Fiódor Dostoievski - El Idiota

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"A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla."
"El idiota" de Fiódor Dostoievski está considerada como una de las novelas más brillantes de Dostoievski y de la «Edad de Oro» de la literatura rusa. La novela se sitúa en la Rusia de mediados del siglo XIX y narra la historia del príncipe Lev Nikoláievich Myshkin (en algunas traducciones, Mishkin), el cual al igual que Dostoievski, sufre de epilepsia.

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El príncipe calló y asumió un aire de gravedad. Las tres jóvenes esperaban su respuesta.

—Se lo diré después —prometió en voz baja y con tono solemne

—Se propone excitar nuestra curiosidad —dijo Aglaya—. ¡Y qué serio nos mira!

—Todo eso está bien —insistió Adelaida—; pero aunque sea un buen fisonomista no por ello ha dejado de estar enamorado. Por tanto, he dado en el clavo. Cuéntenos, cuéntenos...

—No he estado enamorado —dijo el príncipe—. He sido feliz... de otro modo...

—¿Cómo? ¿Y de qué manera?

Y su rostro había adquirido una expresión profundamente meditabunda.

—Ea, se lo diré —decidiese Michkin.

VI

—En este momento —comenzó Michkin— me miran ustedes con una curiosidad que me inquieta porque, si no la satisfago, se incomodarán conmigo. Pero, no, esto es una broma —se apresuró a añadir, sonriendo—. Paso, pues, a contar...

En aquel pueblo había muchos niños y yo estaba siempre con ellos, solo con ellos. Eran los niños de la aldea, toda una bandada de colegiales. No pretenderé haberlos instruido yo. No; para eso estaba Julio Thibaut, el maestro de escuela. Si se quiere, admito que les enseñaba algo; pero lo que hacía sobre todo era convivir con ellos.

Y así han transcurrido mis cuatro años en Suiza. No me hacía falta otra cosa. Les hablaba de todo, sin ocultarles nada. Esto acabó atrayéndome el descontento de sus familias, porque los niños terminaron no pudiendo prescindir de mí. Me rodeaban sin cesar, al punto de que el maestro de escuela llegó a convertirse en mi mayor enemigo. Otras muchas personas de la aldea me cobraron antipatía, todas a causa de los niños. El mismo doctor Schneider me hizo reproches sobre ello. Pero, ¿qué temían de mí? A un niño se le puede decir todo, absolutamente todo. Siempre me ha sorprendido la falsa idea que los adultos se forman sobre los niños. Éstos no son comprendidos jamás, ni siquiera por sus padres... ¡Y qué bien se dan cuenta los niños de que su familia los toma por pequeñuelos incapaces de comprender nada cuando lo comprenden tan bien todo! Las personas mayores ignoran que, incluso en asuntos difíciles, los niños pueden dar consejos de la mayor importancia. ¿Cómo no sentir vergüenza de engañar a esos lindos pajaritos que fijan en vosotros sus miradas confiadas y felices?

Les llamo pajaritos porque los pájaros son lo mejor que existe en el mundo... Pero medió una circunstancia que excitó los ánimos contra mí más que cualquier otra... El odio de Thibaut era mera envidia. Al principio movía la cabeza y se asombraba viendo lo bien que los niños comprendían lo que les contaba yo, mientras él no lograba jamás hacerse entender de ellos. Más tarde se burló de mí cuando supo que les decía que ni él ni yo les enseñábamos nada, sino que aprendíamos de ellos. No sé cómo pudo injuriarme y calumniarme como lo hacía viviendo él mismo entre niños, porque el trato de éstos purifica el alma...

Entre los enfermos que curaba Schneider había un hombre extremadamente desgraciado. No sé si podría existir desgracia comparable a la suya. Había sido llevado al establecimiento achacándole enajenación mental; pero en mi opinión no estaba loco, sino que había sufrido horrorosamente y ésa era toda su dolencia. ¡Si ustedes supiesen lo que aquellos niños llegaron a ser para él!

Pero de ese enfermo les hablaré luego. Ahora voy a decirles cómo empezó todo. Al principio los niños no me querían. Yo era tan mayor, tan tímido, tan feo además... Y finalmente tenía en contra mía mi calidad de extranjero...

Los niños inicialmente se burlaban de mí y desde que me sorprendieron besando a María comenzaron a tirarme piedras.

No la besé más que una vez... No se rían —apresuróse a añadir el príncipe replicando a las sonrisas de su auditorio—: el amor no intervino en eso para nada. Si ustedes hubiesen conocido a aquella infeliz criatura la habrían compadecido tanto como yo. Era una joven de la aldea, que habitaba con su anciana madre una cabaña con sólo dos ventanitas, en una de las cuales la vieja, con permiso de las autoridades locales, vendía cintas, hilas, hilos, tabaco y jabón, comercio que le producía el poco dinero preciso para su vida. Estaba enferma y tenía las piernas hinchadas, lo que la obligaba a permanecer siempre en un asiento. María contaba veinte años y era delgada y de débil constitución. Hacía largo tiempo que se encontraba tuberculosa, pero aun así iba a asistir a las casas, donde realizaba trabajos muy pesados: fregar el suelo, lavar la ropa, limpiar los platos, dar el pienso a las bestias...

Un viajante francés la sedujo y se la llevó consigo; mas al cabo de una semana la dejó plantada. Abandonada en una carretera, María volvió a su casa pidiendo limosna por el camino.

Llegó sucia, andrajosa, con los zapatos terriblemente desgarrados. Había andado durante ocho días durmiendo al raso y sufriendo mucho frío. Tenía ensangrentados los pies y las manos hinchadas y ulceradas. Antes tampoco era hermosa: sólo tenía unos ojos muy dulces, llenos de inocencia y de bondad. Su taciturnidad era extraordinaria. Una vez, poco antes del incidente de que he hablado, comenzó de pronto a cantar mientras trabajaba y el hecho causó general asombro. «¡María ha cantado! ¡Hay que ver! ¡María ha cantado!», se decían riendo. Ella, oyendo a la gente, quedó muy confusa y desde entonces se encerró en un mutismo obstinado.

En aquel tiempo trabajaba aún y la miraban con benevolencia; pero cuando volvió enferma y con los miembros ensangrentados nadie le testimonió la menor piedad. ¡Qué dura es la gente en casos así! ¡Con qué severidad juzga las cosas!

La vieja fue la primera en recibir a su hija con ira y desprecio. «¡Me has deshonrado!», le dijo. Y fue la primera también en abandonarla a su vergüenza. En cuanto se supo en la aldea la vuelta de María, todos, viejos, niños, mujeres, jóvenes, todos, repito, acudieron a verla. Los habitantes de la aldea casi en pleno invadieron la cabaña de la anciana.

María, hambrienta y haraposa, yacía en tierra a los pies de su madre y lloraba. Mientras los visitantes afluían, ella se tapaba el rostro con los revueltos cabellos e inclinaba los ojos al suelo para rehuir la curiosidad de la gente. Todos hacían círculo en su torno, mirándola como a un reptil. Los viejos la censuraban implacablemente; las mujeres la colmaban de injurias y ofensas, contemplándola con repugnancia, como si viesen un bicho asqueroso. La madre, sentada en su habitación, lejos de oponerse a aquella actitud, les alentaba con la voz y el ademán.

La anciana estaba muy enferma, casi moribunda, al extremo de que a los dos meses falleció; pero aun sintiendo aproximarse su fin se negó a reconciliarse con su hija. No le hablaba jamás, la hacía acostarse en el zaguán y apenas le daba de comer. Necesitaba mojarse frecuentemente las piernas hinchadas con agua caliente, y a pesar de que María se las lavaba y le prodigaba afectuosos cuidados, la vieja los aceptaba sin compensarle con una sola palabra cariñosa. La joven lo sufría todo con resignación. Más adelante, cuando entablé conocimiento con ella, observé que aprobaba aquella actitud, considerándose a sí misma como la más vil de las criaturas.

La anciana hubo de guardar cama definitivamente, y las comadres de la aldea acudieron a cuidarla por turno, según la costumbre de la región. Y entonces se dejó en absoluto de dar de comer a María. Todos la rechazaban de su puerta y nadie le proporcionaba trabajo como antes. Puede decirse que le escupían encima literalmente. Los hombres no la consideraban ya como una mujer y le dirigían las palabras más soeces. A veces, los domingos, cuando estaban embriagados, le arrojaban alguna moneda de a sueldo por irrisión. María las recogía en silencio.

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