[¡Oh divina caridad!]
¡Oh divina caridad! ¿Dónde retienes a Cristo? ¿Dónde lo escondes? ¿Por qué has tomado al Salvador del mundo 9y lo mantienes lejos de nosotros? Ábrenos a nosotros, indignos, tu puerta pequeña para que también nosotros podamos ver a Cristo, que padeció por nosotros, y confiar por su misericordia que no moriremos una vez que lo hayamos contemplado. Ábrenos tú que te has hecho puerta por tu manifestación en la carne, tú que has forzado las entrañas misericordiosas e inviolables de nuestro Soberano para que cargue con los pecados 10y las enfermedades 11de todos, y no nos excluyes con estas palabras: «No os conozco» 12.
Quédate con nosotros para que nos conozcas, pues somos desconocidos para ti. Habita en nosotros para que nosotros, que somos de humilde condición, recibamos por ti a nuestro Soberano y nos visite, ya que tú fuiste antes a su encuentro –pues nosotros somos totalmente indignos–, y de este modo se detendrá un poco a conversar contigo y nos permitirá a nosotros pecadores caer delante de sus pies puros. Tú le hablarás para nuestro bien e intercederás para que nos perdone la deuda del mal, a fin de que gracias a ti seamos de nuevo juzgados dignos de servirle a Él, el Soberano, y seamos sustentados y alimentados por Él. Puesto que no tener deudas pero morir de hambre y pobreza es casi lo mismo que una pena y un castigo.
Acéptanos, ¡oh santa caridad!, y entremos gracias a ti en el gozo de los bienes de nuestro Soberano, de los que nadie, si no es por ti, gustará su dulzura. Pues el que no te ha querido como se debe y no ha sido amado por ti como es preciso, quizá puede correr, pero no alcanzar el premio 13; y todo corredor, mientras no ha alcanzado la meta, permanece en la incertidumbre. En cambio, cuando te ha alcanzado o ha sido alcanzado por ti 14, está totalmente seguro de la victoria porque tú eres el fin de la ley 15, tú que me rodeas, tú que me inflamas y que enciendes en mi corazón en pena el amor infinito por Dios y por mis hermanos y padres. Puesto que tú eres la doctora de los profetas, la acompañante de los apóstoles, la fuerza de los mártires, la inspiración de los padres y doctores, la perfección de todos los santos y, en este momento, mi investidura en el presente ministerio 16[99-134].
[La caridad como criterio de los verdaderos discípulos de Cristo]
Perdonadme, hermanos, por haberme desviado un poco del tema de la catequesis, movido por el amor a la caridad. Pues me acordé de ella y «se alegró mi corazón» 17, como dice el divino David, y me puse a cantar sus maravillas. Por eso pido a vuestra Caridad perseguirla con todas vuestras fuerzas y correr con fe para poder alcanzarla y que no quede frustrada de ninguna manera vuestra esperanza. Pues todo esfuerzo y toda ascesis vivida con grandes esfuerzos y que no alcance la caridad con un espíritu contrito 18es vana y no termina en nada provechoso. Ya que no es posible reconocer a uno como discípulo de Cristo por una virtud distinta a ella o por el cumplimiento de algún mandato del Señor, según dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros» 19.
Movido por la caridad «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» 20, por ella se hizo hombre y soportó voluntariamente toda la pasión vivificadora para liberar de las ataduras del infierno a su propia criatura, el ser humano, restaurarla y llevarla al cielo. Movidos por ella los apóstoles corrieron esta carrera sin tregua y, después de echar en todo el mundo el anzuelo y la red de la Palabra, lo arrancaron del abismo de la idolatría y lo condujeron a salvo al puerto del reino de los cielos. Movidos por ella los mártires derramaron su sangre para no perder a Cristo. Movidos por ella nuestros padres, portadores de Dios, y los doctores del mundo dieron generosamente su propia vida por la Iglesia católica y apostólica.
Y nosotros, aunque indignos, hemos asumido el cargo de superior de hombres tan venerables como vosotros, padres y hermanos nuestros, para que, imitándolos según nuestras fuerzas, suframos y soportemos todo con paciencia por vosotros, y hagamos todo para vuestra edificación y provecho, a fin de ofreceros como víctimas perfectas, holocausto espiritual 21, en la mesa de Dios. Vosotros sois, en efecto, los hijos de Dios que Dios me ha dado como hijos 22, mis entrañas 23, mis ojos. Vosotros sois, como dice el Apóstol, mi orgullo 24y el sello de mi 25enseñanza.
Esforcémonos, pues, con todos los medios, incluido el amor mutuo, mis queridos hermanos en Cristo, en servir a Dios y a aquel que habéis elegido para ser padre espiritual, aunque estoy muy lejos de ser digno, para que Dios pueda alegrarse de vuestra concordia y perfección, y yo, despreciable, también me alegre al ver que siempre os esforzáis en el progreso de una vida según Dios, tendiendo hacia lo mejor en la fe, en la pureza 26, en el temor de Dios, en la piedad, en la compunción, en las lágrimas –todas estas cosas por las que el ser humano interior se purifica y se llena de la luz divina y se hace todo él posesión del Espíritu Santo–, en un alma contrita 27y un espíritu humillado, y mi alegría se vuelva para vosotros bendición y aumento de la vida imperecedera y bienaventurada en Jesucristo nuestro Señor, a él sea la gloria por los siglos. Amén [135-184].
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