–¿Cómo? –preguntó Pitt, como si lanzara un escupitajo.
Vernon pareció resignado. Tenía argumentos para replicar:
–Zarparé en vanguardia con seis navíos para atacar en cuanto se declaren las hostilidades. Después, el vicealmirante Chaloner-Ogle se reunirá conmigo con la fuerza principal.
–Esto es inaudito, almirante Vernon; me está diciendo que verificaremos nuestro despliegue hostil sin estar aún en guerra contra España.
–Apelo a vuestra lealtad patriótica para que esta parte del plan no se conozca antes de lo debido; conocéis la eficacia del espionaje español. Esto sólo perjudicaría a nuestros designios. La guerra contra España es un hecho prácticamente consumado.
Pitt aún no parecía convencido. Pero, como Vernon sabía, se acabaría poniendo del lado del ganador. Por de pronto, concedió:
–¡Hmmm! Espero que vuestro plan funcione, almirante. Podéis contar con nuestra colaboración. Por cierto, vuestro vicealmirante, Chaloner-Ogle ¿no es el mismo que capturó al pirata Bart Roberts en la costa de África?
–Así es. Se trata de un magnífico oficial de marina. Milord, si me permitís, este plan no puede fallar.
–Eso mismo creo yo –apostilló Anson, tal vez un segundo antes de lo debido.
–Lo mismo pensamos nosotros. La superioridad británica será aplastante –apoyó el representante de las Trece Colonias–. Y nuestras tropas apoyarán el ataque.
–Por nuestra parte –una ronca voz había surgido de la peluca del Lord del Almirantazgo de forma que ésta parecía hablar sola– los detalles técnicos del plan ya están aprobados.
–Entonces señores –concluyó Vernon–, esperemos que Jenkins sea convincente en su declaración en sede parlamentaria.
Finalizada así la reunión, los participantes comenzaron a marcharse mientras un mayordomo penetraba en la estancia para ir apagando los candiles. En la semioscuridad resultante, la peluca del Lord del Almirantazgo se aproximó a Vernon, quien pudo notar su leve hedor, y hasta apreciar las sombras de las arrugas en el rostro de su portador, que dijo:
–Así pues, ya tenéis lo que queríais, Edward: una bonita guerra para apoderaros del botín de los españoles, además de una magnífica Armada. Procurad cuidarla bien.
–Tendré especial cuidado, milord. No es necesario repetir cuánto agradezco vuestra cooperación y apoyo.
La peluca se aproximó a su oído:
–Acordaos de eso, Edward; especialmente, cuando regreséis triunfante. Será el momento de poner en orden nuestras cuentas; porque poseo algo más que vuestro agradecimiento, querido amigo. De todas formas, cuidado con William Pitt; no le importará quitaros de en medio si con ello daña irreparablemente a Robert Walpole.
–Lo sé; no obstante, no creo que llegue al punto de ser un traidor.
–En lo que estamos de acuerdo. Por cierto ¿qué sabéis de ese estrafalario general español, el medio hombre creo que le llaman? Según creo, está a cargo de las defensas de Cartagena desde hace un tiempo. ¿Le conocéis?
Vernon reflexionó con largueza antes de contestar.
–Personalmente. Haríamos mal en menospreciarlo.
2.- EL OBJETIVO
Cuando el teniente de navío don Jorge Juan y Santacilia llegó a Cartagena de Indias en 1735, a bordo del navío El Conquistador de don Francisco Liaño, caballero de la Orden de San Juan, la encontró no sólo la mejor bahía de aquellas costas, sino de todos los parajes y comarcas circundantes abiertos al mar Caribe. Aunque lejos del cauce y desembocadura del río Magdalena, Cartagena se halla enclavada en el extenso sistema deltaico y lacustre que forman las tierras bajas de la mencionada cuenca, un cúmulo de islas bajas protegidas por arrecifes de coral y rodeadas por mangas de arena, playas magníficas y abundante vegetación tropical. Un mundo visiblemente paradisíaco, pero de clima húmedo y pegajoso, implacable calor y pertinaces lluvias y vientos dentro de su estación o cuando se altera el habitual estado apacible.
En estos lugares, navegar a vela con frágiles buques de madera, que abaten por efecto del viento incapaces de remontarlo, puede ser práctica difícil, complicada y peligrosa; el peor peligro, tocar fondo, quedar varado en el arrecife sumergido, en un banco de arena o sobre la costa, al capricho de olas rompientes que quiebren la arboladura, desgajando y desmantelando el barco posteriormente. La mejor amiga resulta, pues, la sana prudencia, pericia náutica y sensatez, sin desechar la inestimable presencia del áncora siempre a la pendura, lista para hacer fondo y evitar en última instancia la catástrofe. Sólo la reiterada práctica, uso del escandallo e íntimo conocimiento de los vientos y regular establecimiento de canales balizados y rutas seguras de navegación permiten al piloto o al marino llevar finalmente indemne la nave a su destino, manteniendo a salvo carga y pasaje. En los difíciles comienzos, todo lo anterior resultaba especialmente cierto en el laberinto de la bahía, arrecife y archipiélago de Cartagena de Indias; pero cuando, al fin, quedaron bien trilladas y cartografiadas las aguas, a lo largo de cientos de años, por decenas de navegantes y las quillas de sus buques, a mediados del siglo XVIII en que nos encontramos los procedimientos eran tan rutinarios y habituales que podría decirse que llevar un velero del mar abierto al fondeadero de Las Ánimas de Cartagena de Indias era casi tarea fácil.
Fundada en 1533 por el madrileño Pedro de Heredia sobre la preexistente aldea de pescadores de Calamarí, Cartagena de Indias se asienta sobre un núcleo de cuatro islas: la principal y más importante, Calamarí, da a la fachada marítima incomparable del mar Caribe, protegida de sus mareas por una extensa barrera de arrecifes que la ponían también a salvo de cualquiera que quisiera incursionarla desde el exterior. Incluso si alguien pretendiera disparar cañones contra la ciudad, ésta disponía de murallas y artillería para darle su merecido. Dentro del recinto amurallado, el casco urbano, de amplias calles empedradas, casas de mampostería con grandes balcones y soportales para protegerse de la lluvia y el sol, se tenía por prácticamente inexpugnable con conceptos medievales. Sobre la isla contigua, del otro lado al arrecife, se asentaba el arrabal de Getsemaní, también amurallado y con varios baluartes para protegerse de posibles ataques. No obstante, ello no había librado a Cartagena, diez años después de su fundación, de los primeros asaltos de piratas, facinerosos y merodeadores que, como alimañas, campaban por el mar Caribe. Así que nada tiene de extrañar que la ciudad prosperara como un doble castillo amurallado, desconfiando del forastero y siempre dispuesta a repeler ataques.
Las otras dos islas eran Santa Cruz y La Manga; la primera no era más que prolongación coralina y arenosa en un amplio brazo natural desde el asentamiento de la ciudad, verdadero regalo de la naturaleza pues constituía un magnífico dique de abrigo para el fondeadero del puerto, el ya mentado de Las Ánimas. Por último, isla Manga cerraba aquél, constituyendo atalaya sobre éste y conectada con Getsemaní y la cercana tierra firme mediante un intrincado sistema de pasarelas y puentes levadizos que se podían retirar en caso de asedio. La concepción de las defensas de Cartagena por marinos se revelaba en el nombre de esta última isla, puede que por dar “arqueo” a la ciudad, y también en la toponimia de los cerros próximos, uno de los cuales, como el castillo de un galeón, se conocía con el sobrenombre de “La Popa”. Más cercano a la ciudad, en enclave estratégico, se alzaba el que llegaría a ser formidable castillo de San Felipe de Barajas, centro neurálgico del sistema defensivo y dramático escenario bélico en el transcurso de los diferentes asedios que Cartagena habría de sufrir, separado de Getsemaní por el foso del Caño de Gracia. San Felipe era, pues, el talón de Aquiles que era preciso tomar para violentar la integridad defensiva de Cartagena. Esta vulnerabilidad provenía del cerro de La Popa predominando sobre él, donde había un convento susceptible de ser fortificado, desde el cual podía batirse San Felipe con artillería; por lo que, si para defender Cartagena hubo de erigirse San Felipe, para completar el dispositivo defensivo y no ceder éste último había que conservar a cualquier precio el convento de La Popa. Todo ello no hacía sino evidenciar la vulnerabilidad de una ciudad presumiblemente inexpugnable con conceptos de otras épocas.
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