Cuando María expresó el deseo de leer mis poemas, le dije:
—No me importaría leerte mis cosas, pero este ambiente —estábamos en el club— no me parece el más apropiado.
—No, claro, pero me los puedes prestar para que yo los lea. O si prefieres leérmelos tú —vaciló un segundo—, podemos quedar algún día.
—Eso sería estupendo. Aunque, bueno, no sé si José Antonio...
—José Antonio no es dueño de mi vida. Estamos juntos porque los dos lo deseamos, pero respetamos nuestra libertad.
Era justo lo que yo esperaba que dijera. Fijamos una cita y el día previsto la recogí a la salida de su trabajo en mi Simca 1000 recién comprado. No fue fácil decidir adonde iríamos. Estábamos solos por primera vez y las palabras surgían con menos fluidez que cuando nos rodeaba una multitud. Resolvimos ir a una cafetería céntrica donde no sería imposible encontrar gente conocida. Supuse que María, de modo más o menos inconsciente, trataba de dar una apariencia de normalidad a nuestro encuentro y evitar cualquier indicio de clandestinidad. La elección no pudo ser más desacertada: un local atestado de gente vociferante, con el televisor a todo volumen, donde era preciso forzar la voz para hacerse oír, no parecía el lugar idóneo para recitar poesía. Pero al menos tuvo la virtud de romper el hielo. Después de que yo leyese tres líneas desgañitándome y que María tuviese que repetir “¿Qué? ¿Cómo dices?” a cada instante, empezamos a reír a carcajadas. Liberada la tensión, se llevó un cigarrillo a los labios, y cuando le acerqué una cerilla encendida, ella retuvo mi mano entre las suyas unos segundos más de los necesarios para proteger la llama. Entonces sugerí como alternativa un paseo por el campo y María aceptó.
Fuimos a un bosquecillo de eucaliptos, cercano a la ciudad, en el que yo solía refugiarme a veces. El día era desapacible y permanecimos en el interior del coche. Le leí mis poemas despacio, deteniéndome de cuando en cuando para mirarla, acentuando algunos pasajes, alargando los silencios. No se inquiete, no voy a repetirle ahora mis poesías. Tengo un gran sentido del ridículo y además he olvidado la mayoría de aquellos escritos. Pero recuerdo un verso. “No me conozcas nunca, nunca me aprendas del todo”, había escrito yo. María dijo que era triste y traducía una barrera interior difícil de traspasar. Tal vez, le contesté, pero no desvelar por completo el misterio es la mejor manera de prolongar el amor. Oportuna frase, un poco críptica y no del todo incierta, que provocó en María el punto de ternura necesario para dejarse besar.
Estará de acuerdo conmigo en que el primer beso es el último acto definitorio de una mujer. Antes —por sus palabras, por sus actos— puede uno imaginarla, suponerla, pero sólo después del primer beso tiene uno certeza de cómo es. Es, en mi opinión, un instante mágico, mucho más esclarecedor que una primera noche de amor. Por supuesto cada primer beso es distinto y comunica cosas diferentes. Los labios de María me transmitieron paz y mansedumbre. Si me permite utilizar una imagen manida pero certera, fue como contemplar las aguas inmóviles de un lago. Tengo leído que el beso no es tan antiguo como la humanidad, que los romanos, por ejemplo, no se besaban en la boca, y se dice también que los esquimales en vez de besarse se frotan la nariz, aunque no creo que ese rito haya persistido después de que el cine y la televisión invadiesen Alaska. Si así fuera, no consigo explicarme cómo antiguos y esquimales han suplido tan importante carencia.
Los siguientes encuentros con María fueron de igual modo secretos. Reconozco que siempre me ha fascinado la clandestinidad en las relaciones amorosas, aun cuando no fuera necesaria. María aceptó de buen grado este tipo de relación oculta, porque le permitía continuar sin problemas su noviazgo con José Antonio. Para mi sorpresa, asumió esta doble vida con naturalidad: salía regularmente con su novio y de manera ocasional conmigo sin que ello alterase su estabilidad. La situación era por demás extraña. Ella mantenía con su novio una conducta normal, adulta, incluido el aspecto sexual, mientras que su comportamiento conmigo era —a excepción de los besos— bastante asexuado: hablábamos mucho, divagábamos, leíamos o comentábamos libros y películas. En fin, un tipo de relación que no podía durar demasiado. Lo cierto es que yo estaba muy a gusto con ella y disfrutaba con aquella serenidad oceánica que emanaba de su persona. Pero también quería acostarme con ella y cada vez erosionaba más mi amor propio la irritante fidelidad de María con su novio.
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