E. M Valverde - Sugar, daddy
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Mis dedos temblaron raquíticos. Takashi no dijo nada y lo dijo todo con su silencio, porque me sentí obligada a mirar hacia arriba. Tenía un brillo sádico en los ojos, le gustaba verme de rodillas frente a él.
—El móvil –dejó la mano extendida con total seguridad de que le iba a obedecer, y lo hice. El Samsung desapareció en su bolsillo, y mi conexión con el mundo exterior también–. ¿Quieres ver las fotos nuevas que tengo, Areum?
1. hentai: sub-género de manga (en papel) o anime con escenas explícitas para adultos.
13. [ahogándose en azúcar]
Areum
—¿Por qué tienes más fotos?
—Simplemente me es divertido –miró unos papeles desinteresado–. ¿Esta mañana no has tenido clase de educación física? –una pregunta retórica, genial. ¿Y cómo sabía él mis horarios de clase?–. He captado el momento exacto en el que tu amiguito te miraba el culo –la actitud nerviosa de Kohaku de esta mañana cobró sentido.
No me había dado cuenta de que Kohaku me veía de esa manera. Sí, sabía que le gustaba, pero no podía relacionar su aparente inocencia con hormonas adolescentes.
—¿Y qué quieres que haga? –proyecté mi voz, violenta y maleducada, cansada de sucumbir–. No puedo hacer nada respecto a eso. Ya firmé el contrato, ¡no tomes más fotos!
Más que estremecido, me dedicó una sonrisa obscena, y se metió las manos en los bolsillos para cubrir algo.
—¿Qué pasa...? –seguía incómoda mirándole desde abajo, tenía una parte concreta de su cuerpo demasiado cerca para mi gusto. Pero cuando me fui a levantar, presionó mi cabeza en su lugar.
—Quédate ahí –extendió la otra mano, tendiéndome una cajita negra alargada–. Esto es más difícil de quemar que mi pañuelo. Ábrela.
Había una inscripción minimalista en una esquina. Swarovski. Al levantar la tapita, unos reflejos me dejaron ciega por microsegundos. Cambié el ángulo para que la luz no diera en el objeto, y entonces aprecié el fino collar de cristales.
—¿Te gusta? –bajó la mano para acariciar mi cara, pellizcando una mejilla, tocando mis labios, y luego volviendo a acariciar mi pelo. Era complicado describir lo que me gustaba cuando se ponía así de “afectuoso”.
—¿Por qué me lo has comprado? –le pregunté, un poco más tranquila debido al chantaje oculto con caricias. Era un detalle precioso y delicado, pero no me daba buena espina viniendo de él. ¿Y si me lo había comprado porque esperaba algo de mí? ¿No había mujeres que prostituían su compañía a sugar daddies? ¿Era eso lo que Takashi quería de mí? Yo también tenía dinero de sobra para mis caprichos...algo no cuadraba.
—Quería tener un detalle contigo –sonrió natural, dejando relucir su sonrisa cuadrada que no duró mucho–. ¿Es que no te gusta, nena? –dejó de tocarme, ahora mirándome con la cabeza inclinada a un lado, sopesando.
—Sí, sí me gusta, solo que...no lo esperaba.
—Apártate el pelo –hizo un gesto con el dedo para que me girara, y respiró en mi nuca cuando hice lo dicho–. Están mis iniciales escritas para que no te olvides de mí –sujetó el pequeño corazón frente a mis ojos, su aliento haciéndose más pesado tras de mí, casi besándome la coronilla. Sentí mi cara caliente, mi piel erizarse con la cercanía de Takashi, mi piel de gallina. Joder, ¿pero qué me pasaba?
Abrochó el collar y el charm de plata cayó contra mi garganta. Y ahora que ya tenía un collar suyo, ¿podía considerarme un perro?
Sus mocasines de cuero se alejaron por detrás sin dar ninguna explicación más, y por extraño que pareciese, permanecí de rodillas y sin girarme, obediente sin que me lo pidiese. La butaca chirrió leve bajo el peso del Señor Takashi, y se me erizó poco a poco la piel por la devastadora quietud que había; que se podía cortar con un cuchillo.
Cuando la curiosidad me pudo, me giré a mirarle. Diría que estaba bastante cómodo ahí, con las piernas abiertas y un brazo en el reposabrazos, mirándome lascivo desde la distancia, y con el pómulo apoyado en sus nudillos de gemas de colores. Oh...vale.
—¿Señor Takashi? –dije elegante, volviendo a sentir esos nervios incontrolables en la boca del estómago.
—Areum-ssi –usó el diminutivo en coreano de nuevo, inclinado sobre las rodillas como si quisiera reducir los metros que había entre él y yo–, ven aquí –palmeó sus piernas, pero cuando fui a ponerme en pie, me llamó la atención–. Sin levantarte –concretó, y me quedé quieta sobre mis manos y rodillas, pensando. Solo se me ocurría una forma de ir hasta allí, y parecía que él quería lo mismo.
Adelanté mi mano tímidamente delante de mí, y moví la rodilla para avanzar. Gateé hasta él sin poder aguantarle la mirada por la humillación, y permanecí quieta y sentada sobre mis pantorrillas cuando sus zapatos negros aparecieron enfrente.
Su respiración calmada chocaba en mi frente, y me arrancó las manos sobre la falda para ponerlas sobre sus rodillas vestidas. Observé lo grandes que eran sus manos en comparación a las mías, cómo las cubría sin esfuerzo, y aquello extrañamente me dio sosiego.
—Qué guapa estás de rodillas y entre mis piernas –cerré los ojos al sentir cómo trazó la curva de mi nariz, con un tacto demasiado dócil para ser suyo–. Te haría una foto y la enmarcaba en un cuadro –sus dedos serpentearon en mi pelo, y caí en su truco de provocarme paz.
—Te dije que no me hagas más fotos –añadí, bastante débil cabe decir. No quería bajar la guardia mucho, pero fue tarde cuando me apoyó la cabeza en su sólido y trabajado muslo. Abrí los ojos para mirar hacia arriba, y paniqueé un poco porque Takashi ya me estaba observando desde hace tiempo, con la mirada oscura de siempre. La quietud me hacía querer dormir, pero no acababa de confiar en él–. Señor Takashi...
—Shhh...quédate ahí –pasó la mano por mi suave pelo, y empecé a notar lo caliente que se puso mi mejilla contra su pierna. Con tanto masaje placentero, la parte inconsciente que me ordenaba desconfiar de él, se durmió. ¿Y si Takashi no era tan hijo de puta como me había demostrado?
—Qué imagen tan plácida... –me miró a los ojos desde arriba, haciéndome sentir minúscula–. Sé que te gusta que te toque así, con cuidado. Tu cuerpo se ha relajado tanto que estás en el muslo de la persona que más odias. Podría ser así siempre que me obedecieses –hizo una pausa en la que rodeó mi mata de pelo, y tiró severo hasta despegarme de su pierna–, ¿no sabes que las chicas buenas tienen la vida más fácil?
El fastidio de su cara, su mandíbula desencajada en disgusto, me hizo pensar que me iba a escupir en la cara. Casi me caigo cuando me soltó, y palmeó su entrepierna antes de maniobrar con el cinturón de oro que llevaba.
—Si no le hubieses zorreado a Yoshi –recordó a su amigo con un apodo, y me hirvió la cara al recordar la degradante escena–, no te habría pedido que te arrodillaras –me tensé cuando se desabrochó el cinturón, pero solo eso se quitó–. ¿Te ha humillado mucho? –preguntó con una sonrisa de suficiencia–. Casi te pones a llorar a nuestros pies.
—No lo vuelva a hacer –era consciente de que, arrodillada entre sus piernas, no estaba en la mejor posición para pedir respeto básico.
—No decides tú lo que te hago, Areum –dio unas palmaditas flojas contra mi mejilla, como si fuera una única y última advertencia. Cogió mi pelo en un puño, y rodeó el ostentoso cinturón en mi cuello, abrochándolo y sujetándolo en su otra mano como si fuera una correa. Mi pelo cayó como una cortina de alquitrán sobre mis hombros, y Takashi se reclinó en el respaldo para verme mejor–. Qué guapa estás con eso al cuello –dio un tirón del cinturón, para desequilibrarme y que me tuviera que apoyar en sus piernas. Estaba claro lo que pasaba por su retorcida mente–. Dame la mano –extendió la palma, y cuando tuvo la mía, la subió por su pierna, hasta el rígido bulto de su pantalón de traje. Madre mía.
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