Como en relación con todo, también en el caso del desarrollo de este concepto el P. Kentenich se funda en su propia experiencia y en la experiencia de la historia de Schoenstatt protagonizada por él. El P. Kentenich experimentó la “irrupción” - ésa es la palabra que emplea - de lo divino en diferentes oportunidades. Y ello de manera especial. La historia de Schoenstatt es para él historia salvífica en cuanto que es un reflejo, un revivir, una actualización de la historia salvífica bíblica. Sobre este trasfondo contempla la historia personal y la historia de grupos y comunidades como una historia de Dios. Cuando a los schoenstattianos se les pregunta sobre Schoenstatt, por lo común relatan en primer lugar una historia. Vale decir, estamos ante una espiritualidad y teología netamente narrativas.
Así pues al P. Kentenich le interesa despertar y desarrollar el “sentido para la historia”.
Se trata pues del sentido para percibir los acontecimientos históricos, el sentido para interpretarlos con adecuación a su significación y esencia. Un sentido para lo que es responsabilidad histórica y para una misión decididamente histórica.5
El P. Kentenich designa su concepción de la historia como “creativamente teísta”. Y con ella toma distancia de toda concepción de historia unilateralmente activa o pasiva. Su espiritualidad se puede caracterizar muy bien como “espiritualidad de colaboración con Dios” (1 Co 3, 9). Capital importancia reviste en su pensamiento la cuestión del sentido no sólo escatológico sino profano de la historia.
2. El ejemplo de Juan Pablo II. Experimentar a Dios hoy como lo experimentaron Moisés y los profetas. Juan Pablo II en el monasterio de santa Catalina, al pie del monte Sinaí, según descripción de Andreas Englisch:6
“A pesar de la sombra que daban los raquíticos olivos, ya a media mañana hacía gran calor en el soto junto al monasterio. No soplaba viento alguno en el estrecho valle, no había nubes en el cielo, el aire era como vaharada de horno. Sólo habían llegado hasta ahí unos trescientos fieles (…) Yo aguardaba con expectación lo que el Papa les diría: Quizás el Sinaí era el lugar correcto para agradecer a Dios por haberse revelado a los hombres, por no haberse quedado en sí mismo sino mostrado a los hombres. Pero me equivoqué por completo. Juan Pablo II no vino con una respuesta, sino con una pregunta: “Dios enigmático… ¿quién eres tú?” El Papa que tantas veces no había hallado a su Dios, venía al Sinaí porque ahí, en el lugar en el que Dios se había manifestado en la historia tres veces a los hombres, quería preguntar él mismo: “¿Por qué te escondes?”
Ese día yo estaba sentado en un banco de madera, a dos metros del Papa. El banco había sido reservado para la prensa. Lo miré a los ojos, semiabiertos y de un azul resplandeciente. No se contentó con leer sencillamente su homilía. Esa vez sus palabras no estaban destinadas a los hombres que soportaban el calor y escuchaban. El Papa le habló a su Creador: “Es el Dios que viene a nuestro encuentro, pero a quien no se puede poseer. Es el Dios que lleva en sí el ser. Es el ‘Yo soy el que soy’. Tiene un nombre que no es un nombre´. Ante tal misterio, cuando nos dice que nos descalcemos, ¿hemos de dudar en quitarnos las sandalias ante tal misterio y adorarlo en ese lugar santo?” Y vuelve a preguntar: “¿Quién eres tú, Dios de Israel?” Y reflexionando sobre la enigmática naturaleza de Dios: “Él es a la vez lejano y cercano, está en el mundo y sin embargo no es de este mundo.”
Hablaba lentamente, en voz baja. Al concluir la ceremonia unió sus manos y calló. La gente esperaba la bendición final, pero él se quedó sentado allí, en silencio. Elevó los ojos hacia la montaña de Moisés y contempló el cielo. Lo miré, pero no comprendí lo que estaba ocurriendo. Finalmente lo entendí: Esperaba una señal. Estaba absolutamente seguro de que Dios le daría una respuesta a todas las preguntas planteadas en su homilía, a la pregunta principal: “¿Quién eres tú?” Había peregrinado hacia ese lugar santo; era el primer Papa en hacerlo, y estaba seguro de que Dios no dejaría de tomar contacto con él. Lo miré a los ojos. Vi cuán inquietos estaban, y comprendí repentinamente lo que se estaba preguntando: ¿Cómo? ¿Cómo se le manifestaría Dios en ese lugar en el que se había manifestado a Moisés en forma de zarza ardiente?
La gente comenzó a inquietarse. No soplaba ni la menor brisa, el sol quemaba y él seguía allí sentado y en silencio. Lo miré. Durante varios minutos no pasó nada. Luego observé cómo unía sus manos, cerraba sus ojos y sonreía silenciosamente. Yo miraba, fascinado, cómo se encontraba allí sentado, ensimismado. Era como si su alma hubiera sido tocada, no delicada sino fuertemente, como por un rayo. Finalmente abrió sus ojos. Se lo veía muy feliz y golpeteaba rítmicamente con su mano el apoyabrazos de su sillón, un gesto que siempre reitera cuando hay algo que celebrar. Nos guiñó el ojo y comprendí su mensaje: “¿Ven? Está aquí. Vino realmente aquí, está aquí. Lo puedo percibir clarísimamente, siento fuertemente su presencia.” Hizo una señal: “Miren”. En el cielo, de un azul resplandeciente, habían aparecido repentinamente grandes nubes blancas. A la vez comenzó a soplar una brisa que estremeció las hojas del bosquecillo de olivos. Alegre y con una sonrisa, Juan Pablo II impartió la bendición final.
Entonces volví a recordar que en el Sinaí Dios se había aparecido tres veces a los hombres. A Moisés, en forma de zarza, pero también en forma de nube (Ex 19, 9), a Elías como dulce brisa (1 Re 19, 12). Quedé conmovido. El Papa, ¿se imaginaba a Dios de manera tan concreta? A la mayoría de la gente no le había pasado nada en el Sinaí. Habían aparecido algunas nubes. Algo quizás inusual en el desierto del Sinaí, pero que de hecho sucedía. Y que repentinamente soplase una brisa por el valle, eso no era otra cosa que un fenómeno atmosférico. No obstante el Papa experimentaba a Dios, íntima y naturalmente, pero de modo tan concreto y fuerte que resultaba conmovedor ser testigo de ello. Su sorpresa, su espanto, pero también su alegría, eran tan auténticos, como si junto a él hubiese habido una persona que habló con él, que lo tocó. Así parecía. Esa manera concreta de buscar una y otra vez a su Dios y experimentarlo tan hondamente, debió haberle dado la fuerza para el maratón que se había impuesto. Yo había asistido ya a algo similar en él. Fue hace algunos años y en un lugar muy distinto, pero lo recordé: Cuba.
Esa pregunta conmovía hondamente al Papa. ¿Estaba a punto de tener una vivencia que constituía el enigma más grande del mundo? ¿Que un ser inconcebible, oculto detrás de la combinación de letras Y-a-h-v-e, surja de la inconcebible hondura del espacio y del inconcebible enigma del tiempo, tome contacto con él, Juan Pablo II, y se manifieste a los cubanos?” (236)
“Para Karol Wojtyla no existe ni la mínima duda de que Dios envía señales a los hombres, frecuente y directamente. Desde la enigmática profundidad del tiempo y del espacio, Dios procura establecer contacto directo con los hombres. (…) Para Juan Pablo II nada tiene importancia mayor que los momentos en los que él pudo estar seguro de que Dios se dirigía directamente a él, que le enviaba una señal para infundirle ánimo.” (311)
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Sea cual fuere la opinión que se tenga sobre tal interpretación, ésta reproduce de todas maneras, y con gran exactitud, lo que el P. Kentenich experimentó en abundancia en su vida y obra, y lo que él quiere transmitirnos como su mensaje. Con el texto citado más arriba queda claro, y con exactitud, la intención y contenido del presente tomo de la colección.
3. Originalidad del cristianismo. Con su doctrina de la fe práctica en la divina Providencia, el P.: Kentenich contribuye a la renovación, actualización y revitalización de la verdadera originalidad del cristianismo. Una y otra vez lamenta que el cristianismo haya sido proyectado excesiva y unilateralmente al plano de las ideas.7
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