Fiódor Dostoievski - El Idiota

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"A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla."
"El idiota" de Fiódor Dostoievski está considerada como una de las novelas más brillantes de Dostoievski y de la «Edad de Oro» de la literatura rusa. La novela se sitúa en la Rusia de mediados del siglo XIX y narra la historia del príncipe Lev Nikoláievich Myshkin (en algunas traducciones, Mishkin), el cual al igual que Dostoievski, sufre de epilepsia.

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Por aquella época comenzaba a escupir sangre. Acabó teniendo los vestidos tan andrajosos que no osaba presentarse en la aldea. Y desde su regreso andaba descalza. Los niños de la escuela, que pasaban de cuarenta, se regocijaban especialmente en molestarla y arrojarle inmundicias. Habiéndose dirigido a un propietario de vacas para que le diera trabajo, el hombre la puso en la puerta. Mas María, por iniciativa propia, comenzó a cuidar del ganado y pasó el día en aquella ocupación. El hombre, observando que le prestaba buenos servicios, dejó de arrojarla de allí, y hasta le daba a veces los restos de su comida que solían consistir en pan y queso. Y consideraba esto como una gran bondad que hacía a la joven.

Cuando murió la madre de María, el Pastor llegó a vilipendiar a la desgraciada públicamente. Ella, vestida con sus miserables harapos, habíase arrodillado, llorando, junto al ataúd. La curiosidad había atraído a mucha gente a la ceremonia fúnebre. Queríase ver si la joven sollozaba y con qué aspecto caminaría tras el cadáver de su madre.

El Pastor, hombre joven aún y cuya ambición consistía en llegar a ser un gran predicador, habló a la multitud señalando a María. «He ahí —dijo— la que ha causado la muerte de esta respetable anciana (lo cual no era verdad porque la vieja estaba enferma hacía muchos años). Ahí está, ante todos, sin atreverse a levantar la vista porque sabe que ha sido marcada por el dedo de Dios. Vedla, descalza, andrajosa... ¡Buen ejemplo para las que se sintieran a punto de caer en la tentación! ¿Y quién es esa mujer? ¡La hija de la difunta!» Y continuó hablando por el mismo estilo, corno suelen los Pastores protestantes.

Aunque parezca increíble, esta cobardía agradó a casi todos. Pero entonces sobrevino una novedad. Los niños, que en aquella época ya estaban todos de mi parte y comenzaban a querer a María, tomaron la defensa de la desgraciada. Vean cómo comenzó la cosa. Yo, antes ya, deseaba favorecer en algo a la pobre joven. Ella padecía gran necesidad de dinero, mas yo durante mi estancia en Suiza no dispuse de un solo kopec . Pero sí tenía un alfiler de diamantes y lo vendí a un buhonero que andaba de pueblo en pueblo vendiendo ropas usadas. El hombre me dio ocho francos por mi alfiler, que valía lo menos cuarenta. Largo tiempo transcurrió antes de que yo pudiese hablar a solas con María. Al fin nos encontramos fuera del poblado, en un sendero montañoso, tras un árbol.

Le entregué los ocho francos y le recomendé que los administrara bien, porque en adelante no podría volver a ayudarla. Y luego la besé diciéndole que no lo tomase en mal sentido y que si la besaba no era porque estuviese enamorado de ella, sino porque me inspiraba profunda piedad, y porque nunca, desde el principio, la había considerado culpable, sino desgraciada.

Yo sentía verdadero deseo de consolarla, de persuadirla que hacía mal en considerarse tan por debajo de las otras mujeres, pero no tardé en observar que no comprendía mis palabras. Lo noté en su actitud. Permanecía en pie ante mí, silenciosa, con los ojos bajos, como abrumada por la vergüenza.

Cuando hube terminado me besó la mano. Yo tomé la suya y quise besarla también, pero la retiró en seguida. De pronto los niños nos descubrieron. Toda la banda se hallaba ante nosotros. Supe después que llevaban largo rato espiándonos.

Comenzaron a reír, a silbar, a dar palmadas y María se puso en fuga rápidamente. Traté de hablarles, pero comenzaron a lanzarme piedras. Aquel mismo día la aldea conocía toda la historia. La maledicencia pública se encarnizó más que nunca con María. Incluso oí decir que se hablaba de que las autoridades le infligiesen un castigo, pero, gracias a Dios, la iniciativa no se llevó adelante. En cambio los niños no dejaban un instante de reposo a su víctima. La perseguían sin cesar y le arrojaban todo género de porquerías.

La pobre enferma, cuando les veía llegar, corría con todas las fuerzas de sus débiles piernas, tosiendo y jadeando. Ellos la seguían vociferando injurias.

Una vez tuve literalmente que entablar una lucha con ellos. Más adelante traté de hacerles entrar en razón, o al menos intenté realizarlo. A veces me escuchaban, pero no por eso dejaban de hostigar a María.

Al fin acerté a explicarles lo desgraciada que era y entonces no tardaron en dejar de injuriarla y empezaron a pasar de largo ante ella sin decirle cosa alguna. Poco a poco los niños y yo fuimos teniendo charlas más prolongadas. Yo les contaba todo, no les ocultaba nada. Ellos me escuchaban con curiosidad y principiaron a sentir lástima de la pobre joven. Algunos cuando la encontraban, le dirigían ya un afable «buenos días».

María, según imagino, debió de sorprenderse mucho de semejante cambio. Una vez, dos chiquillas que tenían algunas vituallas para merendar fueron a llevárselas a la joven y vinieron a decírmelo. Añadieron que María se había puesto a llorar y que ahora ellas la querían mucho.

En breve todos los niños llegaron a amarla y a experimentar a la vez un repentino afecto por mí. Acudían a menudo en mi busca y siempre me pedían que les contase algo. Creo que yo debía relatar bien, porque se mostraban ávidos de mis narraciones.

Entreguéme al estudio y a la lectura para poder comunicarles lo que aprendía en los libros, y esto continuó así durante los tres años siguientes.

Cuando Schneider o los demás me reprochaban el no ocultar nada a los chiquillos y el hablarles como si fuesen personas mayores, yo contestaba que era vergonzoso mentirles. «Además —añadía—, a pesar de todas las precauciones, ellos llegarán siempre a saber lo que uno se empeñe en ocultarles, con la diferencia de que lo sabrán de un modo que excite su imaginación, mientras que conmigo ese peligro no existe. Si lo dudan, evoquen las memorias de su propia infancia.» Pero este razonamiento no convencía a nadie.

Fue quince días antes de la muerte de su madre cuando yo besé a María. Al pronunciar el Pastor su sermón, todos los niños estaban ya de mi parte. Les manifesté la ocurrencia que el eclesiástico se había permitido y la califiqué como creí justo. Los niños se indignaron y algunos de ellos, en su ira, rompieron a pedradas los vidrios del Pastor. Yo les hice comprender que habían obrado mal; pero no por eso dejó de esparcirse en la aldea el rumor de que yo soliviantaba a los colegiales. Luego, todo el mundo observó que los niños querían a María, lo que provocó una inquietud extrema. Pero la joven vivía feliz. Los padres podían prohibir a sus hijos que la tratasen, mas no por eso dejaban los niños de ir a buscarla, a escondidas, al lugar en que apacentaba las vacas, y que estaba como a media versta de la aldea.

Le llevaban regalos y algunos se acercaban hasta ella sólo para estrecharla contra su corazón, besarla y decirle: «Te quiero mucho, María». Y tras esto, volvían a sus casas con toda la velocidad de sus piernas.

Poco faltó para que una dicha tan inesperada no hiciese perder la cabeza a María. Jamás había imaginado cosa semejante, ni aun en sueños, y experimentaba, por tanto, una mezcla de confusión y de júbilo. Los niños, y sobre todo las niñas, la iban a ver con frecuencia únicamente para decirle que yo la quería y que les hablaba mucho de ella. «Nos ha contado toda tu historia —le explicaban— y ahora te queremos, sentimos lo que te pasa, y siempre lo sentiremos y te querremos igual.»

Luego tornaban a mi lado y con el rostro alegre y aire de traer una noticia importante, me informaban de que habían estado hablando a María y de que ella me enviaba sus saludos.

Por la tarde yo iba a la cascada. Había allí un retirado rincón, sombreado de álamos y no visible desde el pueblo. Era en aquel lugar donde yo recibía por las tardes la visita de los niños, algunos de los cuales acudían a escondidas de sus padres.

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