Ésta es una de las paradojas de los seres humanos: nuestras creencias cumplen distintas funciones al mismo tiempo. Invariablemente terminamos haciendo sacrificios: sacrificamos el juicio por la pertenencia. Si vives en una comunidad muy unida, quizá sea más fácil encajar si recurres a tu mentalidad de soldado para rechazar las dudas que te generen las creencias y los valores fundamentales de tu comunidad. Por otra parte, si albergas esas dudas, quizá te des cuenta de que es mejor rechazar las ideas de tu comunidad en torno a la moralidad, religión, roles de género y decidir llevar una vida menos tradicional.
Sacrificamos el juicio por la persuasión. Una amiga trabajaba en una reconocida organización benéfica y le asombraba que su presidente siempre se convencía de que todo dólar en el presupuesto estaba bien invertido, para defender esa postura con posibles donantes. Por otra parte, su percepción también le impedía eliminar programas que estaban fracasando, porque para él, no estaban fracasando. “Era imposible demostrarle una cosa muy evidente”, recuerda mi amiga. En este caso, gracias a la mentalidad de soldado, el presidente era bueno para convencer a los demás de donar dinero, pero no para gastar bien ese dinero.
Sacrificamos el juicio por la moral. Cuando planeas algo, centrarte sólo en los aspectos positivos (“¡Qué gran idea!”) te ayudará a entusiasmarte y motivarte para dar el gran paso. Por otra, si buscas los defectos de tu plan (“¿Cuáles son los aspectos negativos? ¿Qué podría salir mal?”) es probable que identifiques si hay una alternativa mejor.
Hacemos estos sacrificios, y muchos otros, en general, sin notarlo. A fin de cuentas, el punto del autoengaño es que no es consciente. Si te descubrieras pensando, puntualmente: “¿Y si reconozco que me equivoqué?”, sería irrelevante. De modo que las mentes inconscientes tienen la tarea de elegir, caso por caso, qué objetivos priorizar. A veces elegimos la mentalidad de soldado, promoviendo nuestros objetivos emocionales o sociales a expensas de la verdad. En otras, elegimos la mentalidad centinela pues buscamos la verdad, incluso si no resulta ser lo que esperábamos.
Y a veces, nuestras mentes inconscientes intentan hacer ambas cosas. Cuando impartía talleres educativos, siempre preguntaba a mis alumnos cómo estaban. Si había alguien que estaba confundido o contento, era mejor saberlo cuanto antes, para resolverlo. Nunca ha sido fácil para mí buscar retroalimentación, así que estaba orgullosa por hacer lo correcto esta vez.
Estaba orgullosa, hasta que me di cuenta de que estaba haciendo algo sin percatarme. Cuando preguntaba a un alumno: “¿Estás disfrutando el taller?”, empezaba a asentar con la cabeza, con una sonrisa alentadora que sugería: La respuestas es sí, ¿verdad? Por favor contesta que sí . Era evidente que mis ganas de proteger mi autoestima y felicidad competían con las ganas de enterarme que había problemas por resolver. Se me quedó grabada la imagen de mí misma pidiendo comentarios honestos, mientras planteaba preguntas amañadas: la tensión entre el soldado y el centinela en una misma persona.
¿SOMOS RACIONALMENTE IRRACIONALES?
Debido a que es una constante ir y venir entre el centinela y el soldado de manera inconsciente, vale la pena preguntarse si somos buenos en ello. ¿Somos buenos para sopesar, con intuición, los costos y beneficios de conocer la verdad, en cualquier situación, contra los costos y beneficios de creer en una mentira?
Según la hipótesis de “irracionalidad racional”, acuñada por el economista Bryan Caplan, la mente humana evolucionó hasta dominar estos intercambios. 1Si el concepto suena a paradoja es porque emplea los dos sentidos de la palabra racional: la racionalidad epistémica supone tener creencias bien justificadas, mientras que la racionalidad instrumental supone actuar eficazmente para cumplir nuestros objetivos.
Por lo tanto, ser racionalmente irracional implica que somos buenos —sin ser conscientes— para elegir una dosis apenas suficiente de irracionalidad epistémica para cumplir nuestros objetivos sociales y emocionales, sin alterar mucho nuestro juicio. Un individuo racionalmente irracional negaría que tiene problemas, sólo cuando la comodidad de la negación es suficientemente notoria y su capacidad de solucionar el problema, suficientemente baja. Un ceo racionalmente irracional inflaría su percepción sobre la salud de su empresa sólo cuando el efecto positivo de su capacidad para convencer a sus inversores fuera suficientemente alta para superar el efecto negativo de sus malas decisiones estratégicas.
Entonces, ¿somos racionalmente irracionales?
Si lo fuéramos, ya no tendría mucho qué decir en este libro. Podría apelar a tu altruismo y animarte a elegir la mentalidad centinela para ser buen ciudadano. O bien, apelar a tu amor nato por la verdad por sí misma. Pero si ya hubieras encontrado un equilibrio ideal entre el centinela y el soldado, no podría sostener que la mentalidad centinela te brindaría mayores beneficios.
El hecho de que tengas este libro en tus manos anticipa la respuesta: no, para nada somos racionalmente irracionales. Cuando tomamos decisiones, lo hacemos a partir de varios prejuicios importantes, no calculamos sistemáticamente los costos y beneficios de la verdad. En lo que queda de este capítulo vamos a explorar cómo estos prejuicios nos orillan a sobrevalorar la mentalidad de soldado y elegirla más de lo que deberíamos, lo que nos lleva a desestimar la mentalidad centinela y elegirla menos de lo que deberíamos.
SOBREVALORAMOS LAS RECOMPENSAS INMEDIATAS DE LA MENTALIDAD DE SOLDADO
Uno de los aspectos más frustrantes de los seres humanos es nuestra facilidad para desestimar nuestras metas. Pagamos la membresía del gimnasio y casi no vamos. Nos ponemos a dieta y dejamos de seguirla. Cuando tenemos que escribir un artículo, procrastinamos hasta la noche anterior a la fecha límite, y terminamos maldiciéndonos por ponernos en esa situación.
La fuente de este autosabotaje es un sesgo presente , un rasgo de nuestra toma de decisiones intuitiva, según la cual nos preocupamos de más por las consecuencias a corto plazo y muy poco por las consecuencias a largo plazo. En otras palabras, somos impacientes, y cuando las posibles recompensas están más cerca, lo somos más. 2
Cuando quieres adquirir la membresía para un gimnasio, en teoría, vale la pena. Pasas un par de horas a la semana haciendo ejercicio y, a cambio, te vas a ver bien y sentirte mucho mejor. ¿¡En dónde firmo?! Pero una mañana cualquiera, apagar la alarma y seguir durmiendo plácidamente o ir al gimnasio para dar un paso “imperceptible” en tus objetivos de salud, es mucho más difícil. La recompensa de dormir es inmediata, la recompensa de hacer ejercicio es difusa y tardada. Además, ¿qué diferencia hará una sesión de ejercicio en nuestros objetivos de bienestar a largo plazo?
Es bien sabido que el sesgo presente determina cómo decidimos comportarnos. Lo que no es tan sabido es que también determina cómo decidimos pensar. Al igual que quedarnos dormidos, no seguir la dieta o procrastinar en vez de trabajar, cosechamos los beneficios de pensar como soldados de inmediato, pero los costos son posteriores. Si te preocupa un error que hayas cometido y te convences de que no fue tu culpa, la recompensa es el alivio emocional instantáneo. El costo es que desperdicias la oportunidad de aprender de tus errores, y es menos probable que los prevengas en un futuro. Pero no te afectará hasta un punto incierto en el futuro.
Al principio de una relación (romántica, profesional, etcétera) es más efectivo sobreestimar los rasgos positivos de la otra persona. Cuando alguien te conoce, tiene muy poca información sobre tus cualidades como empleado o amigo, así que debe confiar en cuán seguro pareces de tus propias cualidades. Pero cuanto más tiempo conviven, mayor información recibe de tus debilidades y fortalezas y menos necesita recurrir a tu seguridad para determinarlas.
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