José Alberto Pérez Martinez - Espartanos

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El título del libro, Espartanos: los hombres que forjaron la leyenda, anticipa todo su contenido. Una obra original, a medio camino entre la literatura comercial y el trabajo científico, sobre uno de los mitos contemporáneos más de moda en nuestra sociedad: Esparta. Sin duda, se trata del libro que muestra todo lo que el cine y el cómic olvidaron acerca de una de las culturas más apasionantes de la historia.
En esta serie de seis breves biografías, el objetivo es descubrir la vida y obra de todos aquellos ilustres espartanos que protagonizaron gestas a la altura de la archiconocida batalla de las Termópilas y que, lejos de alcanzar tal éxito, quedaron ocultos tras la alargada sombra del olvido histórico. Ya que entre esta selección también se encuentra el rey Leónidas, el autor trata de profundizar algo más en su vida particular, más allá de la gloriosa hazaña que lo encumbraría a la categoría de leyenda.
Cuando mucha gente creía que Esparta era Leónidas y Leónidas era Esparta, Espartanos revela cómo el periplo de héroes de la legendaria ciudad griega fue mucho más extenso que lo que el celuloide ha tratado de transmitirnos. Reyes, nobles y soldados conformarán esta selecta antología que volverá a proyectar la silueta de Esparta sobre las «desgastadas» páginas de los libros de historia.
De entre todos los espartanos conocidos, el autor refleja los seis que, a su juicio mejor encarnaron las virtudes tradicionales de la vieja Esparta, desde su misma fundación hacia el siglo VI a.C. hasta su caída a mediados del siglo IV a.C.

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El juicio de Plutarco

En general, Plutarco revela una sociedad dominada por la justicia, la bondad y el orden, de grandes valores y ausente de toda mancha de corruptela o maldad. Considera que la institución de la krypteia, una especie de policía de Esparta, debió de ser introducida en momentos posteriores a Licurgo. La brutalidad con la que se empleó, asesinando a los hilotas más destacados y sometiéndoles a toda clase de torturas, no parece que congeniara con la imagen civilizada y filantrópica del legislador espartano. En su opinión, desde la instauración de estas leyes hasta el reinado de Agis, Esparta gozó de un sistema de gobierno esplendoroso que sobrepasó en virtudes a cualquier otro gobierno de Grecia. Como si nada pudiera durar eternamente, culpa a Lisandro de la introducción del dinero en Esparta y con él, el del gusto por lo material. A modo de intoxicación, los valores y las virtudes tradicionales espartanas se diluyeron infectados por la codicia y el deseo ostentoso de bienes y riqueza. En su opinión, la prosperidad de Esparta no se debía al buen hacer de sus gobernantes sino al buen obedecer de sus ciudadanos. Y creando una clase tan elegante de gentes, refiere Plutarco que no fueron pocos los extranjeros que alabaron las virtudes de espartanos distinguidos como por ejemplo los sicilianos a Gilipo, los de Calcis a Brásidas o los de Asia a Lisandro y Agesilao.

Siguiendo un viejo ideal, parece que, una vez completada su obra, Licurgo viajó a Delfos a recibir veredicto de la Pitia. Quería saber si ahora Esparta tenía por fin un gobierno que aventajara a los demás y estuviera preparado para perdurar en el tiempo. Ante el juicio positivo que aquella hizo de sus leyes, Licurgo regresó a Esparta henchido de felicidad y con el ferviente deseo de rematar su tarea con una bella muerte. Puesto que el desaparecer de entre los vivos relanzaría su obra y haría que los demás tuvieran buen recuerdo de él, Licurgo decidió dejarse morir de hambre. Toda gran vida debía tener una gloriosa muerte y para Licurgo debía llegar al haber finalizado su tarea.

El juicio de la historia

Aunque la idea de una Esparta igualitaria, solidaria y unida es la que más se ha transmitido a lo largo de la historia, los hechos, sin embargo, nos obligan a pensar que quizá esa imagen tan idílica de la ciudad laconia no era tal o, al menos, tanto como Plutarco nos quiso dar a entender. Su particular valoración de la constitución espartana, sustentada en los valores más puros e ideales, no significa que, de hecho, en la práctica esto llegara a ocurrir. Algo similar sucede al leer a Jenofonte, el escritor ateniense que fue invitado por Agesilao a vivir en Esparta y educar a sus hijos al modo espartano. De sus escritos nos queda la esencia de una ciudad, por lo general, bien gestionada y bien gobernada sobre los pilares de una constitución que se precia de ser la más destacada entre todas las de su alrededor y que ha dotado a la ciudad, gracias a su inmutabilidad, de una estabilidad poco frecuente entre las poleis griegas de entonces. Sin embargo, leyendo a Aristóteles e incluso a Platón, uno se percata de que quizá la constitución de Licurgo ni fue tan justa ni evitó a Esparta una constante inestabilidad interior de la que solo nos han quedado destellos toda vez que los mismos espartanos no se dedicaron a escribir sobre ellos mismos y su historia.

Aunque la obra de Aristóteles se circunscribe al ámbito del siglo IV a.C., con una Esparta que ya no ejerce su imperio sobre el resto de ciudades griegas y, además, anda inmersa en un proceso de empobrecimiento interno a todos los niveles (político, financiero, social…) sus palabras van referidas, sin embargo, a un sistema que tuvo su origen y apogeo mucho antes y que ha conocido el momento álgido de su colapso en el siglo IV. El filósofo se dedica a realizar una serie de críticas a la constitución lacedemonia y de ella nos valemos para proyectar en nuestra mente un aspecto de cómo sería la sociedad espartana del siglo V a.C. En primer lugar, critica el excesivo poder que las circunstancias han otorgado a las mujeres. No solo ya en el sentido de no ser prudentes, que quizá es el aspecto menos importante para nosotros, sino más bien en el hecho de que el propio sistema de reparto de tierras las hiciera depositarias de las dos quintas partes de la tierra generando una brutal concentración de terreno en pocas manos. Teniendo en cuenta que la propiedad de la tierra no era privada, es decir, de los ciudadanos espartanos y que, por lo tanto, era el Estado el propietario universal de las mismas, éstas no podían comprarse o venderse pero sí transmitirse o heredarse, lo cual generaba el vicio perspicaz de unirse en matrimonio las mujeres y hombres con más tierras desplazando de los “circuitos” económicos a los que menos tenían y que, en consecuencia, perdían su condición de homoios y terminaban por caer en la miseria más absoluta perdiendo los derechos que les eran inherentes por ser ciudadanos espartanos (hypomeiones). Cargando con un sistema rígido e inflexible que, además, no les consentía dedicarse a otras actividades de tipo comercial que les hubiera valido el sustento, los espartanos se hallaban en una especie de encrucijada en la que la única salida era “hacia arriba” y violenta. De ahí que en los primeros años del reinado de Agesilao fuese descubierta una conspiración inspirada por uno de estos espartiatas “desheredados” de nombre Cinadón y que iba dirigida contra el mismo “corazón” de la constitución espartana. Aquel hecho no venía más que a evidenciar el hartazgo de una considerable parte de la sociedad lacedemonia que se veía constreñida por los vicios de un sistema que, a priori, había nacido para protegerles, garantizando su sustento a través del otorgamiento de tierras para que ellos no tuvieran que preocuparse más que de hacer la guerra. Con los años, muy al contrario de lo que se pretendía, lo único que se había conseguido es que unos pocos acumularan casi todo el patrimonio terrenal y, como dice Aristóteles, donde perfectamente podrían haber existido 30.000 infantes y 1.500 jinetes, ahora solo había apenas 1.000 combatientes. Igual que conocemos el nombre de Cinadón, en la otra cara de la moneda sabemos también el nombre de alguno de los “afortunados” del sistema, en este caso una mujer, Cinisca, hermana del rey Agesilao, que venció en los Juegos Olímpicos llevando sus propios caballos, lo cual era signo de distinción, riqueza y estatus.

En otro sentido, Aristóteles también criticó instituciones como el eforado y el senado. Del primero dijo que, a causa de haber sido sus miembros elegidos de entre los ciudadanos corrientes, éstos terminaron por venderse y corromperse a la causa del mejor postor además de ser sus vidas demasiado relajadas con respecto al resto de ciudadanos, que soportaban un sistema extremadamente disciplinado y severo. En cuanto al senado, criticó el hecho de que la vejez de los que lo conformaban perjudicara las decisiones de Estado que se debían tomar al mismo tiempo que también criticaba su tendencia a la corrupción y su falta de formación.

Las críticas de Aristóteles no cesaron ahí sino que se extendieron a otras cuestiones de la vida diaria lacedemonia, como la diarquía o la política de nacimientos. Sin embargo, no es objeto de este estudio hacer un análisis científico o crear debate acerca de lo apropiado o no de las instituciones espartanas. Al fin y al cabo, no se trata más que de resaltar la figura de un personaje (legendario o real) al que se le atribuyó el diseño y la organización de la Esparta que nos ha sido transmitida. De hecho, a partir de ahora, los siguientes cinco espartanos responderán, precisamente a esa apropiada o errónea constitución ideada por Licurgo.

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