Alcides Bertran - Los cuadros de la muerte

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"El día que el pintor le había indicado a Martina que fuera al arroyo para decirle quién iba a ser la próxima víctima se acercaba, y eso le producía a la analista una marcada irritación, pues los minutos parecían ir socavándola en lo profundo. Sabía íntimamente que esa revelación le traería certezas sobre ciertas dudas; sin embargo, ante tamaño desafío, emergía aún conduciendo con cuidado su egocentrismo y su secreto, ya que, a efectos de lo que el extraño iba a develarle, dependería si seguir considerándolo como tal".
Párrafo de un pasaje de la novela donde cada encuentro asume un peldaño más de peligrosidad en los anaqueles de la mente. Y allí, cual sentencia, los influjos abstractos, aunque arbitrarios, de Los cuadros de la muerte.

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Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte

Bertran Alcides Los cuadros de la muerte Alcides Bertran 1a ed Ciudad - фото 1

Bertran, Alcides

Los cuadros de la muerte / Alcides Bertran. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2516-1

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

A mis amigos,

a todos aquellos

que me acompañan

y me han acompañado siempre.

En especial,

a los que buscan, sin temor,

explorar sus ideas y, en lo posible,

convertirlas en realidad.

Y por sobre todos

a la correctora Andrea Melamud.

Prólogo

Inicialmente pensé esta historia como cuento, pero con­cluyó siendo una novela. Una vez como tal, fui incorporándole nu­dos en una sucesión de hechos violentos, policiales, que re­querían de alguien apto para dilucidarlos. Al respecto, me pa­reció oportuno entrelazar capacidad y perspicacia, pero contra­ponerlas con cualidades abstractas del inconsciente en un juego que rebuscara conceptos psicológicos surgidos de las escuelas de grandes maestros. Y allí Freud, Jung, acunando algunas ideas. La precognición y la retrocognición afloran, dan frutos que permiten sellar los acontecimientos fatales.

No quise sumergirme en el centro del padecimiento, por este motivo opté por un modo omnisciente de relato y en pa­sado. Preferí seguir apren­diendo de uno de mis maestros pre­dilectos: Dostoievski.

Concluyo diciendo que el arte, la pintura, no son solo una mezcla o conjunción de colores, son también la expresión cabal de la mente de quien lo realiza: canalizarla a través de ellos es una manera de colorear la más sutil inteligencia, y a esta novela la teñí de pintura y sangre y la enmarqué con un título simbó­lico: Los cuadros de la muerte.

La he escrito en Buenos Aires, en 1996, y la sustenté en la ficción, ya que no se ajusta a derecho y ninguna realidad la obliga; por el contrario, se permite, se licencia adrede. En lo personal, conforme con lo que he escrito y con igual énfasis, considero que ha llegado el momento de ofrecerla para su lec­tura. Espero que les agrade o, al menos, que les entretenga.

Buenos Aires, 2022

A. B.

CAPÍTULO I

—¡No puede ser! ¡No puede ser!

Gruñó el comisario Kesman en su despacho cuando ob­servó el titular del diario Ecos de mi pueblo, único diario de Tulumba, departamento al norte de la provincia de Córdoba. El encabezamiento con letras gi­gantescas daba im­pre­sión: Un nuevo asesi­nato en el pueblo, sentenciaba. La tez blanca del hombre pronto se fue tornando de un rojo in­tenso hasta que, al final de la columna, estalló de bronca. El hallazgo del cuerpo de la joven trajo aparejado la sospecha de que fuera a conver­tirse en parte de la serie horrenda de críme­nes que venían suce­diendo, y bastó que el matu­tino lo afirmara para que no queda­ran dudas.

—¡Son todos unos imbéciles! ¡Ignorar el sacrificio que estoy haciendo, carajo! —gritó enfurecido.

Ecos de mi pueblo, que asiduamente venía acompañán­dolo, dejó un día de hacerlo y sus críticas fueron incisi­vas, áspe­ras, ya no escatimaba vituperios, es más, de­jaba deslizar comentarios iró­nicos y descalificaba su actuar. Eso lo irri­taba y comprendía que, mientras no hallara al asesino, iba a seguir siendo blanco predilecto de tantas diatribas; temía, incluso, que se tomara ese fracaso para desacreditarlo definiti­vamente.

—¡Hola! ¡Hola! —exclamó luego de conectarse por telé­fono con Quintana—. Soy el comisario Kes­man.

A su rostro adusto parecía agravarlo el oscuro bigote, y las hendiduras que pronto fueron acentuándose producto del ner­viosismo. Se pasó una mano por sus ensortija­dos cabellos y casi ni escuchó el saludo del editor, que en tono amable le dijo:

—¿Cómo está usted?

No hubo respuesta, su irascibilidad no lo permitía y, tras esquivar buenos modales, le respondió tajante:

—¡Mire, Quintana, su impertinencia me desagrada!

—¿A qué se refiere? —interrumpió su interlocutor casi con ironía.

—¿Cómo puede ser que publique una cosa así?

—Comisario, vea, los hechos suceden y el pueblo quiere soluciones.

—¡¿Vea?! ¡Las pelotas! ¿Qué se cree usted? ¿Cómo va a poner una cosa así? ¿O es que pasa algo entre usted y yo, eh? ¡Dígame!

—Comprendo su estado de ánimo, comisario, pero us­ted también debe comprenderme, el pueblo, la so­ciedad, to­dos ne­cesitamos alguna respuesta y es de su incumbencia dárnosla.

—¡Bien! ¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer; le pido encarecidamente que no se meta más en lo que no le importa y no se haga el pelotudo conmigo, eh, se lo pido por su bien! —le respondió antes de cortar la comu­nicación de modo abrupto.

Al otro día, el cortejo fúnebre llegaba a la puerta de la igle­sia y al ser bajado el ataúd del vehículo que lo trans­portaba, el llanto de los deudos se tornó desgarra­dor; pa­radójicamente, los claveles rojos depositados sobre él pa­recían querer coronar aún la belleza de la joven muerta. Se supo que el cuerpo poseía dos heridas de un puñal que no se había encontrado aún.

En la escalinata de la iglesia, el párroco Agustín es­pe­raba con un viejo rosario entrelazando sus manos, y desde las gra­das, con pesadumbre, acompañó el féretro hasta que fue ubi­cado sobre unas tarimas circundadas por intermiten­tes velas. Una vez aquietados los sollo­zos, dijo el responso con voz en­trecortada. En tanto, afuera, frente a la plaza, el pueblo agol­pado y con gran tribulación acompa­ñaba la ceremonia; había silencio y cada rostro compungido enseñaba dolor y bronca. Nadie podía comprender lo que estaba su­ce­diendo. La Villa era pequeña y todos se conocían, sin embargo, era la tercera víctima y el repudio ya se de­jaba oír, a la par de una descon­fianza que se iba en­gendrando en la entraña misma de la socie­dad. ¿Quién era el asesino? Se preguntaban, pero no halla­ban respuesta y esto hacía que la sospecha se trasladara de uno a otro; consecuencia des­agradable que co­menzaba a afectar la cotidiana relación. La primera de las víctimas, y que produjo una increíble con­goja, había sido Natalia, sobrina de Quintana. Su cuerpo nunca apareció, por lo que este ya conservaba ínfi­mas espe­ran­zas de hallarla y podría decirse que fue desde el mo­mento de la desaparición de la joven, al que se sumaron luego las otras víctimas, que su tío comenzó a cuestionar deci­didamente al comisario Kesman.

Luego de la misa de cuerpo presente y de que de nuevo fuera ubicado el féretro en el coche fúnebre, el párroco, desde el umbral y frente a tantas mantillas y pañuelos oscuros con que se cubr­ían las mujeres, inmersas en mares de lágrimas, dijo para sí:

—¡Que Dios te bendiga, hija mía!

Acongojado por el dolor, no alcanzó a ver a Kesman —quien se hallaba a un costado del atrio— ni la gorra in­quieta en sus manos que evidenciaba nerviosismo; solo pudo darse cuenta de su presencia cuando, enjugando sus lágrimas en un pañuelo, vio a un niño desprenderse de las faldas de su madre y, tras correr en dirección a este, enfrentarlo y de­cirle:

—¿Va a encontrar al asesino de mi hermanita, se­ñor?

Recién entonces pudo verlo y enfrentar su mi­rada llena de impotencia. Luego dio media vuelta y, sin decir pala­bra, in­gresó en la iglesia.

El pueblo era centro de una región de pocos habi­tantes, no más de doscientas manzanas lo componían; y po­seía un bello centro comercial que se ex­tendía a lo largo de la calle principal para finalizar en la plaza. Las oficinas públicas distri­buidas alrededor del paseo entregaban sus fa­chadas blancas con solem­nidad y señorío; la mayoría poseía en su arquitec­tura un marcado estilo de la España co­lonial. La más discreta era la municipal, en cuyo frente, restablecido hacía poco tiempo, re­salta­ban las rejas oscuras de los am­plios ventanales que cir­cunda­ban la pesada puerta de madera. Recobrada su importan­cia, resguardaba el afán in­tachable del intendente, quien, con asom­brosa capa­cidad, cuidaba y diseñaba el urbanismo; además, no había quejas y todos estaban orgullosos de su ad­minis­tra­ción.

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