Víctor San Juan - Morirás por Cartagena

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Morirás por Cartagena: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela histórica que trata del drama vivido por la ciudad de Cartagena de Indias, en la actual Colombia caribeña, cuando en 1741 sufrió la invasión de la Inglaterra militarista de Jorge II materializada en la gigantesca escuadra del almirante Vernon, a la que tuvo que oponerse la figura universal del marino y teniente general Blas de Lezo, entre otros.
Cartagena de Indias fue el punto designado por el gigantesco plan que se fraguó en las más altas instancias del gobierno británico para conquistar toda la América de habla hispana y poner su comercio bajo la férula de la Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII. A ello se opuso la decidida voluntad de la ciudad de rechazar al invasor, personificada en el legendario marino español Blas de Lezo, que, realizando una auténtica hazaña guerrera, logró, aún a costa de su propia vida y muchas más, rechazar al invasor.
Pero el mérito de Cartagena estuvo, también, en la voluntad de resistir de sus residentes, como el auténtico protagonista de la novela, Celso del Villar, capitán español de origen cartagenero, el teniente francés Alain Mortain o el virrey Sebastián de Eslava. Enfrentados al drama de afrontar la lucha o perecer de una cruel enfermedad, casi 50.000 personas se encontraron aquella primavera ante la decisiva encrucijada de sus vidas: vencer y sobrevivir, o perecer por una Cartagena de Indias que ya nunca volvería a ser la misma.

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Jorge Juan afinó la mirada; su instinto le decía que algo importante podía estar a punto de ser revelado. Del Villar prosiguió:

–Incluso… incluso hay planos españoles en los que la costa se representa verticalmente, con la bahía a la izquierda.

–Perdón, caballero –interrumpió Ulloa, agobiado por la ansiedad de su anfitrión–. No entiendo qué nos trata de explicar.

–Don Antonio, dejad que don Celso prosiga –afeó Jorge Juan, alentando a Del Villar:

–¿Decía usted, capitán?

Alma en pena pareció al fin reunir valor:

–Miren cómo cambia; todo cambia si lo ponemos con el sur arriba y el norte abajo, como hacen los ingleses. La perspectiva. ¿Entienden? Es como se vería si se llega en barco a Cartagena.

Jorge Juan tomó el plano en sus manos; era cierto. La bahía, vista de aquel modo, aparecía completamente diferente, un gran foso perimetral en cuyo centro se hallaba la Tierra Bomba. Cartagena y Getsemaní parecían extrañamente desplazadas, hacia la izquierda. Del tirón, don Celso logró al fin explicar:

–Esto, y algunas notas tomadas de las notas de mi padre que he ido estudiando, me han convencido de algo: si la edificación y fortificación, es decir, el reducto defensivo de esta villa, estuviera en la Tierra Bomba, la ciudad, La Popa y la Bocachica quedarían convertidas en posiciones perimetrales. Sería un baluarte inconquistable, una isla con suministro de agua y un foso defensivo alrededor de entre cuatro y cinco millas en torno a él, es decir, muy difícil de batir con artillería, dejando sitio para que una escuadra evolucione en la bahía para defenderlo. Por otra parte, el perímetro estaría bien defendido por los diferentes fuertes, habiendo espacio suficiente para ubicar almacenes y depósitos con los que soportar un largo asedio. Además, acudir desde la Tierra Bomba hasta cualquier punto requiere la mitad de tiempo que actualmente, con lo que las líneas de auxilio y suministro mejoran considerablemente. Del lado de la mar, está el arrecife y, por el interior, podría convertirse en una base naval llena de muelles donde acoderar navíos para sumarse a la defensa de los fuertes…

Don Jorge Juan alzó sus espesas cejas:

–En otras palabras, lo que usted propone es el traslado de Cartagena de la isla de Calamarí a la de la Tierra Bomba, pues no se podría dejar al margen de semejante proyecto la población.

Por un momento, don Celso pareció abrumado por la trascendencia de sus propias ideas, enmudeciendo completamente. Cuando volvió a argumentar, lo hizo casi disculpándose:

–Llevo mucho tiempo dando vueltas a la cuestión de las fortificaciones y los muelles. La obra a realizar se contempla inmejorablemente desde el dique de Santa Cruz o San Pedro Mártir.

Para sus adentros, Jorge Juan disfrutó complacido, habiendo hallado explicación para aquellos solitarios monólogos de perturbado mental en el dique de abrigo del fondeadero de Las Animas: don Celso sólo “proyectaba” su gran idea en voz alta sobre el terreno, como si se la explicara al fiel Cañamón, único interesado. Maravillado por la imaginación del incomprendido Alma en pena, no previó que el escepticismo de Antonio de Ulloa fuera ahora a pasar fríamente al ataque:

–Sin duda se trata de proyecto interesante, capitán Del Villar, pero estimo que su coste sería exorbitado. Tenemos lo que tenemos: si el fuerte de San Felipe puede dominarse desde La Popa, todo lo que hay que hacer es mejorar la fortificación de ésta última. Y si la entrada de Bocachica es la clave de la bahía, San Luis es el punto donde aplicar el máximo esfuerzo defensivo. Al fin y al cabo, es lo que se aprendió con el ataque del barón de Pointis en el 97. ¿No es cierto?

–Sí… supongo que sí –reconoció don Celso, desalentado; por un instante, Jorge Juan sintió el impulso de correr en su auxilio. Pero todo había terminado: Jacinta hacía acto de aparición atravesando solemne el portón de entrada. Anochecía…

–En fin, caballero –concluyó–. Nos vamos. Por cierto: me veo en la obligación de anunciarle que don Antonio y yo partiremos para Portobelo antes de fin de año. Desde allí, el camino a Quito es más sencillo.

Don Celso pareció francamente afectado:

–¡Oh! Cuánto lo siento. Echaré mucho de menos estos agradables encuentros. No dejen ustedes de venir a despedirse; Jacinta preparará algo especial para ese día. ¿No es cierto?

Tal como fue anunciado, la Comisión para la Medición del Meridiano partió para el Istmo en noviembre de 1736. Antes de embarcar, Jorge Juan y Ulloa tuvieron noticias de que, últimamente, se había visto a Alma en pena merodeando por el cerro de San Lázaro, en La Popa, de mañana muy temprano, dando extraños paseos y yendo de acá para allá inquieto, mientras Cañamón trotaba a su lado. Y el teniente de navío don Jorge Juan y Santacilia no pudo menos que sentir profundo afecto por su amigo Del Villar, a la vez que una extraña inquietud por el destino de Cartagena de Indias.

3.- UN GENERAL DE UNA PIEZA

No pasó mucho tiempo desde la partida de la Comisión de Jorge Juan y Ulloa hasta la noticia que alborotaría definitivamente Cartagena de Indias: llegaba la Flota de Galeones, la última de la Carrera de Indias en contar entre sus filas con tan veterano tipo de embarcación. A su mando, el general de la Armada más famoso y competente del momento, don Blas de Lezo y Olavarrieta, con su enseña en el navío-capitana El Fuerte, mientras que el almirante llegaba en el ubicuo Conquistador, escoltando un convoy de diez mercantes cuyos cargamentos debían hacer resplandecer la Feria de Primavera de Cartagena. En el magnífico atardecer caribeño, la majestuosa Flota fondeó frente a la Bocachica, por fuera del arrecife, con los bajeles de guerra del Rey a barlovento de los mercantes, para así prestarles protección. Aquella noche, las luces de Cartagena titilaron temblando de emoción, como si la ciudad fuera una prudente y jubilosa Penélope esperando el regreso del afamado Ulises.

Por fin, a primera hora, El Fuerte levó áncoras con la brisa mañanera, embocando acto seguido el canal de entrada a la bahía, prudentemente maniobrado con las velas juanetes. Las fortificaciones de San Luis de Bocachica, en la Tierra Bomba, desfilaron imponentes por la banda de babor. Antes de llegar tanto avante con el fuerte de San José, el piloto certero ordenó meter la caña a la otra banda para pegarse a la Tierra Bomba, por donde discurría el canal, y después, caer a estribor para acceder definitivamente a la bahía de Cartagena. Trabajo difícil y de precisión la tarea de practicaje, que no por conocida y cien veces llevada a cabo dejaba de poner en tensión a sus ejecutantes, pues, dentro del canal, por dos veces había que navegar en dirección a los arrecifes, de suerte que si el gobernalle se atoraba, o el viento cambiaba su dirección, la seguridad del navío podía verse seriamente comprometida.

Puede que fuera entonces cuando don Blas, dejado atrás el estrecho paso, pensara que desde la Tierra Bomba hasta San José podía tenderse una cadena que hiciera imposible a un incursor irrumpir por sorpresa en la bahía tal como hizo el pirata Drake 170 años atrás. Sería una de las primeras medidas puestas en práctica, y se haría, tal vez, por analogía con su puerto de Pasajes natal, que así evitaba la entrada en la noche de corsarios y forajidos. Ya dentro de la bahía, El Fuerte, aliviado, pudo dar vela y bracear vergas para contornear por el este la amplia extensión de la Tierra Bomba, dejando a estribor el arrecife de La Cruz. Inevitablemente, a sotavento de la isla los bajeles quedaban sotaventeados, retardando su andadura hasta la isla de Coco. Por fin, apareció ante los baupreses la bocana familiar del fondeadero interior de Cartagena, el de Las Ánimas, con el castillo de la Cruz Grande a un lado, sobre el dique de abrigo, el Manzanillo al otro, en el contradique, y el Boquerón o Pastelillo al fondo, perfilándose en lo alto el caserío y murallas de la ciudad.

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