Manuel Casanova - Las islas griegas

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Esta novela es un monólogo del protagonista en el que cuenta su vida. Es la historia de una pasión. Diego Forcarell es un hombre oscuro que ha visto frustradas sus ilusiones y siente que siempre ha ido a remolque de los acontecimientos. Estudia para abogado sin terminar la carrera, trabaja en una compañía de seguros adquiriendo un discreto nivel social y se casa con una mujer a la que aprecia pero no despierta en él grandes pasiones.
Tiene dos hijas y vive resignado una vida doméstica sin más alicientes que ocasionales aventuras extramatrimoniales. Todo cambia cuando conoce a Beatriz, una mujer misteriosa que despierta en Forcarell sus más escondidos instintos. La pasión por Beatriz desequilibrará por completo su estructura vital y, por retenerla, alcanzará extremos de degradación que le conducirán hasta el crimen.

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Quizá tiene usted razón, mis comentarios no contradicen en el fondo su tesis, ya que si en lo particular puedo estar en lo cierto, en un sentido más general sus afirmaciones siguen siendo válidas. Pero permítame volver sobre un punto. Yo dije: en cada uno de nosotros hay un asesino en potencia. ¿Asumiría usted esta proposición? No, claro que no; ésa es en realidad la divergencia. Para usted, con independencia de sus motivaciones, el asesino es un ser anormal. Podría aceptar cierta limpieza, cierto atractivo literario en la realización de un homicidio, pero el ejecutor siempre sería un amoral o un loco. Y sin embargo... yo sé que no es así. ¿Que si tengo alguna evidencia? Sí, tengo una evidencia muy especial: mi propia historia.

Parece que al fin he logrado despertar su interés, pero adivino que por respeto a mi intimidad no se atreve a pedirme que sea más explícito; o por el contrario piensa que lo dicho no es sino un golpe de efecto, una baladronada indigna de un diálogo serio entre caballeros. En cuanto a lo segundo, pierda cuidado, no he tratado de impresionarlo con una falsedad; si se trata de lo primero, su reserva es comprensible. De existir algo inconfesable en mi vida, no sería muy cuerdo por mi parte ir por ahí haciendo confidencias al primero que me escucha. ¡Y menos a un juez! Pero estoy fingiendo un temor que no siento, sé que puedo hablarle sin miedo a las consecuencias. Confío en su talante abierto y desenfadado y estoy convencido de que es capaz de establecer la diferencia entre una confesión oficial y la divagación de una noche de verano. Además, desde que ocurrieron los hechos que me propongo narrarle ha habido tiempo y distancia, dos elementos que mitigan la trascendencia de las cosas y disminuyen su credibilidad. Y puesto que usted insiste, no me haré rogar por más tiempo. Le contaré mi historia.

Soy el único hijo de una familia de clase media asentada en un pueblo grande y próspero. Mi padre no tenía estudios, pero creó en los años cuarenta una pequeña empresa de transportes y trabajó en ella sin conocer el descanso. Con el paso del tiempo, la empresa creció y se convirtió en un negocio rentable. Vivíamos bien, con desahogo, con distinción incluso, éramos una familia respetada y tengo el recuerdo de una infancia sin privaciones. Me educaron en un colegio de religiosos que no dejó en mí secuelas apreciables y después fui a la universidad. Mi padre quería que fuese abogado, profesión que me era y me es por completo indiferente, pero se trataba de obtener un título y hacerme cargo a su debido tiempo de la empresa familiar.

En el mes de octubre de 1959 abandoné el ambiente familiar y marché a la capital. Me instalé en un colegio mayor y quedé deslumbrado por un mundo que desconocía. Piense que en aquella época todo el acerbo cultural giraba en torno a las universidades y ser universitario tenía un cierto empaque social. De modo que me sumergí por completo en aquel ambiente, en el que lo de menos eran las materias que uno se proponía aprender. Fue así como descubrí mi verdadera vocación, que no era en modo alguno el Derecho sino la música. Había en el colegio una sala de música y en ella un piano que comencé a pulsar de manera instintiva. Alguien entendido comentó que en mí existían posibilidades ocultas y yo lo tomé como la caída de San Pablo. En el mismo colegio recibí unas clases iniciales y luego, ahorrando dinero de aquí y de allá, me matriculé en el conservatorio sin que mis padres tuvieran conocimiento de ello.

Entré en contacto con grupos literarios y artísticos, en los que fui admitido por mis aptitudes musicales y también, pienso, por mi capacidad intelectual. Nunca había tenido ni volvería a tener tantos amigos; nunca mi actividad sería tan desbordante y enriquecedora. Entre las horas de piano, las tertulias, las conferencias, el cine de autor, el marxismo de salón y las primeras experiencias amorosas, apenas me quedaba tiempo para estudiar y el balance del primer curso fue catastrófico. Mis padres se sorprendieron: no acertaban a explicarse que aquello le ocurriese a su hijo. Pero todo se aprende y en los años siguientes adquirí una mayor soltura y, sin prescindir de mis actividades artísticas, fui aprobando asignaturas.

La música llenaba cada vez más mi vida. La miopía me había eximido del servicio militar y me encontraba en una situación óptima para planificar mi porvenir. Poco a poco fui madurando una decisión: hablaría con mi padre y le expondría con claridad mi deseo de abandonar las leyes y dedicarme por completo a la música. Quería ser un gran concertista de piano o por lo menos intentarlo. Jamás llegué a exponer mi propósito. Un mes antes de iniciar mi último año de carrera mi padre se suicidó.

Las circunstancias del suceso fueron confusas y más para mí, ya que sin duda se me ocultaron detalles. Tampoco quise saber demasiado, ni indagar las causas de un acontecimiento que por encima de todo me causaba asombro. Entiéndame, la muerte de mi padre me produjo un intenso dolor; pero no el mismo dolor que hubiera sentido si hubiese muerto a consecuencia de una larga enfermedad. Hay, quizá, en nuestra conciencia una preparación, un consentimiento para este último tipo de muertes: prevemos el final y elaboramos con lentitud el sufrimiento adecuado. Pero cuando la muerte es repentina causa más perplejidad que dolor. Además el suicidio es inquietante y se nos ha dicho que nunca tiene justificación. Nuestra sociedad no sólo censura determinadas formas de vivir, sino también algunas formas de morir. Vivir es voluntario y se alienta la voluntad de vivir; pero la voluntariedad en la muerte está prohibida, va en contra de la naturaleza. Y sin embargo, ¿no nos han dicho que ballenas y delfines quedan varados voluntariamente en la playa que han escogido para morir? ¿No se clava el escorpión a sí mismo su mortífero aguijón cuando se ve acorralado?

En cuanto a los motivos concretos, me dijeron que hubo una traición de un socio, un fraude que se hizo público y un descubierto de muchos millones. Mi padre no pudo o no quiso afrontar las consecuencias y se pegó un tiro con una vieja Star que conservaba desde la guerra, que nunca pensé que volvería a funcionar. Lo que sí fue real, tangible, fue el desplome inmediato de la economía familiar. Mi madre quedó en muy mala situación y yo tuve buscar un empleo. Como comprenderá, fue el derrumbamiento absoluto de mis proyectos. Un primo de mi padre me colocó en una compañía aseguradora que tenía sucursal en mi propio pueblo y de la noche a la mañana me convertí en vendedor de seguros. Mi madre quería que yo terminara la carrera y creyó que no sería difícil simultanear trabajo y estudio. Pero el alejamiento de la facultad y la dolorosa certeza de que mis aspiraciones musicales iban a truncarse, hicieron que poco a poco me fuera desinteresando de los estudios.

Vender seguros es un trabajo estúpido y más duro de lo que parece, pero yo creía tener a mi favor el gran número de personas con las que mi familia se relacionaba. También esto constituyó una decepción. La forma en que murió mi padre y nuestro empobrecimiento súbito provocaron la desbandada de personas que antes alardeaban de nuestra amistad. Pocos amigos permanecieron. Fue un momento amargo, en particular para mi madre. Yo tenía 23 años y se desarrolló en mí un oscuro rencor y un poderoso deseo de superación.

Me olvidé de Schumann, enterré mis sueños y trabajé con intensidad. Ascendí en la compañía aprendiendo a procurar mi propio beneficio y a combatir envidias y acechanzas. Sin embargo, aunque no lo parezca, la constancia en el trabajo suele tener recompensa. El mundo de los seguros no tenía para mí el más mínimo interés —tampoco me hubieran interesado los negocios de mi padre, dicho sea de paso—, pero era un modo de obtener dinero, mi único objetivo en aquellos momentos. Parecía que este objetivo se estaba cumpliendo cuando Josefina se cruzó en mi vida.

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