Santo - Simeón - el Nuevo Teólogo - Catequesis I-X

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Este libro ofrece las diez primeras de las 34 Catequesis que Simeón el Nuevo Teólogo, uno de los autores místicos más relevantes en el mundo bizantino de los siglos X-XI, dirigió a sus monjes para enseñarles la correcta vida monástica. Son las catequesis sobre la caridad, las bienaventuranzas, la fidelidad a los votos, el arrepentimiento, la conversión, el ejemplo de Simeón el Piadoso, la pasión por la familia, el modo de obrar como hijos de Dios, las obras de misericordia y la santidad sin mancha. Las catequesis están precedidas por una amplia introducción sobre el contexto político, social y eclesial en el que vivió Simeón el Nuevo Teólogo, su biografía, sus obras y su pensamiento. El libro se completa con una bibliografía seleccionada.

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Esta imperturbabilidad que nos lleva a la divinización nos hace conocer a Dios de una manera diferente al conocimiento mundano. Para Simeón el conocimiento divino es deificante. Dos son los términos que se utilizaban entre los místicos griegos para expresar este tipo de saber: el de teoría o contemplación y el de conocimiento o gnosis. El primero vendría a significar contemplación o visión de Dios o de las cosas en Dios. El segundo término, gnosis, equivaldría a la ciencia existencial de las cosas espirituales. Por lo que se refiere a nuestro autor apenas diferencia los dos términos sino que los considera como sinónimos.

Este conocimiento que tenemos de Dios es distinto del humano. Para explicarlo nuestro autor se sirve de la alegoría platónica de la caverna. El conocimiento por los sentidos corporales se parece al de unos prisioneros que, estando en una cárcel oscura desde su nacimiento, no ven más que sombras, pero como no tienen otro modo de conocimiento piensan que este es el único verdadero. El conocimiento de Dios se asemeja a la luz del sol que el prisionero no ve. Pero al abrirse un boquete por donde entra la luz solar, el prisionero puede intentar elevarse mediante el dominio de las pasiones y ser iluminado por la luz clara de la fe. Poco a poco encontramos en este ser humano una ascensión a lo divino. Una vez que esta situación de iluminación se hace habitual, es cuando contempla –en expresión de Simeón– maravilla sobre maravilla, misterios sobre misterios, contemplaciones sobre contemplaciones, y cuando intenta expresar a los otros prisioneros lo que ha visto le es imposible hacerlo, y a los otros entenderlo porque, para el que no ha vivido esta experiencia, no puede imaginarse que su conocimiento meramente sensitivo no sea el verdadero.

Terminamos nuestra reflexión refiriéndonos a la tesis de nuestro autor según la cual este conocimiento de la luz de Dios lo tiene el ser humano conscientemente, y si no es consciente, es que no lo posee. Varios son los argumentos con los que quiere asentar esta tesis: el primero nos dice que por el Bautismo hemos sido revestidos de Cristo y de su conocimiento. Igual que un cuerpo nota si está vestido o desnudo así debe advertirlo el bautizado, a no ser que sea un cadáver o que Cristo no sea nada, y como esto último es inadmisible para Simeón, opina que el que no tiene este conocimiento es porque está muerto.

El segundo argumento consiste en la cita bíblica: « Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios » (Mt 5,8). Si Dios ha prometido que los que han alcanzado la pureza en su corazón lo podrán ver, si decimos que una persona que ha logrado este estado no lo contempla, o hacemos a Dios mentiroso o bien no ha llegado a la pureza de corazón necesaria para llegar a la visión de la luz de Dios.

CATEQUESIS

I

LA CARIDAD 1

Sobre la caridad. Y cuáles son los caminos y las obras de las personas espirituales. Y la bienaventuranza para los que tienen el amor en su corazón [1-6] 2 .

[A pesar de ser indigno, yo os exhorto] 3

Hermanos y padres, quiero hablaros de lo que aprovecha al alma y siento vergüenza ante vuestra Caridad 4–Cristo que es la verdad me es testigo–, pues conozco mi indignidad. Por eso quisiera permanecer en un absoluto silencio, bien lo sabe el Señor, y ni siquiera elevar la vista para mirar un rostro humano, ya que mi conciencia me condena al haber sido puesto indignamente a la cabeza de todos vosotros, como si conociera el camino, yo que no sé a dónde voy y ni siquiera he comenzado la senda que conduce a Dios.

Por esto me invade una pena no pequeña ni ordinaria por haber sido elegido yo, que soy despreciable, para guiaros a vosotros, los más venerables, a los que yo mismo debería tener por guías, porque soy el último de vosotros en antigüedad y edad 5. Mi vida no tiene el discurso práctico y testimonial para exhortaros y recordaros lo que concierne a las leyes y a la voluntad de Dios. Y, cada vez que deseo hablaros de estas cosas, sé que ninguna de ellas las he puesto nunca en práctica.

Pues conozco con exactitud que el Señor y Dios no llama bienaventurado solo al que habla, sino al que obra antes de hablar. En efecto, Él dice: «Bienaventurado el que obra y enseña. Ese será llamado grande en el reino de los cielos» 6. Pues los discípulos, al escuchar a un tal maestro, se vuelven dispuestos a imitarlo y no reciben tanto provecho de sus palabras cuanto son estimulados por sus buenas obras y se esfuerzan en hacer lo mismo. En cambio, yo sé que eso no se halla en mí, pues tengo conciencia de no hacer nada bueno.

Por ello os pido y os exhorto a todos vosotros, mis queridos hermanos, que no pongáis vuestra vista en mi vida relajada, sino en los mandatos del Señor y en las enseñanzas de nuestros santos Padres, porque estas luminarias no escribieron nada que antes no practicaran, y tuvieron éxito al practicarlas [7-38].

[Tomemos la misma ruta]

Por consiguiente, recorramos todos juntos el único camino que nos lleva al cielo y a Dios: los mandamientos de Cristo. Pues, aunque son diferentes los caminos que nos describe la Palabra, sin embargo no son distintos de ninguna manera según su naturaleza, sino más bien según las fuerzas y disposiciones de cada uno. Por eso se afirma que este camino se divide en numerosas rutas. Nosotros, que comenzamos por numerosas y variadas obras y acciones, como quien parte de diferentes lugares y distintas ciudades, nos esforzamos por alcanzar la única morada, el reino de los cielos.

Ahora bien, por las acciones y caminos de los hombres fieles a Dios debemos comprender las virtudes espirituales. Aquellos que comienzan a caminar por ellas deben correr hacia una única meta, de modo que, partiendo de diferentes regiones y lugares, se reúnan en una única ciudad, como acabo de decir, el reino de los cielos, y sean juzgados dignos de reinar junto con Cristo, sometiéndose al único Rey, Dios y Padre.

Por tanto, esta ciudad única y no múltiple, entendedme, es la tríada santa e indivisible de las virtudes, o mejor, la primera de ellas que se nombra la última, como fin de todo bien y la mayor de todas, me refiero a la caridad. A partir de ella y en ella toda fe se cimienta 7y la esperanza se edifica, y sin ella ninguna realidad subsiste, ni subsistirá nunca. Muchos son sus nombres, muchas sus acciones, más numerosas sus señas de identidad, divinas e innumerables sus propiedades, pero su naturaleza es única y absolutamente inefable para todos, para los ángeles, los seres humanos y cualquier otra criatura conocida o desconocida por nosotros. Incomprensible en su esencia, inaccesible en su gloria, inescrutable en sus designios, eterna porque es intemporal, invisible porque se la concibe en el pensamiento pero no se la comprende. Muchas son las bellezas de esta Sion, santa y no hecha por manos de hombre, las cuales el que empieza a verla ya no se regocija por espectáculos sensibles, ya no está apegado a la gloria del mundo presente [39-69].

[¡Oh caridad, del todo deseable!]

Después de este preámbulo, permitidme conversar un poco, hablar con ella y consagrarle todo el deseo que tengo. Tan pronto como he recordado, amadísimos padres y hermanos, la hermosura de la caridad irreprochable, su luz se apareció súbitamente en mi corazón y fui arrebatado por su dulzura, perdí el sentido de las cosas exteriores, estando tan completamente fuera de esta vida que olvidé lo que traía entre manos. Pero se fue, no sé cómo decir, de nuevo lejos de mí y me dejó lamentándome de mi propia debilidad.

¡Oh caridad, totalmente deseable! Bienaventurado quien se adhiere a ti porque ya no deseará adherirse apasionadamente a ninguna belleza terrestre. Bienaventurado quien te ha abrazado movido por amor divino: renunciará al mundo entero y, aunque tenga trato con todos, nunca se manchará. Bienaventurado quien cubrió de besos tus bellezas y puso sus delicias en ti, en tu deseo infinito, porque su alma será santifi- cada por el muy puro derramamiento del agua y de la sangre que sale de ti 8. Bienaventurado quien te estrecha con anhelo, porque será transformado en espíritu, ¡feliz cambio!, y su alma se regocijará, porque tú eres la alegría inefable. Bienaventurado quien te posee, porque los tesoros del mundo serán para él tenidos en nada, porque tú eres la riqueza verdadera, inmutable. Bienaventurado y tres veces bienaventurado aquel a quien tú asistes, porque será glorificado por encima de toda gloria visible, honrado por encima de todo honor y venerado. Será ensalzado quien te busque, más alabado quien te encuentre, más bienaventurado aquel al que tú amas y alimentas, alimento que es Cristo inmortal, Cristo nuestro Dios [70-98].

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