Carlos Amigo Vallejo - Francisco de Asís

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Después de muchas horas de lectura de fuentes y documentos, y de muchas visitas como peregrino a los lugares donde transcurrió la vida de san Francisco, el cardenal Carlos Amigo redescubre la historia, la vida y el espíritu del santo de Asís, con la intención de reflejar su amor a Dios, su pobreza y su fraternidad. En propias palabras del autor, «el santo de Asís es una fuente viva de la que sale por todos los caños el manantial gozoso de saber que Dios es nuestro Padre y que Jesucristo es el primer Hermano». Apoyándose en las genuinas fuentes franciscanas, en los estudios históricos recientes y en el magisterio de los últimos Papas, el autor interpreta la historia de este santo de leyenda, cuya sencillez y humildad acabó transcendiendo su época para convertirse en una de las más altas manifestaciones de la espiritualidad cristiana.

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El Señor tuvo conmigo misericordia

San Francisco repetirá, a lo largo de su vida, la razón de su conversión y ministerio: porque el Señor tuvo misericordia conmigo. La misericordia produce el despojamiento de uno mismo y la entrega incondicional a Dios.

El Señor habla en el camino. Es decir, partiendo de la vida, pues solamente así se puede comprender la propia vocación. Es lo que le ocurriera a Francisco después de escuchar el Evangelio. Lo que ha oído tiene que llevarlo a la práctica, hacer la experiencia del vivir en fidelidad a lo que el Señor ha querido manifestarle. Se acercaría a la realidad de cada momento y trataría de discernirlo todo a través de la fe (cf Documento final del capítulo general OFM de Asís-Alverna de 2006, 11). En la vocación de Francisco se registran unos hechos y se aprecian unas actitudes. Aquellos darán el valor histórico de la presencia; las actitudes garantizan la razón de lo intemporal. «¡Esto es lo que quiero, esto es lo que busco!» (1C 22). Francisco ha leído el evangelio (Mt 10,7-10), y lo acepta. Lo mete en su vida. Porque el Altísimo le ha revelado que debe vivir según esta regla: la del santo Evangelio (Test 14). Acude a la Iglesia (LM 3,8-9). Y la Iglesia no puede negarle un derecho tan fundamental para el cristiano: vivir el Evangelio. Francisco, al pedir, no arranca un privilegio, sino que construye la fidelidad eclesial de la orden: siempre súbditos y sujetos a los pies de la Iglesia (2R 12,4).

El Señor le ha llevado entre los leprosos. Y la vida de Francisco ha cambiado (Test 1). De ahora en adelante los hermanos han de sentirse dichosos entre los pobres, los leprosos, los débiles... (1R 9,2). El burgués y rico Francisco se desnuda para vestir al pobre (2C 5). Y se dispone, en pobreza, para obedecer y someterse a todos (Test 19). Excelente es el oficio y ministerio al que Dios llama. Y no pocas las limitaciones de quien lo escucha. Por eso aparecen el miedo a un compromiso incondicional y para siempre, recelos sobre la perseverancia, la minusvaloración personal acerca de unas cualidades humanas que se cree que tienen que ser del todo extraordinarias, las dudas sobre lo que realmente se desea...

Dios cuida de su Iglesia. Escucha las oraciones de su pueblo y hace surgir en el corazón el deseo de estar cerca de Jesucristo y sirviendo a todos, particularmente a los más débiles y abandonados. Cristo llamaba a unos y a otros. Algunos respondían y lo siguieron. Otros, no. ¿Por qué? Les parecía muy exigente el camino que había que emprender. Creían que todo iba a depender solo de sus limitadas fuerzas. Se siente el deseo íntimo de hacer algo grande en su vida. Pero surge el temor ante lo desconocido. No valen los conformismos, ni las máscaras, ni la mediocridad, ni ofrecimientos de mesianismos vacíos de Dios, ni unas realizaciones simplemente materiales. Seguir a Cristo es entrar en el Espíritu de su reino de amor, de justicia, de paz. Es incondicionalidad a la voluntad de Dios y sacrificada entrega de la vida en favor de los demás. Entonces es cuando se encuentra un verdadero sentido a la misma vida.

No hay más respuesta que la lógica de la cruz. El que quiera venir conmigo, que tome su cruz y me siga (Mt 16,24). Pero el yugo es llevadero y suave la carga (Mt 11,30). Pues en la cruz está el amor redentor de Cristo. Este acontecimiento vence todas las dudas y hace posible una generosa disponibilidad. Es evidente que si Dios no hubiera puesto ese deseo en el corazón de Francisco, nunca habría encontrado en la vida lo que estaba buscando: vivir en la voluntad de Dios. Un Señor querido por Él mismo. No es un ser útil que ante los problemas humanos responde y resuelve. Dios es la causa de todas las bendiciones. Alabar y bendecir su nombre santísimo es el mejor y más importante de los trabajos. Es el Espíritu del Señor el que da fundamento a las acciones del hombre y el que garantiza la unidad entre todas ellas. En ese amor está el alfa y la razón de la existencia, de la misma vida del hombre. Todo es inspiración y gracia, moción del Espíritu que conduce siempre hacia la fuente del bien.

Hacer penitencia y seguir las huellas de Cristo, así se resume la teología franciscana del encuentro con Dios. No es tanto mortificación personal cuanto desnudamiento interior. Es gracia que viene de lo alto y que seduce en tal modo que ya solamente se puede vivir entregado total e incondicionalmente a aquel que se ha conocido como el bien supremo. No es voluntarismo, sino aceptación del amor que viene ofrecido. No es tanto dejar cuanto amarlo todo en una completa desposesión. Es la profunda experiencia de Dios como el Absoluto. Todo puede ser amado en aquello que de Él lleva significación. El apropiarse de algo, en cambio, es un robo al amor que solamente a Dios pertenece.

En esa experiencia de Dios se entra por la puerta real de la desposesión de uno mismo. Él es el Señor. Nadie más. Querer lo que quiera Dios. Una conversión evangélica al reino de Dios vivido de una manera completamente entregada, libre, pobre, alegre. Se ha encontrado el verdadero tesoro evangélico. Es la perfección de la pobreza: dejarlo todo, porque nada es comparable a la inestimable riqueza de quedar poseído por Dios. Un sentido profundo de humildad, no como aceptación del desprecio exterior, sino el reconocimiento sincero de lo que cada uno es en el amor de Dios Padre. Esta vida en humildad es el primer paso a dar en el itinerario de la conversión, porque ese es el camino de la vida evangélica.

Si el hacer penitencia y vivir en humildad eran desnudamiento y vacío para llenarlo todo de Dios, la caridad y la misericordia son donación de la riqueza del amor de Dios que se ha recibido. Es tal la abundancia de la que rebosa el corazón de Francisco, el fuego del amor que le quema interiormente, que solo amando a Dios y a las criaturas por Dios puede saciar esas ansias de la caridad misericordiosa que abrasa su alma. La creación entera será objeto de su amor. El manantial de donde proviene ese amor es tan grande y generoso, que cuanto más se ama y se da, mayor es la abundancia que se recibe y el deseo ardiente de corresponder al amor. Ese hacer penitencia franciscano proporciona un claro y entusiasmante sentido a la vida: la posibilidad de revestirse y amar con el don que de Dios se recibe. Esta sabiduría solamente se comprende permaneciendo continuamente ante Dios y caminando en su presencia.

Nada más admirado y querido que Jesucristo. Es Dios que ha venido a vivir con nosotros. Misterio escondido que se hace patente. Ya solo cabe, por parte del hombre, responder a esa encarnación del Verbo y dejarse arrebatar por él y vivir las mismas actitudes e intereses de Cristo. Jesús es el Maestro, el único Maestro. Y san Francisco lo conoce con una experiencia muy cercana: ha sido el Señor Jesucristo quien lo ha sacado del pecado y llevado al encuentro con el Padre. Imitar a Cristo y seguir sus huellas es garantía de permanecer en esa conversión a Dios. Se debe cuidar con esmero la luz del rostro de Cristo. El pecado de los hombres puede oscurecerlo, pero la fidelidad al Evangelio descubre la claridad de quien es el de Dios y Padre. Una realidad completamente nueva, una persona digna de ser amada por ella misma, sin buscar utilidad alguna. Cristo es Dios y hombre, verdadera manifestación salvadora de Dios en la historia: Cristo es el camino, la verdad, la vida y la gloria que ha comenzado en el tiempo y tendrá su final en el encuentro definitivo con Dios.

San Francisco, como Cristo, llevó las llagas marcadas en su cuerpo. Eran las señales exteriores de otras más profundas y sufrientes de su corazón enamorado de Dios. Los signos de la perfecta identificación, pues seguir las huellas no era simple imitacionismo, sino meterse en el amor oblativo de Cristo y vivir el anonadamiento, la kénosis , como glorificación del Padre y movido por el Espíritu del Señor. Más que pretender comprenderlo, él vive el misterio trinitario. El amor de Dios manifestado de modos diversos y en los que resplandece una admirable unidad. El mejor ejemplo que encuentra Francisco para explicarlo es precisamente la creación: todo ha sido hecho por Dios Padre, para gloria del Hijo y con la virtud del Espíritu Santo.

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