E. M Valverde - Sugar, daddy

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Una colaboración empresarial y el deseo de complacer la voluntad de su madre, hará que Areum caiga en manos del Señor Takashi, un hombre narcisista que disfruta corrompiendo personalidades débiles y llevándolas a su mundo sádico. Areum aprenderá a malas que las rosas más bellas también poseen las espinas más dañinas y difíciles de olvidar, y que la maldad del ser humano a veces es simplemente innata y autodestructiva.

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—¿Hmmn? –el tono gutural de su ronca voz vibró directamente contra mí, mi clítoris. No quería ser ruidosa para no subirle el ego más, pero se me complicó la tarea cuando introdujo una falange. Era una táctica que creaba dependencia a base de insuficiencia–. ¿Quieres más?

—Sí...

Metió un segundo dedo, sus falanges vacías de los anillos que se había quitado.

—¿Te mojas tanto de normal?

Si miraba abajo, una imagen muy erótica acechaba: sus ojos descaradamente oscuros y seductores mientras me sonreía con los labios brillantes, cómo sonaban sus dedos cada vez que los metía y sacaba y a veces los curvaba hacia arriba, cómo parecía encantarle comerme y dejarme hecha un desastre con su lengua, o en general, tal vez le gustaba hacerme un desastre. ¡Ah, qué impotencia!–. ¿Te gusta que te meta los dedos hasta los nudillos? –su mejilla se abultó cuando la presionó con la lengua, y me obligué a cogerle del pelo y hacerle desaparecer entre mis piernas cuando la imagen comenzó a afectar a mi juicio–. Me están chorreando con tu lubricación, cielo.

Me intenté calmar a pesar de que la temperatura de mi cuerpo no bajaba, tan extasiada por sus palabras y gestos. ¿Por qué lo hacía tan bien? ¡Pftt!

—...qué calor –me escuchó a pesar de que lo susurré, y sustituyó los dedos por algo más sólido y mojado por mi propia lubricación y su saliva, pero paró. Oí cómo la butaca se movió, y cuando abrí los ojos, Takashi ya se había reclinado sobre mi cuello, calculador.

Había que ser estúpida para no admitir que me gustaba cómo lucía su cuerpo sobre mí, los músculos que se marcaban a través de su camisa abierta, sus rasgos rectos y masculinos, el bulto que presionaba contra mi muslo... Era bastante vergonzoso admitirlo.

—Si te pudieses ver la cara desde aquí –frotó mi clítoris muy fuerte, y aunque le cogí el brazo con urgencia, él siguió hasta que comenzaron a temblarme las piernas–, te juro que no me culparías por todos los pensamientos que estoy teniendo.

—Señor Takashi, no aguanto más... –toqué su pectoral a modo de plegaria, mirándole inocente y con cierto patetismo, casi llorando–. ¿Señor Takashi?

—En el fondo –comenzó, cogiéndome la mandíbula con una sonrisa prepotente–, sabes que no te arrepientes de haber firmado el contrato. Ni siquiera te he dado ni un 20% del placer que te prometí y no dejas de pringarme de fluidos.

Takashi cesó los movimientos por completo, y cuando me incorporé para gritarle, me tapó la boca.

—No seas impaciente, Areum –aconsejó calmado y me guiñó un ojo, acariciando mi mano entre la suya con una suavidad que me relajó. Se sentó y enterró la cara de nuevo entre mis muslos, y cada húmedo trazo que daba me desestabilizaba más el cuerpo, hasta llegué a manosearme por encima del sujetador cuando sentí que se me iba a salir el corazón.

—¡A-Ah...! –me convulsionaron los muslos alrededor de su cabeza, pero me retuvo contra el escritorio mientras el orgasmo me destensaba, mientras bajaba por mis piernas, mientras mi respiración se regulaba.

Permanecí acostada durante unos instantes, aún incluso cuando Takashi dejó de tocarme. Su risa seca y corta rompió el silencio y un poquito de mi salud mental. El desgraciado me había dado uno de los mejores orales de mi vida, y le complacía saberlo aunque no se lo hubiera admitido.

—¿Todo bien, princesa? –prendió un cigarrillo, mirando mi figura tumbada y semidesnuda, con una expresión deleitada de la que pocos hombres podían presumir. En otra ocasión, el apodo me daría vergüenza ajena, pero en la boca de Takashi, me hizo sentir singular. Tal vez el orgasmo me había afectado las neuronas–. Qué paz –suspiró extasiado, disfrutando el silencio del despacho, y me permitió verle cerrando los ojos por segundos, en un estado de calma absoluta–. ¿No estarías más cómoda en el sofá? –oí cómo dio otra calada desde arriba, y pasó los dedos suavemente por mis rodillas desnudas, por mi brazo, mi estómago, mi cara. No tenía por qué ser dulce, pero tuvo el gesto.

—N-No, ya me voy –dije apresurada, poniéndome en pie y arreglando mi uniforme un poco. Me dejó un paquete de toallitas húmedas en el escritorio, fumando fumando y fumando. El mustio olor de la nicotina comenzó a impregnar toda la estancia, y recogí todas mis pertenencias una vez estuve limpia y vestida. Fui a ponerme las bragas, pero no estaban en condiciones–. Oh... –genial, tendría que ir sin bragas y con falda de vuelta a casa, ojalá no cogiera una hipotermia.

—¿Siempre te corres tan fuerte? –Takashi me miró a través del humo, apoyado en el ventanal como si esperara algo.

—A veces –mentí sin mirarle, cogiendo mi mochila y precipitándome hacia la puerta y despidiéndole–. Buenas noches, Señ...–

—¿Te vas sin el móvil?

Frené en seco mis pasos, y giré la cabeza dramática hacia él. Tenía razón, le había dado el teléfono al entrar. Pues qué mierda.

—¿Me lo devuelve? –retrocedí hasta su cómoda silueta, y me espiró el humo en la cara.

—¿Por qué no lo coges tú? –se humedeció los labios con la lengua, y antes de que pudiera preguntarle dónde estaba mi móvil, señaló sus bolsillos con la mirada. Oh. Quería que rebuscara en sus bolsillos delanteros.

El único problema era que ambos tenían algo dentro, por lo que no pude distinguir dónde estaba mi teléfono. Ah...¿pero por qué no me lo daba él mismo?

Me decanté por el bolsillo de la izquierda, y tuve la estúpida esperanza de que me hiciera alguna caricia en el pelo cuando me acerqué. Prefirió fumar y sonreír enigmático. Le miré abochornada al meter la mano en su bolsillo, y tragué duro al palpar una protuberancia para nada plana. Oh.

—Creo que te has equivocado de bolsillo –retuvo mi mano en su paquete, escondiendo el deseo sexual tras una expresión ladina. Tiró la colilla y acunó mi mejilla entera en su mano–. Espero que mejore la herida de tu rodilla –apretó más mi mano contra su erección, gruñendo–, vas a estar mucho tiempo arrodillada, Areum.

12. [miraditas en educación física]

Kohaku

—¡Vamos, que te quedas atrás! –Areum pasó corriendo a mi lado, con varias vueltas por detrás de mí.

Me agaché y fingí atarme los cordones de la zapatilla, aunque analicé en detalle la rellena parte trasera de sus pantalones cortos. Uf. Últimamente se me enrojecían las orejas si le miraba demasiado tiempo, y también notaba tensión constante en mi zona sur. Me estaba pillando por mi mejor amiga y todo pronosticaba una tragedia.

—¿Estás bien? Normalmente soy yo la que se queda atrás –Areum se acercó en vez de seguir corriendo por el campo, ignorando los constantes pitidos del profesor por parar de correr.

—¡Todavía quedan diez minutos, Señorita So! –puso mala cara con el comentario del entrenador. No le gustaba que le llamaran por su apellido coreano si no era de forma profesional, por eso, a veces le llamaba Ari. A cualquier hombre le gustaba un apodo con el que llamar a su querida.

—Continúa la carrera y ahora te alcanzo –le miré desde abajo, cubriendo los cordones perfectamente atados. Hice un esfuerzo descomunal por no pensar con la polla, ya que desde este ángulo, todos sus atributos se agrandaban. Su genital estaba a veinte centímetros de mi cara.

—Estás tardando una eternidad en atarte los cordones –desvió la mirada a mis dedos, y entonces se me pusieron más torpes que de normal–. Oh, creía que se te habían desatado...

De repente no me parecía tan buena idea haber parado para verle correr en esos shorts blancos. Mierda.

—¿Qué dices, tonta? –mentí–. Claro que estaban desatados.

—Vale... –dijo no muy convencida, apretándose la coleta que se había hecho–, pero no tardes mucho eh –casi me comí el suelo con los dientes cuando me guiñó un ojo. El carmín de mis mejillas era por el esfuerzo físico de la carrera, por supuesto.

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