Sobre su estilo, Johannes Koder 23afirma que Simeón da preeminencia al contenido sobre la forma externa, por eso no se puede hablar de una retórica y estilo muy elaborados y sí de numerosas faltas estilísticas. Además, muchos himnos se presentan bajo una forma dialogada, siguiendo una tradición que viene desde Romano el Meloda. Sin embargo, hay una diferencia entre estos dos autores: mientras el diálogo en los himnos del Meloda es retórico, no lo es así en Simeón, que trata de reproducir la conversación que ha tenido lugar entre Cristo, que le ha hablado por medio de una visión, y él. Por lo que se refiere a su contenido, Koder sostiene que no está influenciado por ningún autor en particular, aunque muestra conocer el vocabulario de la obra Barlaam y Josafat 24y encontramos referencias a la teología negativa del Pseudo-Dionisio. En cuanto al uso lingüístico de esta obra, se advierte que, en su intento de adecuar el lenguaje a su experiencia, tiene que crear nuevas palabras e imágenes poco habituales junto con el empleo de numerosas figuras retóricas 25.
3.5. Cartas
Cuatro cartas se conservan como auténticas de Simeón. De ellas la primera trata el tema de la confesión y aquellos que tienen el poder de absolver, la llamada Carta sobre la confesión . En las demás, los temas tratados son los siguientes: la penitencia y los actos del que se acerca a confesar, los criterios de la santidad y aquellos que se han consagrado a sí mismos y se han apropiado de la dignidad apostólica sin la gracia que viene de lo alto.
4. Pensamiento de Simeón el Nuevo Teólogo
El papa Benedicto XVI resume brillantemente el pensamiento místico del Nuevo Teólogo: «Simeón concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual. La vida cristiana –subraya– es comunión íntima y personal con Dios; la gracia divina ilumina el corazón del creyente y lo conduce a la visión mística del Señor» 26.
Según Simeón la meta que debe alcanzar todo ser humano es su propia divinización, llegando así al paraíso celestial. Este tema no es nuevo, pues hunde sus raíces en la doctrina de los Padres de la Iglesia, especialmente a partir del siglo III con Clemente de Alejandría y Orígenes, y se desarrollará en los siglos posteriores con san Gregorio de Nisa, el Pseudo-Dionisio Areopagita y san Máximo el Confesor, entre otros. En el siglo VIII san Juan Damasceno nos ofrece un esquema de vida espiritual en el cual la divinización se realiza en dos momentos: el primero, mediante la redención de Cristo por la que toda la humanidad queda santificada; el segundo, el que cada individuo debe procurar mediante la recepción del Bautismo, la Eucaristía y una vida pura 27.
Este esquema lo recoge el Nuevo Teólogo. En efecto, en sus obras vemos cómo Jesucristo se hace hombre para regenerar al ser humano que, después del pecado, se había vuelto contra Dios, siendo necesario que después de la transgresión de Adán viniera la obediencia de Cristo. Esta regeneración se nos presenta de forma paralela a la caída del primer hombre; así, a la desobediencia de Adán, le corresponde la obediencia de Cristo, al árbol del paraíso, el árbol de la cruz y, finalmente, a la transgresión de Eva, la aceptación de María.
Una vez producida la divinización de la humanidad por la sangre de Cristo, Simeón insiste en la necesidad de que cada persona en particular participe activamente en su propia divinización. Esta se da gratuitamente al ser humano por el Bautismo, pero si este no corresponde a esta gracia con una fe firme, cumpliendo los mandamientos y purificándose con todas sus fuerzas, realmente puede condenarse y no participar de la naturaleza divina. Junto al Bautismo, la Eucaristía juega un papel fundamental como medio principal y necesario que la persona humana posee para alcanzar su propia divinización.
Simeón sostiene que esta divinización se produce en el ser humano de una manera consciente pues, si dos personas se unen y una de ellas no se da cuenta de que se ha producido dicha unión es porque está muerta, ya que la relación entre seres vivos es siempre consciente. Sostener que la unión entre el ser humano y Dios se produce de una manera inconsciente es igual que declarar que uno de los dos está muerto. Como de Dios no podemos decirlo, solo lo podemos afirmar del ser humano. La persona muerta espiritualmente no puede estar divinizada. Además, quien se une nada menos que a su Creador, añade Simeón, tiene que enterarse de ello. Pues esta unión hace que el alma y el cuerpo humano corruptibles se vuelvan incorruptibles al unirse a Dios, y este cambio es tan extraordinario que el ser humano es consciente de él.
El camino mostrado por Simeón que nos conduce a la plena divinización pasa en primer lugar por alcanzar la imperturbabilidad. No podemos llegar a ella si no es cumpliendo todos los mandamientos y, además, el cumplimiento de la ley no será completo mientras no se domine todo tipo de pasión, por pequeña que sea.
En segundo lugar, si el ser humano quiere llegar a la perfección, es necesaria la compunción, con derramamiento de lágrimas, que limpie el lodo de los pecados, porque de nada sirven las obras buenas si no estamos totalmente limpios de los pecados.
Un tercer requisito es la huida o renuncia al mundo, especialmente del deseo de las cosas que hay en él, ya que este anhelo por las realidades del mundo puede considerarse como un verdadero adulterio del corazón, que debe estar apegado solo a Dios. Después de renunciar al mundo es preciso el abandono de los placeres de la carne para vivir del espíritu. Esto debe hacerse a través del ayuno que, en palabras de Simeón, mata la pasión, puesto que quien se sacia del alimento no puede al mismo tiempo gozar de la dulzura intelectual y divina. También es preciso el silencio, tanto exterior como interior, y la mortificación del cuerpo. Finalmente, para dificultarnos el camino y hacer que nos desviemos de él, no falta la actividad de los demonios, sirvientes de Satanás, que envidia al ser humano y por eso desea dañarlo. Su acción es distinta según el alma esté en la luz o en las tinieblas. A las primeras no las puede dominar, sino que son estas las que lo pisotean; en cambio a las segundas las castiga y les declara una guerra sin cuartel a la que no pueden resistirse.
¿Pero qué es la impasibilidad para Simeón? En el Discurso ético IV nos dice que la impasibilidad consiste en no tener ni permitir ningún pensamiento pasional ni del mundo ni de sus asuntos. Esta impasibilidad se puede dividir en dos tipos: la del cuerpo y la del alma, esta última más perfecta. Añade también que es preferible la adquisición de virtudes a la simple inmovilidad del cuerpo y de las pasiones del alma. Más adelante, Simeón anima a no quedarse en la simple renuncia a los placeres terrenales, sino a aspirar a los bienes eternos, porque es más importante perseguir la gloria de Dios que conformarse con rehusar la gloria mundana. También nuestro autor nos anima a vestirnos de la luz de Cristo y a no conformarnos con ataviarnos pobremente.
Para alcanzar la perfecta impasibilidad es primordial la humildad, tanto aquella que podemos adquirir con nuestras propias fuerzas, como aquella que es don de Dios y que no está en nuestro poder. Acerca del perdón perfecto sostiene que se consigue no solo olvidando la ofensa, sino abrazando al ofensor como si fuera un amigo y no insinuar la ofensa ni siquiera en la conversación.
Termina afirmando que es preferible el cumplimiento de los mandamientos al simple temor de Dios, la práctica de los mandamientos a la impecabilidad y, finalmente, combatir y vencer al enemigo que resistirlo simplemente. Simeón nos muestra, por tanto, que la impasibilidad no es una actitud pasiva, no tener pasiones, sino más bien una actitud dinámica, que busca la perfección con la ayuda de Dios, ya que la impasibilidad perfecta es una gracia de Dios.
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