Alcides Bertran
Bertran, Alcides
Los cuadros de la muerte / Alcides Bertran. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2516-1
1. Novelas. I. Título.
CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA
www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com
A mis amigos,
a todos aquellos
que me acompañan
y me han acompañado siempre.
En especial,
a los que buscan, sin temor,
explorar sus ideas y, en lo posible,
convertirlas en realidad.
Y por sobre todos
a la correctora Andrea Melamud.
Inicialmente pensé esta historia como cuento, pero concluyó siendo una novela. Una vez como tal, fui incorporándole nudos en una sucesión de hechos violentos, policiales, que requerían de alguien apto para dilucidarlos. Al respecto, me pareció oportuno entrelazar capacidad y perspicacia, pero contraponerlas con cualidades abstractas del inconsciente en un juego que rebuscara conceptos psicológicos surgidos de las escuelas de grandes maestros. Y allí Freud, Jung, acunando algunas ideas. La precognición y la retrocognición afloran, dan frutos que permiten sellar los acontecimientos fatales.
No quise sumergirme en el centro del padecimiento, por este motivo opté por un modo omnisciente de relato y en pasado. Preferí seguir aprendiendo de uno de mis maestros predilectos: Dostoievski.
Concluyo diciendo que el arte, la pintura, no son solo una mezcla o conjunción de colores, son también la expresión cabal de la mente de quien lo realiza: canalizarla a través de ellos es una manera de colorear la más sutil inteligencia, y a esta novela la teñí de pintura y sangre y la enmarqué con un título simbólico: Los cuadros de la muerte.
La he escrito en Buenos Aires, en 1996, y la sustenté en la ficción, ya que no se ajusta a derecho y ninguna realidad la obliga; por el contrario, se permite, se licencia adrede. En lo personal, conforme con lo que he escrito y con igual énfasis, considero que ha llegado el momento de ofrecerla para su lectura. Espero que les agrade o, al menos, que les entretenga.
Buenos Aires, 2022
A. B.
CAPÍTULO I
—¡No puede ser! ¡No puede ser!
Gruñó el comisario Kesman en su despacho cuando observó el titular del diario Ecos de mi pueblo, único diario de Tulumba, departamento al norte de la provincia de Córdoba. El encabezamiento con letras gigantescas daba impresión: Un nuevo asesinato en el pueblo, sentenciaba. La tez blanca del hombre pronto se fue tornando de un rojo intenso hasta que, al final de la columna, estalló de bronca. El hallazgo del cuerpo de la joven trajo aparejado la sospecha de que fuera a convertirse en parte de la serie horrenda de crímenes que venían sucediendo, y bastó que el matutino lo afirmara para que no quedaran dudas.
—¡Son todos unos imbéciles! ¡Ignorar el sacrificio que estoy haciendo, carajo! —gritó enfurecido.
Ecos de mi pueblo, que asiduamente venía acompañándolo, dejó un día de hacerlo y sus críticas fueron incisivas, ásperas, ya no escatimaba vituperios, es más, dejaba deslizar comentarios irónicos y descalificaba su actuar. Eso lo irritaba y comprendía que, mientras no hallara al asesino, iba a seguir siendo blanco predilecto de tantas diatribas; temía, incluso, que se tomara ese fracaso para desacreditarlo definitivamente.
—¡Hola! ¡Hola! —exclamó luego de conectarse por teléfono con Quintana—. Soy el comisario Kesman.
A su rostro adusto parecía agravarlo el oscuro bigote, y las hendiduras que pronto fueron acentuándose producto del nerviosismo. Se pasó una mano por sus ensortijados cabellos y casi ni escuchó el saludo del editor, que en tono amable le dijo:
—¿Cómo está usted?
No hubo respuesta, su irascibilidad no lo permitía y, tras esquivar buenos modales, le respondió tajante:
—¡Mire, Quintana, su impertinencia me desagrada!
—¿A qué se refiere? —interrumpió su interlocutor casi con ironía.
—¿Cómo puede ser que publique una cosa así?
—Comisario, vea, los hechos suceden y el pueblo quiere soluciones.
—¡¿Vea?! ¡Las pelotas! ¿Qué se cree usted? ¿Cómo va a poner una cosa así? ¿O es que pasa algo entre usted y yo, eh? ¡Dígame!
—Comprendo su estado de ánimo, comisario, pero usted también debe comprenderme, el pueblo, la sociedad, todos necesitamos alguna respuesta y es de su incumbencia dárnosla.
—¡Bien! ¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer; le pido encarecidamente que no se meta más en lo que no le importa y no se haga el pelotudo conmigo, eh, se lo pido por su bien! —le respondió antes de cortar la comunicación de modo abrupto.
Al otro día, el cortejo fúnebre llegaba a la puerta de la iglesia y al ser bajado el ataúd del vehículo que lo transportaba, el llanto de los deudos se tornó desgarrador; paradójicamente, los claveles rojos depositados sobre él parecían querer coronar aún la belleza de la joven muerta. Se supo que el cuerpo poseía dos heridas de un puñal que no se había encontrado aún.
En la escalinata de la iglesia, el párroco Agustín esperaba con un viejo rosario entrelazando sus manos, y desde las gradas, con pesadumbre, acompañó el féretro hasta que fue ubicado sobre unas tarimas circundadas por intermitentes velas. Una vez aquietados los sollozos, dijo el responso con voz entrecortada. En tanto, afuera, frente a la plaza, el pueblo agolpado y con gran tribulación acompañaba la ceremonia; había silencio y cada rostro compungido enseñaba dolor y bronca. Nadie podía comprender lo que estaba sucediendo. La Villa era pequeña y todos se conocían, sin embargo, era la tercera víctima y el repudio ya se dejaba oír, a la par de una desconfianza que se iba engendrando en la entraña misma de la sociedad. ¿Quién era el asesino? Se preguntaban, pero no hallaban respuesta y esto hacía que la sospecha se trasladara de uno a otro; consecuencia desagradable que comenzaba a afectar la cotidiana relación. La primera de las víctimas, y que produjo una increíble congoja, había sido Natalia, sobrina de Quintana. Su cuerpo nunca apareció, por lo que este ya conservaba ínfimas esperanzas de hallarla y podría decirse que fue desde el momento de la desaparición de la joven, al que se sumaron luego las otras víctimas, que su tío comenzó a cuestionar decididamente al comisario Kesman.
Luego de la misa de cuerpo presente y de que de nuevo fuera ubicado el féretro en el coche fúnebre, el párroco, desde el umbral y frente a tantas mantillas y pañuelos oscuros con que se cubrían las mujeres, inmersas en mares de lágrimas, dijo para sí:
—¡Que Dios te bendiga, hija mía!
Acongojado por el dolor, no alcanzó a ver a Kesman —quien se hallaba a un costado del atrio— ni la gorra inquieta en sus manos que evidenciaba nerviosismo; solo pudo darse cuenta de su presencia cuando, enjugando sus lágrimas en un pañuelo, vio a un niño desprenderse de las faldas de su madre y, tras correr en dirección a este, enfrentarlo y decirle:
—¿Va a encontrar al asesino de mi hermanita, señor?
Recién entonces pudo verlo y enfrentar su mirada llena de impotencia. Luego dio media vuelta y, sin decir palabra, ingresó en la iglesia.
El pueblo era centro de una región de pocos habitantes, no más de doscientas manzanas lo componían; y poseía un bello centro comercial que se extendía a lo largo de la calle principal para finalizar en la plaza. Las oficinas públicas distribuidas alrededor del paseo entregaban sus fachadas blancas con solemnidad y señorío; la mayoría poseía en su arquitectura un marcado estilo de la España colonial. La más discreta era la municipal, en cuyo frente, restablecido hacía poco tiempo, resaltaban las rejas oscuras de los amplios ventanales que circundaban la pesada puerta de madera. Recobrada su importancia, resguardaba el afán intachable del intendente, quien, con asombrosa capacidad, cuidaba y diseñaba el urbanismo; además, no había quejas y todos estaban orgullosos de su administración.
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