Herbert King - King Nº 7 El Dios de nuestra vida

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El Dios de nuestra vida constituye el séptimo tomo de la serie «José Kentenich: una presentación de su pensamiento en textos», una colección de textos del fundador de Schoenstatt recopilados y editados por el P. Herbert King.
Los escritos recogidos en este volumen reflejan el mensaje y praxis centrales de Schoenstatt y de Kentenich: la fe no es sólo creer en la palabra de Dios y en la doctrina de la Iglesia, se trata ante todo de detectar a Dios en cada época, en la vida diaria y en las correspondientes reacciones del alma, y experimentando allí su llamado, saludo y mensaje.
En esa línea, buena parte de los textos abordan el tema de la fe práctica en la divina providencia, pues la convicción de que Dios actúa nos hace estar alerta y percibir una y otra vez el plan que Dios tiene «para mí».
Un segundo aspecto de este tomo se encuentra en la filosofía de la historia de José Kentenich, en la importancia de comprender el sentido de los «signos de los tiempos», y no como lo haría un profeta de desgracias que sólo ve calamidades, sino en la confianza de que Dios está presente desde el principio, y permanece desde la creación como Señor del devenir de la historia que sostiene y desarrolla.
Por último, el lector podrá encontrar aquí la «espiritualidad de colaboración con Dios». El P. Kentenich designa su concepción de la historia como «creativamente teísta», con ella toma distancia de toda concepción de historia unilateralmente activa o pasiva, para rescatar que Dios actúa siempre mediante «causas segundas libres».

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Desde su punto de vista existencial/histórico, el P. Kentenich entiende también lo que Dios realiza en la “gran” historia bíblica de su autocomunicación. En la historia concreta de sus propias fundaciones entendió y ejercitó un pensamiento bíblico e histórico-salvífico.

Hemos designado a nuestra historia como una especie de Sagrada Escritura. Ahora bien, si ustedes lo piensan cabalmente, en todas partes ocurre así. Dios escribe ahora no a través de los evangelistas, mediante palabras, sino que responde a través de la vida misma. No sólo hay palabras de Dios escritas sino también encarnadas. Tengan siempre presente esta realidad. Observen que si la Familia de Schoenstatt ha surgido así, entonces resulta claro que nuestra historia es una especie de Sagrada Escritura; así como, por lo común, toda historia, contemplada desde Dios, es, según la intención divina, una historia sagrada.8

Desde este punto de vista podemos releer también los diferentes fenómenos de las comunicaciones de Dios en la historia. No siempre se ha tratado de visiones o apariciones en sentido estricto. Especialmente revelador es, en este sentido, el “Relato del peregrino” de san Ignacio de Loyola.

La concepción de Dios que sustenta el P. Kentenich es “típicamente” cristiana, y lo es de manera decidida. Porque contempla un Dios que se comunica y está dispuesto a dialogar. En la elaboración de esta concepción, nuestra teología debe mucho al teólogo Hans Urs von Balthasar.

“Si se quiere tener un panorama sobre la obra teológica [de von Balthasar], se recomienda repasar la “trilogía”, en la que convergen las intenciones teológicas de Balthasar. A diferencia del “motor inmóvil” de Aristóteles que no puede ser movido por el mundo; a diferencia del Uno divino de Plotino que se derrama en la pluralidad del mundo; en suma: a diferencia del dios de los filósofos, lo propio del Dios bíblico es que éste se muestra, actúa, habla. En estos tres modos de expresión de la autorrevelación de Dios, que Balthasar relaciona con los trascendentales de lo hermoso, lo bueno y lo verdadero, se halla la célula germinal de su trilogía. La estética rastrea y examina la manifestación de Dios; la teodramática, su acción; la teológica, su palabra (cf. Petri Henrici: Die Trilogie Hans Urs von Balthasars, en: Internationale Katholische Zeitschrift Communio 34, 2005, 117-127)”. 9

Cf. Hans Urs von Balthasar: Theologie der Geschichte. Johannes Verlag 1959.

Cf. Magnus Löhrer: Dogmatische Bemerkungen zur Frage der Eigenschaften und Verhaltensweisen Gottes. En: Feiner/Löhrer (Hrsg.): Mysterium Salutis, II, 291-314.

La realidad de ser cristiano considerada como un estar en camino. Por su origen mismo, el cristianismo tiene como fundamento no un programa sistemático sino más bien tres “historias” importantes de peregrinaciones y viajes. El libro de la primera alianza (Antiguo Testamento) es un libro de muchas peregrinaciones. Abraham abandona su tierra, Israel surge lejos de sus verdaderas raíces, y al cabo de una larga travesía por el desierto entra en una tierra prometida ardientemente anhelada. En el Nuevo Testamento tenemos a Jesús, que en la fase más importante de su vida no reside en un lugar fijo sino que está continuamente en camino. Pablo, auténtico discípulo suyo, es un hombre de viajes y de muchos lugares de residencia. Así pues el libro fundamental de nuestra religión - y también de nuestra cultura - el Nuevo Testamento, es un libro de caminantes, de estar en camino.

Una tal actitud nos interpela hondamente a nosotros, hombres de hoy. Un tal sentimiento de vida puede ser arrollador, incluso peligroso. Un sentimiento de desarraigo y nomadismo aflora una y otra vez en muchos de nuestros conciudadanos, no permitiéndoles establecerse cabalmente en un punto fijo. También en la Iglesia hablamos mucho de estar en camino, hablamos mucho del pueblo peregrino de Dios. También eso es expresión de un sentimiento de vida. Irse de vacaciones lo más lejos posible de casa, estar de viaje. Y ello una y otra vez como símbolo de un sentimiento vital de derrelicción, de no pertenencia, de miedo a la cercanía y la vinculación. Y sin embargo sintiendo simultáneamente un hondo anhelo de todo eso.

¿Cómo son las biografías de hoy? “Antaño” - y los mayores de entre nosotros nos hemos criado todavía en esa tradición “de antaño” o bien en sus “huellas”- se sabía con bastante exactitud todo lo que sucedería a lo largo de la vida. Que un matrimonio pudiera fracasar era algo que apenas se tenía en cuenta. Para muchos el lugar en el que habían aprendido su oficio era también el lugar seguro del trabajo que realizarían durante toda su vida. Ciertamente los niños recibían menos atención de la que se les dispensa hoy, pero vivían en un espacio estable y seguro. Así pues no afloraba el miedo, por ejemplo, de ser abandonado por uno de los padres. La cultura de antaño era, en general, una cultura más cosmocéntrica. Los ciclos regulares de la vida, especialmente de la vida en la naturaleza, pero también de la vida de la tradición social y orientadora fijada de antemano, determinaban el ritmo fundamental de la gente y las comunidades.

Fue fundamentalmente en mi generación cuando se produjo ese pasaje de una situación de seguridades tradicionales a un mundo dinámico-inseguro. El entorno más bien aldeano y pueblerino del cual procedemos una gran parte de nosotros, cultivó las tradiciones durante más tiempo que en el caso de las grandes ciudades.

Frente a ese mundo que adhería a tradiciones, nuestra cultura actual es una cultura del hombre libre y de sus proyectos y obras, del hombre demasiado (?) libre, del hombre desarraigado; una cultura antropocéntrica y, con ello, una cultura de lo histórico. De muchas maneras experimentamos - en nosotros mismos y en las personas ligadas a nosotros -, que ya no existen más aquellos caminos “derechos”; que se podría hablar de que hacen falta muchos caminos “falsos”: caminos de exploración de los que no siempre se obtienen resultados útiles. Rodeos. Cambios frecuentes de domicilio, de lugar de trabajo. Hacer permanentemente cursos de perfeccionamiento para poder seguir compitiendo, para no estancarse. En tales situaciones experimentamos lo frágil y azaroso de nuestro proyecto de vida. Y con ello también la tentación de experimentar alguna vez algo totalmente distinto.

Advertimos con claridad cómo la sociedad y también la Iglesia abandonan cada vez más la orilla antigua y están en camino de la nueva, o bien ya han arribado a ella. ¿En qué medida hemos llegado ya a ella? ¿Hasta qué punto nos hemos establecido íntimamente en ella? Desplegar allí la importante tarea de hacer habitable esas nuevas tierras…y reconocer también los peligros que existen en ellas, aprender de tales peligros y superarlos.

Nuestro Dios, el Dios cristiano, habrá de ser entonces mucho más un Dios de la historia y de la vida que un Dios de la naturaleza y de los órdenes perpetuos. Es el Dios de las Sagradas Escrituras, el que se manifiesta una y otra vez de manera sorprendente. Así pues se plantea la cuestión candente de cómo reconocerlo. Hoy podemos y tenemos que descubrir a Dios con mayor radicalidad aún de lo que era habitual en generaciones anteriores. Y con ello tenemos también la posibilidad de hallar al Dios típicamente bíblico, una posibilidad mayor de la que tenían las generaciones precedentes.

4. Dificultades. En todas las épocas no fue fácil creer en la Divina Providencia en medio de tantas contradicciones y del sufrimiento humano de personas y pueblos enteros que clamaban cielo. No obstante esa fe se mantuvo siempre firme en el “pueblo” cristiano. Por decirlo así, la gente no se animaba a negarla. Se era capaz de aceptar y someterse. Muy a menudo se la concebía como castigo y se decía entonces que era un castigo justo; o bien se hallaba consolación pensando en la vida eterna. No se hacía crítica alguna a Dios. Con el advenimiento de la cosmovisión antropocéntrica se comenzó a poner en tela de juicio y negar la providencia concreta de Dios no sólo en ocasión del sufrimiento, sino que se descartó radicalmente su influjo sobre el destino de los hombres (deísmo). El siguiente testimonio de D. F. Strauss nos introduce en la época en la que tuvo lugar este fenómeno:

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