Alcides Bertran - Los cuadros de la muerte

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"El día que el pintor le había indicado a Martina que fuera al arroyo para decirle quién iba a ser la próxima víctima se acercaba, y eso le producía a la analista una marcada irritación, pues los minutos parecían ir socavándola en lo profundo. Sabía íntimamente que esa revelación le traería certezas sobre ciertas dudas; sin embargo, ante tamaño desafío, emergía aún conduciendo con cuidado su egocentrismo y su secreto, ya que, a efectos de lo que el extraño iba a develarle, dependería si seguir considerándolo como tal".
Párrafo de un pasaje de la novela donde cada encuentro asume un peldaño más de peligrosidad en los anaqueles de la mente. Y allí, cual sentencia, los influjos abstractos, aunque arbitrarios, de Los cuadros de la muerte.

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La región era hermosa, prados verdes con lánguidas arbo­ledas absorbían las callecitas que se extendían ador­mecidas bajo las sombras asoleadas de los álamos; el creci­miento de estos obligaba a que los chañares y los algarrobos quedaran como siluetas indo­mables vigilando la periferia árida, donde, además, las manos de los habitan­tes simulaban res­petar los en­marañados árboles que trepaban por las laderas de los cerros. Uno de los caminos que había, denomi­nado Camino Real, era el más transitado, casi alcanzaba la mar­gen apacible de un arroyo que desapa­recía en el ondular lejano del hori­zonte. Este camino, en viejas épocas, había sido un escabroso sendero que permitía unir las postas con diligencias y galeras que llegaban cargadas de de­safíos cuando la región era admi­nistrada por el Marqués de Sobremonte; por allí, muy cerca, tam­bién había intentado pasar Facundo Quiroga cuando iba obsti­nada­mente hacia su muerte.

La primavera embellecía toda la región debido a que la flora, im­po­nente, conservaba la más agreste virginidad. Los sembra­dos crecían en el pequeño valle con fuerza, ajenos aún a cuan­tos fertilizantes y químicos comen­zaban a emplearse en otras regiones. Pero las muertes de las jóvenes lle­gaban arras­tradas por la brisa primaveral.

Por el Camino Real, un hombre se acercaba al pue­blo, traía en su andar lentitud y sensación de cansancio; im­posible saber su edad, parecía ocultarse tras una barba es­pesa. Vestía con humildad y cubría su cabellera con una gorra negra que usaba con sus tapa orejas abrochadas por sobre su ca­beza; poseía pocos enseres, nada más que una valija antigua y un caballete de pintura. Al ir transitando, daba la sensación de que se exta­siaba con el abundante paisaje, observaba la distancia con eterna placidez.

En las afueras del pueblo, se detuvo frente a una casa que mostraba un tejado enmohecido y unos ventanales casi ocultos por unas tupidas madreselvas. Allí se quedó por un instante observando la chimenea empotrada en uno de los mo­jinetes y el palomar que se hallaba en un sector de orondo césped; la casa parecía estar deshabitada. Luego continuó ca­minando cuando ya la tarde se moría y el sol era solo una línea sangrante detrás de los cerros mortecinos.

Habrá hecho tres cuadras desde el arco que daba la bien­venida cuando vio el vehículo policial que transitaba a toda velocidad por la calle principal, para luego girar brusca­mente por una adyacente y detenerse frente a una persiana oxidada de garaje. De él bajó Kesman, acompañado de dos agentes, quie­nes golpearon la puerta con energía y espera­ron. La sor­presa del hombre moreno que salió a atenderlos fue enorme porque se vio inmovilizado de improviso; lo tomaron de los brazos y lo obligaron a subir al auto­móvil; luego, en veloz marcha, se dirigieron de nuevo hacia el centro.

El hombre de la gorra giró la vista en el instante en que el vehículo pasaba a su lado ahogándolo con monóxido de car­bono y produciéndole increíble tos. Luego, el silencio volvió a reinar.

Más tarde, en el interior del despacho, el comisario in­da­gaba:

—¿Por qué la mató?

—No soy ningún asesino —respondió el hombre frente a él, sentado en un banquillo. Kesman lo observaba acusato­ria­mente asentándose el bigote.

—Fue usted la última persona que estuvo con ella. Dígame, ¿por qué la mató?

—Estuve con ella…, pero eso no le da derecho a pensar que soy un asesino.

—¡Maldita sea! ¡Usted debe confesar! —gritó le­vantán­dose del sillón y rodeándolo.

El moreno, sorprendido por la exaltación del unifor­mado, se mantuvo en silencio; aunque luego, observándole de reojo la mirada hosca, creyó que era necesario defen­derse.

—¿Por qué habría de matarla, comisario?

—Por varios motivos, pero fundamentalmente por­que... porque se comenta que usted...

Cuando intuyó la intención tendenciosa de ese comen­tario, sus ojos se desorbitaron.

—¿Qué? ¿Que yo qué?... —exclamó.

—¿Se sorprende? —Reaccionó Kesman, luego agregó—: Se dice que usted...

—¡Bueno, bueno! ¡Lo que le faltaba! —interrumpió en­tonces el moreno, mirándolo fijo—. ¿Y eso le da de­recho a pensar que yo la asesiné? —dicho esto, ondeó sus brazos y con­cluyó amenazante—: No vamos a sacar los tra­pitos al sol.

Kesman enrojeció, asombrado, y, atisbándole la mi­rada —pues sabía del poder de los se­cretos— preguntó dubitativo:

—¿A qué se refiere con eso de... de los trapitos al sol?

—Mariana también era su amante, comisario. ¿O lo va a negar? —aseveró el moreno, ahora sin regodeos, plantándosele exultante pese a estar sentado.

—¡¿Qué dijo?! —gritó Kesman como un demonio, zama­rreándolo; no podía creer lo que acababa de escuchar.

Los dos agentes presentes en la sala se miraron y Kes­man descargó su ira en ellos; de inmediato comprendie­ron que deb­ían salir de allí porque los ojos del jefe apu­ñalaban. Se fueron casi haciendo estallar los cristales a sus espaldas, y ni que hablar de la campanilla que pendía del marco: entró en oscila­ciones de locura.

Una vez a solas, y abrumando al moreno con la mirada, susurró:

—No quiero que esto sea algo personal, ¿me entiende? —le dijo por lo bajo como intentando que nadie lo escu­chara, y luego aseveró enérgico—: ¡Por hoy, sabe, y solo por hoy, usted queda en libertad, pero no se olvide de que tiene muchas cosas que explicar a la Justicia!

—Como usted diga, comisario, estaré a su disposición —respondió el demorado, levantándose y saliendo del des­pacho. Nuevamente la campanilla sonó, aunque esta vez más acompa­sada.

Kesman, una vez en la soledad de su despacho, tomán­dose el rostro con las manos, pareció comprender su situa­ción. No podía imaginar el final de su carrera. No, no podía permitir que eso sucediera. En su interior, presentía que los hechos iban acorralándolo; es más, el estrés y las pre­ocupaciones lo hacían sentirse incoherente e intuía que al otro día la calle estaría llena de ru­mores. La detención del moreno, a pesar de las dudas que le quedaron, no logró darle funda­mentos de que fuera el ase­sino; de todos modos, precavi­do, ordenó que uno de sus agen­tes le vigilara todos los movimientos. No quería sorpresas como la que le había causado que aquel supiera de su secreto; además, tenía la seguridad de que las críticas y los prejuicios resaltarían una vez más en Ecos de mi pueblo.

—Martina —dijo consumido por la desesperación—, es­toy confundido, necesito tus consejos, quiero verte esta noche.

A medida que transcurría ese diálogo telefónico, su sem­blante iba adquiriendo una suave tonalidad; su voz áspera fue acen­tuán­dose y terminó siendo serena y mezquina. Apoyó el pulgar en la sien y se frotó la frente con los dedos, una y otra vez. Su nerviosismo fue atenuándose; ya no había rigidez en su mirada cuando por lo bajo dijo:

—Esperame, voy a visitarte.

Las semanas transcurrían y sus investigaciones no iban a buen puerto; no había encontrado ningún indicio para dar con el asesino o los asesinos y el desconcierto lo invadía. Muchos veci­nos fue­ron citados. Kesman era guiado por una intuición equívoca que hacía que de él se tuviera la irritante sensación de no res­peto. Aunque, amparándose en los hechos suscitados, ar­gumentara que cada habitante era virtualmente sospechoso y no menguara avasa­llamiento en el momento de indagarlos; estos hechos le valieron —y no se equivocaban— de otro increí­ble titular en Ecos de mi pue­blo, que esta vez decía: El pueblo sospechado. Esto lo llevó a incre­mentar sus visitas a la psicó­loga Martina, que vivía en las afueras, lejos del con­sultorio donde ejercía y que se hallaba sobre la calle principal del pue­blo; allí, la joven analista, que cobraba aranceles bajos, orien­taba y ase­soraba psicológicamente a personas que atrave­saban problemas la­borales, conflictos de familia y conductas de vio­lencia, y los trataba con métodos de terapias grupales dos veces a la semana. Su bella casa era el lugar de relax que usaba para escaparse de las extenuantes atenciones que demanda­ban sus clientes. Kesman visitaba dicha casa, era el lugar apropiado porque con su dueña podía intimar y sincerar todas sus preocu­pacio­nes. No hallaba la misma actitud de parte del párroco que, siempre que lo veía, ahondaba sus sermones en prédicas de mo­ral y espiritualidad y no le concedía nada; inclusive hasta llegó a decirle que la infi­delidad le traería inconvenientes. De esas pa­labras se guardó la incógnita de saber cómo Agustín se enteró de su relación con Mariana, la última víctima. Y sobre la infi­deli­dad, nada le preocupaba: estaba separado de su mujer desde hacía mucho tiempo. Su juventud y su buen as­pecto im­peraban dándole réditos amorosos. Aun así, notó en los últi­mos tiempos que la joven psicóloga se molestaba cuando hablaba con suma libertad de sus andanzas. Le restó importancia, pues la sabía comprensiva, incluso sumisa; aunque muchas veces, indescifrable. De todos modos y, a pesar de ser soca­vado con las preguntas que esta le enmarcaba para los tests de la terapia, en su interior sabía que, de esas reuniones pri­vadas, no era bueno que la sociedad se enterara.

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