de pasarlo por alto y demostrar que no nos asustaban las amenazas. Es decir, no quise abandonar la rebeldía ante aquellas medidas punitivas y de promoción del miedo que nos presentaron. Inflé algunas bombitas de agua, al igual que otras amistades, y esperé que terminase el recreo. Sonó el timbre para entrar a clases y, cuando el alumnado se dirigía al edificio, pedí que me hicieran un muro de personas y detrás de él lancé mi arsenal. Ciertamente, se generó el caos y causé más de una molestia. Pero lo que no preví fue que hubiese guardianes o gente de inspectoría escondida en el edificio, viéndonos. Me sigue dando risa, porque la lógica que había en el colegio era muy similar a la de un conflicto bélico. Quería ganar el partido y no ser sorprendido, pero perdí y aquella persona guardiana me apuntó desde el edificio y, por medio de sus boquitoqui o radios transmisoras de información, avisó a los otros agentes de seguridad, para que me prendiesen y llevasen al tribunal de justicia o inspectoría general.
Totalmente derrotado, me entregué, a la vista de todas mis amistades que también habían luchado conmigo contra aquel sistema escolar, pero tuve la dignidad suficiente para enfrentar las consecuencias sin mayores problemas. Recuerdo que me dieron discursos moralistas, incluyendo el negro futuro que se me venía por mi rebeldía y me aplicaron todas las sanciones correspondientes. Por lo tanto, no asistí a la ceremonia oficial de graduación de cuarto año medio de mi colegio. En mi casa me dieron también discursos moralistas, pero ya me conocían y no perdieron mucho tiempo en intentar cambiarme. Asimismo, tampoco en darle mayor gravedad al asunto. No obstante, desde una mirada crítica, fue un hecho sumamente grave y reflejo de una muy mala pedagogía. Por ello cuento esta anécdota, porque es educativa en torno a la represión que puede existir en torno a la educación escolar. Más aún, en los sistemas escolares que son orientados por un modelo curricular tecnológico, conductista y positivista (Demuth, 2004; Monzón, 2010; Mujica, 2020a). Afortunadamente, tuve la fortaleza suficiente para sobreponerme a aquel castigo y me ayudó mucho mi vida deportiva fuera del colegio, así como mis deseos de ingresar a la universidad a estudiar Educación Física. Mentalmente el colegio para mí ya no era algo relevante, ahora venía otra etapa y eso era lo que me importaba.
Las historias que he narrado, vividas en carne propia, representan, de alguna forma, la crítica posmoderna a la educación moderna y tradicional. En este libro abordo la diferencia entre una educación reproductiva y una educación productiva; entre una educación acrítica y una educación crítica; entre una educación conservadora y una educación liberal; entre una educación fragmentada y una educación integral. Dentro de mis ocupaciones soy filósofo, puesto que, como he explicado en Mujica (2021a), las personas son filósofas en la medida que filosofan. Hay quienes filosofan más que otras y quienes se dedican más o menos a ello. Yo puedo decir que me dedico bastante a filosofar y sobre todo en cuestiones pedagógicas. En este sentido, soy un filósofo que ha hecho de su profesión aquella actividad, pues he tenido bastantes productos de ella. Por ello, esta obra es de corte filosófico y, específicamente, de filosofía de la educación. Hemos de saber también que educación y posmodernidad , los conceptos que representan el libro, también suelen ser constructos filosóficos. Les invito a sumergirse en este viaje experiencial e intelectual.
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